Bradford y Branwell

En el último viaje EPV Brontë que organicé con El País Viajes y con B the Travel Brand pasamos por Bradford, una ciudad que suele pasar inadvertida entre las bellezas de la zona de York. Para mí se encuentra inexorablemente unida al hermano varón de las Brontë, Branwell

A mediados del siglo XIX Bradford se había convertido en la capital de la lana: su tradición de centro textil, que se remontaba hasta la Edad Media, y la facilidad para obtener arenisca, hierro, carbón y agua, los cuatro elementos necesarios para que los molinos de hilaturas procesaran la lana, la transformaron en una ciudad dinámica, una de las más modernas de Reino Unido. Allí se daban cita la mano de obra procedente del campo, muchas veces con unas condiciones de vida lamentables, y la burguesía emergente, que comenzaba a enriquecerse con la alpaca

Entre 1838 y 1839 Branwell Brontë se mudó a Bradford para iniciar una carrera como pintor profesional. La ciudad parecía el lugar perfecto para un joven ambicioso, con cierto talento, pero que al mismo tiempo se sentía abrumado ante los retos reales. La historia de Branwell es la de una eterna promesa incumplida. Mientras sus hermanas acudían a un internado para niñas pobres, él se educó en casa, con su padre, quien le dio una esmerada formación clásica. Mostraba rapidez y originalidad, escribía muy bien y quería comerse el mundo: la familia esperaba mucho de él. 

Quienes le conocieron lo definían como un niño grande, un fanfarrón cuyas mentiras y exageraciones se convertían en increíbles a medida de que bebía. Por edad se encontraba entre Charlotte y Emily, y para 1838, a sus 21 años, había vivido ya varios rechazos; las revistas no querían sus colaboraciones, y la Academia de Arte de Londres no le había aceptado. Branwell no soportaba bien ni la crítica ni la espera; cada revés le llevaba a escaparse a mundos imaginarios que, si en el caso de sus hermanas dieron como resultado obras literarias geniales, en el suyo le llevaron a serias adicciones y a una constante inadecuación. 

Aquí, en Bradford, entre los edificios victorianos que se estaban construyendo (el Ayuntamiento, la catedral, el barrio de los alemanes, llamado así por los emigrantes que atraía la ciudad), Branwell intentó hacerse con una clientela deseosa de ser inmmortalizada, nuevos burgueses y familias que comprarían paisajes y óleos. No le fue bien. Le faltaba fuerza y gracia en la pincelada, y no se relacionaba. Regresó a la casa de su padre arruinado y con otro fracaso más a las espaldas, y allí planificaron que sería preceptor: no ya un artista, no un escritor, sino la versión masculina de lo que esperaba a sus hermanas, un intelectual domesticado que educara niños ricos. 

Aún no sabían que los escasos nueve años de vida que le quedaban serían un vertiginoso descenso hacia la muerte, una sucesión de escándalos, de vergüenza y de escenas, hasta el punto de que sus hermanas y su padre debían inmovilizarlo o encerrarlo en casa para evitar que se escapara al pub The Black Bull para otra dosis de morfina o de alcohol. Esa realidad, que por desgracia conocen bien las familias de los adictos de cualquier siglo, condicionó no solo su existencia, sino la de sus tres hermanas, que reflejarían en sus novelas ese dolor y esa desesperación. Branwell murió, y dejó una brecha de aire frío por la que en pocos meses se colarían sus dos hermanas menores: Emily y Anne

Mientras paseo por las calles de Bradford prefiero imaginarlo aún joven y esperanzado, con su levita y su camisa a la moda, los anteojos y el perfil de ardilla tan parecido al de Charlotte, su andar de bajito chulesco, y con las cartas que enviaba a sus amigos de juergas en Haworth contándoles una vida que no tenía pero que le hubiera encantado tener. Bradford ha soportado mal la crisis, y por sus calles pasean muchos chicos ociosos, con aire de no soportar la menor provocación, a la espera del viernes por la noche y de su promesa de diversiones. No sé si han oído hablar de Branwell Brontë. A veces no aprendemos nada de la historia. 

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Para el paseo por Bradford llevé un look total de Mango: falda pareo de lana negra, camisa verde, americana  de cuadros, pendientes de aro dorados, salones de piel de pitón (amortizadísimos a estas alturas). Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez; y el viaje de EPVBrontë de 2019 puede contratarse aquí (la salida es el 3 de octubre de 2019). 

Llevar los pantalones

Se olvida con lamentable frecuencia lo que debemos a quienes nos precedieron. Asumimos con vergonzosa naturalidad que nuestras circunstancias han sido siempre las existentes, y eso nos lleva a repetir errores y a negar el trabajo que otros realizaron para que disfrutemos de derechos, de privilegios o de libertades. 

En el caso de las mujeres, la tentación de afirmar que todo está ya logrado es peligrosísima. Esa misma frase fue algo que escuché ya de jovencita: las mujeres habíamos alcanzado la igualdad real, ¿qué más queríamos? Podría hablar de violencia de género, de discriminación laboral o del peso invisible de responsabilidad, de cuidado y de organización que las mujeres arrastramos; pero quizás no sea este el espacio para ello; tomemos un ejemplo mucho menos comprometido, pero igualmente representivo.

Hace solo unas décadas me estaría prohibido lucir en público la ropa que llevo en las fotografías que acompañan este texto; en algunos países, y para algunas religiones aún lo está. Una mujer en pantalones, y no digamos ya con un traje equiparable al masculino resultaba un desafío al orden y a la decencia fuertemente penado. No importa que no se viera un centímetro de piel: la moralidad no solo pena la impudicia, sino también el reto al poder. 

