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Llevar los pantalones

Se olvida con lamentable frecuencia lo que debemos a quienes nos precedieron. Asumimos con vergonzosa naturalidad que nuestras circunstancias han sido siempre las existentes, y eso nos lleva a repetir errores y a negar el trabajo que otros realizaron para que disfrutemos de derechos, de privilegios o de libertades. 

En el caso de las mujeres, la tentación de afirmar que todo está ya logrado es peligrosísima. Esa misma frase fue algo que escuché ya de jovencita: las mujeres habíamos alcanzado la igualdad real, ¿qué más queríamos? Podría hablar de violencia de género, de discriminación laboral o del peso invisible de responsabilidad, de cuidado y de organización que las mujeres arrastramos; pero quizás no sea este el espacio para ello; tomemos un ejemplo mucho menos comprometido, pero igualmente representivo.

Hace solo unas décadas me estaría prohibido lucir en público la ropa que llevo en las fotografías que acompañan este texto; en algunos países, y para algunas religiones aún lo está. Una mujer en pantalones, y no digamos ya con un traje equiparable al masculino resultaba un desafío al orden y a la decencia fuertemente penado. No importa que no se viera un centímetro de piel: la moralidad no solo pena la impudicia, sino también el reto al poder. 

De hecho, el control social resultaba tan férreo que una simple frase como demostrar quién llevaba los pantalones en una casa recordaba que había determinados roles que no podían subvertirse. La excusa habitual para mantener el status quo era reconocer que quien realmente mandaba en casa era la mujer, la madre o la abuela: por supuesto, siempre ha habido excepciones a la regla, y familias en las que la capacidad de liderazgo, de decisión o incluso el dinero pertenecían a una de las mujeres. Pero lo cierto es que en el plano social todo ello le estaba vetado. 

Cuando Concepción Arenal se vistió de hombre para acudir a las clases de Derecho en 1842, el escándalo fue mayúsculo. Se le permitió, tras un exámen, ser alumna, siempre que acudiera custodiada, se sentara aparte, y, por supuesto, vistiera como correspondía. Las mineras de Wigan, una localidad minera de Manchester, escandalizaron a la sociedad victoriana no por bajar a las minas de carbón, sino por hacerlo con pantalones. Los bombachos, un invento feminista, recibieron la crítica más efectiva que una sociedad puede ejercer, la de la ridiculización.  

Mi generación recuerda las historias de sus madres, tías o abuelas cuando decidieron llevar pantalones (no digamos ya si eran vaqueros), pintarse las uñas o lucir falda corta. Una cosa era que divas como Marlene Dietrich o Katherine Hepburn los llevaran, firmados por Chanel, en la pantalla, y otra muy diferente que en una ciudad provinciana o en un pueblo del interior una joven local llamara la atención de esa manera. Yves Saint Laurent podía dictaminar lo que deseara respecto al esmoquin femenino, o Courrèges marcar una línea nueva que coincidiría con una sociedad en cambio: ni todas las sociedades cambian al mismo ritmo ni todas las mujeres pueden o quieren pagar el precio que supone la modernidad. 

Nos repiten por múltiples frentes ahora que está todo conseguido. Yo misma lo creía de veinteañera, antes de comprender del todo las oscilaciones históricas, antes de ver las fotografías de las  mujeres en los países árabes en los años sesenta o setenta, antes ser consciente de que hubo mundo antes de mí y lo habrá cuando yo desaparezca y que nada es permanente, antes de comprender que lo normal no había sido nunca que las mujeres fuéramos mayoría en los estudios universitarios, o de comprobar que continuábamos con el acceso vetado a los puestos de poder. Antes de sufrir miradas condescendientes, críticas misóginas o, directamente, la invisilibilidad. 

No hay nada que no sea importante. No hay gesto inocente. Y nada puede darse por logrado. Eso conviene también que no lo olvidemos.

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El traje de terciopelo se compone de una chaqueta esmoquin y unos pantalones palazzo  de Mango. Llevo también una blusa blanca de crêpe con lazado al cuello y un bolso de mano de Gucci. La pulsera de plata se llama Cita, y es de Uno de 50. Botines de terciopelo también de Mango. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el exterior de la Biblioteca Nacional, donde Teresa de Jesús es la única escritora representada en la fachada. El resto de las mujeres representadas son figuras alegóricas.