Seix Barra, 1999
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Reseñas:
EN LA TIERRA DEL SUEÑO
Por Luis de la Peña. El País-Babelia. 26 de Abril de 1999
Espido Freire construye en su nueva novela un legendario mundo onírico
Si bien las deudas de esta novela con otras donde el territorio es una ciudad inventada son claras, esto importa porco porque ya el recurso se ha convertido en la literatura contemporánea en uso habitual, en un modo de albergar el yo individual en un lugar mítico que lo explique y desde el que poder trascender a otros espacios más allá de los meramente occidental.
Pero en el caso de Donde siempre es Octubre no se trata de un mundo para la epopeya, sino para la leyenda, porque la novela de Espido Freire, ambiciosa en sus planteamientos estéticos, es un relato que surge en ese ámbito complicado y huidizo que son los sueños, donde la melancolía y la tristeza, los deseos y la realidad se amalgaman creando un aire irrespirable y obsesivo, pero necesario para descubrir la confusa trama del yo.
Oilea es la ciudad que nace en el lugar impreciso de los sueños, allí donde se constituye la leyenda de los seres reales y oníricos, la ciudad que alberga el amor, la pasión, el rencor, la crueldad, el silencio y el odio, la ciudad donde nunca es octubre porque siempre lo es, donde el tiempo cobra una dimensión inmóvil y circular, sin un antes y un después, donde todo conduce al origen, porque es el origen mismo y el destino.
Aquí hay cuentos de hadas y mariposas, aconteceres cotidianos, muertes, gentes antiguas que acarrean su historia de agua y tristeza; desolación o ilusiones que transitan por eestos seres de leyenda hasta construir un territorio, un espacio mítico en el que acontece la aventura de la existencia, de esa existencia plagada de anhelos y soledades, de habitaciones cerradas y calles que van a dar a la orilla de la soledad.
Los personajes de Espido Freire están constituidos por la sustancia del mito, pero partiendo de la realidad misma, esa realidad desde la que se yerguen y originan los sueños. Personajes dibujados por rasgos obsesivos y arquetípicos, cumpliendo un papel coral hasta organizar la novela como un friso fantasmagórico, poblado de sombras y luces que se debaten ante la impotencia de ser, y reconocer en ellos el propio fracaso.
La autora aborda la escritura desde lo fragmentario, con secuencias, personajes, historias que van y vienen, que se cruzan y se reencuentran sin otro anhelo que constituir un mundo, el de Oilea, cerrado y asfixiante que devora a sus propias criaturas, con voces múltiples y diversas personas narrativas, para crear un conjuntoperturbador, una ciudad fantasmal e interior partida en dos mitades, norte y sur, por la calle de los Cerezos y un cementerio que la contempla. Una novela que apuesta y arriesga por una escritura necesaria, seguramente poco complaciente, pero capaz de indagar en lo oscuro e inexplicable.
DONDE SIEMPRE ES OCTUBRE
ESPIDO FREIRE
Por Pilar Castro. El Cultural, Febrero 1999
Como fue Macondo para García Márquez, Comala para Rulfo, o el condado de Yorknapatawpha para Faulkner. Como Vetusta para Clarín o Castroforte para Torrente. Así es Oilea para su autora. Un escenario inmóvil, hermético, hostigado por una atmósfera asfixiante, habitado por un tropel de personajes que entretiene con un puñado de deseos intransitivos. Donde la realidad no se opone al castigo del aburrimiento; donde la vida, siempre igual, se nos cuenta en historias pequeñas, tantas veces más próximas a la verdad que las escritas y publicadas con H mayúscula. Como diría Onetti. Porque Oilea, la ciudad circular, donde siempre es octubre también es como su Santa María. Un lugar de los que suelen ser tildados de territorios míticos por existir sólo en el espacio de la ficción, como pensado para representar el mundo. Mejor dicho: un mundo. El que quiere contar Espido Freire (Bilbao, 1974) a través de esta novela; la segunda desde que hace un año se dio a conocer con Irlanda, otra historia, mucho más sencilla en sus medios y de trama menos ambiciosa; pero anunciadora de posibilidades que aquí la revelan exigente y sorprendente, capaz de refundir voces maestras y estilos procedentes de la literatura occidental en unos modales expresivos soberbios, en una capacidad persuasiva poco común.
