Entradas

De dónde vengo, a dónde voy.

Todos los artistas que alguna vez me han interesado han invertido gran parte de su tiempo en plantearse no solo quiénes son, sino cómo experimentan  cambios a lo largo del tiempo. Quizás por eso siempre me he sentido más cercana a los individuos que a los grupos o a los colectivos, donde me parece imposible encontrar un consenso identitario. Soy una escritora sin generación, una vasca sin cuadrilla. 

Así, he sentido debilidad por quienes debían estudiarse por etapas más que por características, por quienes cubrían áreas amplias en perjuicio de especializarse. Desde un Shakespeare capaz de saltar de la comedia a la tragedia, a un Lope de Vega en plena manía, un Picasso cuya evolución resulta mareante o una Margaret Atwood poeta, novelista y visionaria, o una Ana María Matute que irrumpió con Olvidado Rey Gudú cuando se había decidido que era inequívocamente realista. Un Bowie o un Bunbury, un Leonard Cohen o un Franco Battiatto o, aunque no me apasione tanto, Lady Gaga. Tilda Swinton o Helena Bonhan-Carter. 

Hay mucho valor en el atrevimiento de iniciar algo que se desvíe de lo ya esperado, un desprecio por el sonrojo que producen las antiguas fotografías, o los trabajos de los que nos desprendemos como de camisas de serpientes. La insatisfacción es un reconocimiento explícito al constante cambio en el que nos encontramos, un pulso  a la vejez y la estabilidad. Si, como Punset repetía hasta la extenuación, lo único seguro en la vida humana es el cambio y a la vez, es lo que más temor le inspira, las preguntas que aseguran un avance artístico son las esenciales. 

Pero el cambio se resiste a las etiquetas, y el éxito se basa hoy en día en resúmenes previsibles, en saber de antemano qué se consume, en leer aquello que nos da la razón y en una evasión inmediata. Eso ocurre en lo más sencillo y básico, en el consumo inmediato, pero se extiende también a lo que debería proteger el pensamiento: la política, la literatura, el periodismo. No hay espacios grises, no hay matices. Blanco, negro, la nada. Una línea recta de pensamiento que se pierde en el infinito, sin cambios ni alteraciones. 

Cada cierto tiempo noto que la piel se me ha quedado pequeña. Es una sensación desagradable al principio, y muy inquietante después. Lo que antes me satisfacía ya no basta, yo misma no me reconozco en lo que antes me producía alegría. Salgo a caminar y descubro detalles nuevos en las calles que conozco, como si hubiera atravesado un nivel superior del juego. Deja de interesarme lo que antes me parecía importante, y aunque tengo confianza en que vendrá algo nuevo no sé qué llegará, ni cuándo. 

En esos momentos leo a quienes sé que experimentaron procesos parecidos, escucho su música, intento encontrar espejos en la nada. Nos sobran los genios para darnos ejemplo; Orson Welles y Scorsese, Von Tries o Francis Picabia. Ferrán Adriá.  Intento tener paciencia, aprendo, una vez más, una lección de humildad ante todo lo que no sé y todo aquello que nunca sabré. Confío en que pasará, como otras veces, y que mi intuición tiene algo que decir, aunque sean balbuceos. El hielo frágil da miedo. Cuando estoy a punto de dar un salto nuevo y arriesgado sé que hay vuelta atrás, claro, siempre, la hay; pero poco aprenderé de ese retroceso. Imagino que entenderéis mejor por qué hablo de esto cuando aparezca mi próximo libro en unos meses: pero quizás sirva de algo a alquien leerlo ahora. 

Al menos, a mí me sirve escribirlo. 

EspidoFlores6

EspidoFlores1

EspidoFlores2

EspidoFlores3

EspidoFlores5

EspidoFlores7

EspidoFlores8

EspidoFlores9

EspidoFlores10

Ya me habéis visto el bolso de bambú de Salvador Bachiller, pero continuará siendo un básico durante los siguientes meses. No lo veo en la web, pero sin duda lo repondrán de cara al buen tiempo. La falda negra es de Mango, como la chaqueta. A mi entender, las chaquetas blancas con absolutamente traicioneras, porque crean un efecto óptico de ensanchar y acortar, a diferencia de los abrigos, que al menos, no achatan la figura. Pero son preciosas, y la tendencia oversize actual da mucho juego. Hay que tomarse, eso sí, un poco de tiempo para comprobar cuál es la más favorecedora. 

