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Intimidad

Cuando estaba escribiendo Llamadme Alejandra, la novela con la que gané el Premio Azorín 2017, encontré que la documentación pública sobre ellos era muy extensa, pero la privada no se quedaba atrás. Cartas, diarios y declaraciones de los supervivientes me permitían acceder a las ideas y la mentalidad de esta familia muy observada y poco entendida. Y una clave de toda la novela pasaba por comprender la preocupación de la zarina por que nadie vulnerara su intimidad.

Quien haya visitado los fastuosos palacios de San Petersburgo sabrá que las dimensiones y el protocolo estaban pensados para empequeñecer al individuo y ensalzar a los zares. Pero Alejandra, tímida hasta lo patológico, rehuía la compañía incluso en sus alojamientos privados. Todos los que no fueran su marido, sus hijos y unos amigos contados (a menudo no muy bien escogidos) le sobraban. 

Esa reivindicación de la privacidad resulta poco entendida en según qué círculos incluso ahora: la familia extensa y la sociedad protegen, pero también anulan la individualidad. Preservan de la soledad y sirven como un eje social, pero también controlan y censuran toda desviación de sus propias normas. Quien haya querido imponer su voluntad en una nueva familia y se haya encontrado con un silencio gélido o el vacío entenderá lo extraña que resultaba la necesidad de intimidad de la zarina a finales del siglo XIX. La corte esperaba de ella que se mostrara, que repartiera regalos y privilegios, que se exhibiera en su esplendor y, si podía, que diera algún escándalo. 

Mientras tanto Alejandra prefería mantenerse alejada, vestir de manera sencilla (fue criticada por sus gustos un poco burgueses) y entregarse a una cierta tristeza que le era natural por carácter. Con los años, sería criticada por entrometerse en el gobierno, por su amistad con Rasputín y prácticamente por cualquier movimiento. Desconocían el dolor y la angustia por la enfermedad de su hijo, su creciente neurosis y miedo al futuro y toda esa parte íntima que les hubiera permitido comprenderla o al menos entender un poco mejor su comportamiento. 

Quien haya tenido la experiencia de vestirse de novia podrá entender, al menos por un día, otro punto importante de las mujeres de esta época: la falta de movilidad (pese a que Alejandra no era amiga del corsé), la necesidad de al menos dos personas para vestirse, para peinarse, la presencia constante de extraños en sus espacios más privados. La obligación de mostrarse siempre impecable, de dar una lección moral y de estatus. La dificultad para cuestiones que damos por sentadas en la actualidad, como ir al baño, correr o subir unas escaleras. 

La belleza de esas prendas nos reconcilia con esas limitaciones: pero lo cierto es que Alejandra mostraba muy poco interés por la moda o la ropa. Era muy hermosa, alta, y un maniquí perfecto, pero fue su hermana Elizabeth la que destacó por su elegancia. Mucho más espiritual e insatisfecha, Alejandra de Rusia, Alix de Hesse, decía de corazón que hubiera cambiado de buena gana el lujo y el esplendor que le rodeaba por una vida familiar, sencilla y anónima. 

Y después de un día envuelta en tules, en joyas y en exquisitas estancias, es un poco más sencillo comprenderla. 

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En esta sesión, los créditos son algo más largos de lo habitual: las fotografías son de Aleksandra Kawalec, y el vestido de Laura Escribano Atelier. En este caso es el vestido Charlotte, con encajes antiguos en 3D y rebrodé montados sobre tul de algodón. Conocí la labor de Laura por pura casualidad, en su instagram, y me encantó su sentido de la belleza y la manera originalísima en la que empleaba tejidos antiguos, algunos de ellos de más de cien años, para vestir a sus muy especiales novias. Las joyas son de la siempre exquisita Verdeagua Style. El calzado es el modelo Makika, de Clara Rosón, maquillaje de Cristina Lobato, y peluquería de Goya Asenjo. finalmente, el making off es de Artesanos al detalle