Quizá sobrante de algunos tópicos, de algún que otro tic iniciático, fácil de pulir. Nada que estorbe a esta valiente y arriesgada propuesta narrativa. Que advertimos cautivadora para quienes disfruten de esos lugares donde los únicos sobresaltos derivan de una acción desencadenada por palabras llenas de soledades, recuerdos, secretos y confidencias que acogen y sobrecogen. Que lastiman a sus sujetos porque sólo las piensan, las lamentan o las desean. No las comparten.
Se nos ofrecen como parte de un discurso que simula perderse en un nosotros, fragmentario, lleno de sutilezas, ambigüedades y agudas elipsis temáticas y temporales. Al modo de las novelas corales en las que cada uno, cada una, al hilo de un recuerdo siempre resumido en el mismo, el único en el que se reconocen, rompen a hablar, entre retazos de historias que se rozan unas a otras. Porque confían en la sagacidad del lector para saber deducir y recomponer lo que parece perderse entre tantas voces.
Ellas nos van dando signos de esa ciudad sin antes ni después, acomodada en la rutina de una existencia de órdenes impuestos por costumbres rancias. Regida por un tiempo que nadie asume, pero nadie puede impedir; y así llega octubre, cada año, subrayando su paso. Como en Santa María, la misma quietud tomando la ciudad y sus gentes, devorándolas a su antojo, como sólo ocurre cuando el tiempo insinúa su protagonismo erigiéndose en el contenido de acciones inmóviles, y también en su fondo.
Como en Oilea. Donde el amor, el rencor, el odio y la crueldad son los movimientos más transitados por el tropel de personajes sobre el que se sostiene. Aunque son las mujeres quienes más las padecen. Ellas ocupan el primer plano de ese micromundo atosigado por los límites de sus imperativos físicos, sociales y morales. Los primeros vienen impuestos por una calle que divide la ciudad en Norte y Sur, la calle del Cerezo, imponiendo las dos zonas de la vida dentro de ella. De un lado sus hijos predilectos, la fábrica y sus dueños, los encuentros en el casino, los conciertos de violoncelo…, para disfrazar el aburrimiento. Del otro gentes deseosas de otra vida, de otro lugar más allá de Oilea , de probar el mundo de otro lado. La misma espiral de rutina. Al fondo la presencia del cementerio presidiendo estas vidas mortecinas, acogiendo la indiferencia ante los muertos de los dos lados de esta historia.
En ella puede oírse el duelo de amor de muchas mujeres; puede verse a otras que no esperan demasiado de él. Puede distinguirse la traición y es posible leer en sus gestos la rabia y el rencor. Quizá por culpa de un hombre en el que todas pusieron la medidas de sus deseos. Pero así fue, hasta la última noche de Oilea. Como cuenta esta leyenda que ha prometido convertirse en el principio de una trilogía desde ahora esperada para confirmar a su autora con otra historia como ésta, larga, entrecortada, llena de momentos brillantes y misteriosos… Son palabras de Onetti.
LOS HILOS DEL TAPIZ
Por Juan Carlos Peinado. En CRITICA, 1999
Hace apenas un año aparecía el primer libro publicado de la escritora bilbaína Espido Freire. A pesar de la juventud de la autora (nacida en 1974) y de la inevitable alharaca promocional derivada de tal circunstancia. Irlanda era una novela corta que no se doblegaba ante modas, precisa y sólida en su construcción, turbadora y sugerente en su propuesta moral y en la creación de atmósfera muy peculiar. Era una primera obra editada, pero la seguridad con que se trazaba su mundo ficticio parecía indicar que detrás de aquel relato existía un universo propio ya tanteado y, tal vez, explorado a través de la escritura. Donde siempre es octubre, su nuevo libro, supone una inmersión más ambiciosa en ese mundo imaginario, uno de cuyos espacios – aunque tal vez no el único: con el tiempo se verá – es la ciudad de Oilea, escenario (y también protagonista) por el que se mueven decenas de personajes de una fábula coral.
