El premio del Ateneo de Valencia
Hace unas semanas recibí el Premio de las Letras que concede el Ateneo de Valencia. El Ateneo se fundó en 1879, cuenta con 3.500 socios y es una institución en su ciudad, con una biblioteca que alberga más de 53.000 títulos. Además de su incesante labor cultural y educativa, cada año convoca unos premios literarios en las modaliddes de Relato, Poesía y Novela. Además, reconoce con el Premio de Honor el recorrido literario de un escritor que consideran de relevancia por su obra y por su trayectoria.
El Ateneo se encuentra ubicado en la Plaza del Ayuntamiento de Valencia, y las vistas desde sus salones resultan impresionantes. Sin embargo, este año las circunstancias sanitarias nos obligaron a suspender la cena de gala en la que se entregan los premios, a reducir el aforo hasta el mínimo y a un regocijo más íntimo que público.
Ya he hablado en muchas ocasiones de la importancia de este tipo de galardones: no es posible presentarse a ellos, no dependen de una moda o de un triunfo ocasional e indican que una de las funciones de la literatura, la de fijar las historias en el tiempo, se continúa cumpliendo, al menos en vida del autor.
El Premio en sí mismo es una contundente pieza de metacrilato grabado, muy pesado, pero de línea elegante y discreta.
Los años pasan volando, y pronto cumpliré 25 años de carrera. La juventud, que parecía eterna, cede ante lo inevitable. Incluso las primeras ambiciones se adaptan, de manera casi imperceptible, a la realidad: siempre tuve claro que escribir formaría parte de mi vida, pero desconocía por completo a qué me conduciría, ni por cuánto tiempo estarían los lectores interesados en lo que escribía.
Un inicio temprano, como fue el mío y el de tantos autores de mi generación, no garantiza nada. A lo sumo, a veces, un hartazgo prematuro, un desengaño e incluso un abandono. De los que comenzamos entonces, cuántos se han quedado por el camino. Cuántos, en algún momento, regresarán, más maduros, más centrados, con algo qué decir en otro momento.
Se habla mucho del talento, de la sensibilidad y de las vivencias que deben conducir a un autor hasta su historia. En muchos menos casos se menciona el estudio, la formación, la disciplina que requiere. En casi ninguno la suerte. Y sin embargo, esta última resulta clave, y muchas veces se muestra caprichosa. Resulta mucho más tranquilizador el achacar nuestros éxitos al mérito propio; el azar, en cambio, participa en nuestras carreras y nuestros reconocimientos en muchas más ocasiones de las que nos gustaría reconocer.
Otras veces olvidamos el inicio de esta pasión, que comienza, casi siempre, con la fascinación que como lectores sentimos hacia los libros. En la lectura se encuentran los conocimientos y las historias de las que nos nutrimos, con las que aprendemos tanto a escribir como, en muchas otras ocasiones, a comportarnos en una sociedad cada vez más compleja, rápida y convulsa. Librerías y bibliotecas, clubs de lectura y congresos recuerdan que no somos los únicos protagonistas de nuestra historia, sino que nuestro libro es, con suerte, uno más en toda una lista inacabable.
Así deben, a mi juicio, entenderse los premios. Como una excepción, como un inesperado regalo, como una pausa en un camino largo y una señal de que esa es la senda por la que debemos continuar. El resto se lo llevará el tiempo, como tantas otras cosas, a cambio de brindarnos experiencia, vida y conocimiento.
El otoño del Retiro de Madrid sirvió como escenario de esta sesión de foto de Nika Jiménez. El vestido es una creación de Alicia Rueda. Los pendientes antiguos me los regaló una de mis alumnas tras un curso en San Sebastián.