Rompo esa monotonía bicolor con una blusa estampada, color caldera, de Anonyme Designers. He descubierto hace poco esta marca, y me encanta la calidad de los tejijdos, y el patronaje, muy preciso. La blusa es de las llamadas bow neck, las de lazo de toda la vida. No permite mucha alegría en collares, pero casa muy bien con los pendientes de Uno de 50 en forma de pluma de la colección Phases of Love. Los zapatos son el modelo Nieves de Tine-Tess, una firma española que sigue mantiendo gran parte del proceso artesanal (y se nota). La gargantilla de plata la compré en Noruega hace casi 20 años, pero llevo aún una prenda más antigua: un cinturón de ante con dibujos tribales que se remonta a 1989, cuando estaba en el instituto…  Viejo, nuevo. lo que descubro, lo que fui. Las fotos las sacó Nika Jiménez en la calle Serrano de Madrid

Llevar los pantalones

Se olvida con lamentable frecuencia lo que debemos a quienes nos precedieron. Asumimos con vergonzosa naturalidad que nuestras circunstancias han sido siempre las existentes, y eso nos lleva a repetir errores y a negar el trabajo que otros realizaron para que disfrutemos de derechos, de privilegios o de libertades. 

En el caso de las mujeres, la tentación de afirmar que todo está ya logrado es peligrosísima. Esa misma frase fue algo que escuché ya de jovencita: las mujeres habíamos alcanzado la igualdad real, ¿qué más queríamos? Podría hablar de violencia de género, de discriminación laboral o del peso invisible de responsabilidad, de cuidado y de organización que las mujeres arrastramos; pero quizás no sea este el espacio para ello; tomemos un ejemplo mucho menos comprometido, pero igualmente representivo.

Hace solo unas décadas me estaría prohibido lucir en público la ropa que llevo en las fotografías que acompañan este texto; en algunos países, y para algunas religiones aún lo está. Una mujer en pantalones, y no digamos ya con un traje equiparable al masculino resultaba un desafío al orden y a la decencia fuertemente penado. No importa que no se viera un centímetro de piel: la moralidad no solo pena la impudicia, sino también el reto al poder. 

De hecho, el control social resultaba tan férreo que una simple frase como demostrar quién llevaba los pantalones en una casa recordaba que había determinados roles que no podían subvertirse. La excusa habitual para mantener el status quo era reconocer que quien realmente mandaba en casa era la mujer, la madre o la abuela: por supuesto, siempre ha habido excepciones a la regla, y familias en las que la capacidad de liderazgo, de decisión o incluso el dinero pertenecían a una de las mujeres. Pero lo cierto es que en el plano social todo ello le estaba vetado. 

Cuando Concepción Arenal se vistió de hombre para acudir a las clases de Derecho en 1842, el escándalo fue mayúsculo. Se le permitió, tras un exámen, ser alumna, siempre que acudiera custodiada, se sentara aparte, y, por supuesto, vistiera como correspondía. Las mineras de Wigan, una localidad minera de Manchester, escandalizaron a la sociedad victoriana no por bajar a las minas de carbón, sino por hacerlo con pantalones. Los bombachos, un invento feminista, recibieron la crítica más efectiva que una sociedad puede ejercer, la de la ridiculización.  

Mi generación recuerda las historias de sus madres, tías o abuelas cuando decidieron llevar pantalones (no digamos ya si eran vaqueros), pintarse las uñas o lucir falda corta. Una cosa era que divas como Marlene Dietrich o Katherine Hepburn los llevaran, firmados por Chanel, en la pantalla, y otra muy diferente que en una ciudad provinciana o en un pueblo del interior una joven local llamara la atención de esa manera. Yves Saint Laurent podía dictaminar lo que deseara respecto al esmoquin femenino, o Courrèges marcar una línea nueva que coincidiría con una sociedad en cambio: ni todas las sociedades cambian al mismo ritmo ni todas las mujeres pueden o quieren pagar el precio que supone la modernidad. 

Nos repiten por múltiples frentes ahora que está todo conseguido. Yo misma lo creía de veinteañera, antes de comprender del todo las oscilaciones históricas, antes de ver las fotografías de las  mujeres en los países árabes en los años sesenta o setenta, antes ser consciente de que hubo mundo antes de mí y lo habrá cuando yo desaparezca y que nada es permanente, antes de comprender que lo normal no había sido nunca que las mujeres fuéramos mayoría en los estudios universitarios, o de comprobar que continuábamos con el acceso vetado a los puestos de poder. Antes de sufrir miradas condescendientes, críticas misóginas o, directamente, la invisilibilidad. 

No hay nada que no sea importante. No hay gesto inocente. Y nada puede darse por logrado. Eso conviene también que no lo olvidemos.

EspidoMangoTerciopelo1

EspidoMangoTerciopelo3

EspidoMangoTerciopelo4

EspidoMangoTerciopelo6

EspidoMangoTerciopelo7

EspidoMangoTerciopelo8

EspidoMangoTerciopelo5

EspidoMangoTerciopelo9

El traje de terciopelo se compone de una chaqueta esmoquin y unos pantalones palazzo  de Mango. Llevo también una blusa blanca de crêpe con lazado al cuello y un bolso de mano de Gucci. La pulsera de plata se llama Cita, y es de Uno de 50. Botines de terciopelo también de Mango. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el exterior de la Biblioteca Nacional, donde Teresa de Jesús es la única escritora representada en la fachada. El resto de las mujeres representadas son figuras alegóricas.