Aunque el modo detallista y sutil de la escritura que se practicaba en Irlanda continúa en este segundo título de nuestra autora, existen entre ellos notables diferencias que apuntan hacia un importante salto cualitativo. En primer lugar, frente a la indefinición de espacio y tiempo de opera prima, en Donde siempre es octubre se va construyendo poco a poco toda una geografía (el plano de una ciudad y su radiografía social), al tiempo que sus habitantes se muestran fatalmente sujetos al devenir de una historia compartida. Así, desde un presente de decadencia para Oilea, asistimos a la recuperación de un pasado brillante que, sin embargo, guardaba la semilla que con el tiempo acabaría destruyendo la ciudad. Hay, por tanto, una ambición demiúrgica de totalidad, una narración en la que se aspira a fundir la diversidad de la vida privada con lo colectivo.
Ese planteamiento, que puede sonar bastante a aspiración decimonónica, se lleva a cabo a través de una concepción novelesca bien ajena a la linealidad narrativa. Donde siempre es octubre es, en principio y fundamentalmente, un libro de relatos (veinticinco en total), la mayoría muy buenos, ovos -tributo a la necesidad de establecer relaciones entre personajes o completar su retrato- tal vez sólo funcionales. Y algunos de ellos, como Figuritas, Carbón o Feigenbaum entre otros, espléndidos. Cada uno de esos relatos es un acercamiento a un habitante de Oilea, una mirada a su existencia que, desde lo anecdótico y circunstancial, va avanzando hacia las entrañas de su conciencia y de su memoria. Pero al mismo tiempo, conforme se va sucediendo la lectura de los cuentos, las que eran escuetas alusiones a otros personajes o a lugares aparentemente intrascendentes, van adquiriendo la naturaleza de piezas de un puzzle cuyo dibujo se perfila progresivamente, hasta alcanzar las dimensiones y la coherencia de un mural: Oilea. Lo mismo ocurre con el empleo del tiempo. El caos inicial, la sensación de que cada historia personal constituye un departamento estanco, da paso -previo tributo de un esfuerzo del lector, por fortuna- a un tiempo único en el que es posible advertir una cronología.
Esta tendencia gradual a la interrelación es la que, junto a una visión del mundo unitaria proporciona la coherencia a un libro que, muy lejos de Irlanda (que era una nouvelle casi canónica). hace equilibrismos entre la colección de relatos y la novela. Sin embargo, esa progresión también tiene sus inconvenientes, y así en los últimos textos asistimos a un cruce de personajes y a un desfile de situaciones tal vez demasiado presurosos y deshilvanados. La necesidad un tanto arbitraria de hacer converger todos los hilos en un gran final no era, en mi opinión, necesaria: el tapiz era más bello cuando nos obligaba a contemplarlo sin orientaciones. De cualquier modo, el libro obedece a un plan ficcional tan meditado que a pesar de su estructura ftaa mentaria, la trabazón de los elementos permanece intacta, y esa innegable pericia debería ser, en estos tiempos que corren, motivo suficiente para adelgazar reparos menores.
La labor de orfebrería narrativa no es, sin embargo, lo más relevante de Donde siempre es octubre. La lejanía (también la fascinación) que imponen los nombres de origen germánico o galo (Delian Aryam. Guillemette, Villiers, Ydgard), esa ambientación con remoto sabor victoriano, son sólo vistosas envolturas del universo que urde Espido Freire, envolturas que muy pronto dejan a la intemperie a un puñado de hombres y mujeres, simplemente. Nadie es feliz en Oilea. Unos, los del Sur, porque viven un tiempo envenenado por el resentimiento, por la conciencia de la injusticia y la necesidad -material y moral- de poner un pie en el lado norte de la calle de los Cerezos, aún a costa del oprobio. Los del Norte, el sector elegante de Oilea, son personajes siempre mordidos por la frustración de un deseo muchas veces moribundo desde su mismo nacimiento. Y sin embargo, en sus retratos no hay concesiones a la caricia plañidera. sino tal vez todo lo contrario. Espido Freire tiene una especial capacidad para rodear a sus criaturas de un halo de crueldad. Éstas actúan o piensan sumidas en una extraña indolencia del mal bajo la que late siempre, al fin, una indefinible ternura, una posibilidad de comprensión. Es en esta complejidad psicológica y en sus propiedades turbadoras donde, como decía, reside lo mejor del libro o, al menos, lo que ha de pesar en la más eficaz instancia crítica: la memoria.