De hecho, el control social resultaba tan férreo que una simple frase como demostrar quién llevaba los pantalones en una casa recordaba que había determinados roles que no podían subvertirse. La excusa habitual para mantener el status quo era reconocer que quien realmente mandaba en casa era la mujer, la madre o la abuela: por supuesto, siempre ha habido excepciones a la regla, y familias en las que la capacidad de liderazgo, de decisión o incluso el dinero pertenecían a una de las mujeres. Pero lo cierto es que en el plano social todo ello le estaba vetado. 

Cuando Concepción Arenal se vistió de hombre para acudir a las clases de Derecho en 1842, el escándalo fue mayúsculo. Se le permitió, tras un exámen, ser alumna, siempre que acudiera custodiada, se sentara aparte, y, por supuesto, vistiera como correspondía. Las mineras de Wigan, una localidad minera de Manchester, escandalizaron a la sociedad victoriana no por bajar a las minas de carbón, sino por hacerlo con pantalones. Los bombachos, un invento feminista, recibieron la crítica más efectiva que una sociedad puede ejercer, la de la ridiculización.  

Mi generación recuerda las historias de sus madres, tías o abuelas cuando decidieron llevar pantalones (no digamos ya si eran vaqueros), pintarse las uñas o lucir falda corta. Una cosa era que divas como Marlene Dietrich o Katherine Hepburn los llevaran, firmados por Chanel, en la pantalla, y otra muy diferente que en una ciudad provinciana o en un pueblo del interior una joven local llamara la atención de esa manera. Yves Saint Laurent podía dictaminar lo que deseara respecto al esmoquin femenino, o Courrèges marcar una línea nueva que coincidiría con una sociedad en cambio: ni todas las sociedades cambian al mismo ritmo ni todas las mujeres pueden o quieren pagar el precio que supone la modernidad. 

Nos repiten por múltiples frentes ahora que está todo conseguido. Yo misma lo creía de veinteañera, antes de comprender del todo las oscilaciones históricas, antes de ver las fotografías de las  mujeres en los países árabes en los años sesenta o setenta, antes ser consciente de que hubo mundo antes de mí y lo habrá cuando yo desaparezca y que nada es permanente, antes de comprender que lo normal no había sido nunca que las mujeres fuéramos mayoría en los estudios universitarios, o de comprobar que continuábamos con el acceso vetado a los puestos de poder. Antes de sufrir miradas condescendientes, críticas misóginas o, directamente, la invisilibilidad. 

No hay nada que no sea importante. No hay gesto inocente. Y nada puede darse por logrado. Eso conviene también que no lo olvidemos.

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El traje de terciopelo se compone de una chaqueta esmoquin y unos pantalones palazzo  de Mango. Llevo también una blusa blanca de crêpe con lazado al cuello y un bolso de mano de Gucci. La pulsera de plata se llama Cita, y es de Uno de 50. Botines de terciopelo también de Mango. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el exterior de la Biblioteca Nacional, donde Teresa de Jesús es la única escritora representada en la fachada. El resto de las mujeres representadas son figuras alegóricas. 

Nuevos propósitos, hoja en blanco

En realidad, pensaba dedicar este texto  de Año Nuevo a algo mucho más metafórico, a una página en blanco, pero dado que en mi cuenta de Instagram me habeis pedido hace unos días que me extienda más sobre cómo organizo mis propósitos, éste es un espacio idóneo para ello: una charla entre amigos en la que os cuento qué me funciona y cómo lo planifico. 

Todo comenzó hace ya años; había obtenido muchos de mis sueños de adolescente, pero mi técnica habitual (pasión, cabezonería y atención intermitente) no bastaban para conseguir otros. Mes tras mes, verano tras verano, propósitos que me gustaban, me convenían o necesitaba para avanzar se me escurrían. Como creadora, como autónoma y por mi carácter necesitaba una buena planificación vital y laboral. ¿Cómo podía mejorar aquello? Desde entonces he refinado una técnica útil que me encantaría que os sirviera como apoyo. 

Necesitais algo de tiempo, seriedad, y ponerlo por escrito. Una libreta, un archivo de ordenador, una pared con post-its… algo que puedas revisar y modificar. A mí me basta una sencilla tabla de Word o Excel  en la que añado, borro y marco en colores mis objetivos, pero podéis ser todo lo creativos que queráis. Comenzamos

A- Analiza tu carácter.
-Distingue cómo te gustaría ser y cómo te han dicho toda la vida que eres de cómo realmente eres hoy en día. Sé sincero y objetivo.

-Diferencia tu carácter de tus hábitos. Puedes cambiar y adaptar qué haces, pero resulta muy difícil modificar tu carácter.

-Yo, p.e. soy creativa y curiosa, y tengo mucha energía al inicio de algo nuevo. También pierdo interés rápidamente, abro demasiados frentes y prefiero trabajar sola. Los propósitos que encajen con mi carácter me resultarán más sencillos y gratificantes. Los que desafíen mi forma de ser requerirán más esfuerzo y supervisión. Tengo claro que decirme A partir de ahora todos los dias haré X (algo que no me gusta pero me conviene) está condenado al fracaso.

B.- Haz tu listado. 

-¿Qué quieres conseguir este año? No hay límite de propósitos, pero te animo a que sean numerosos, concretos y precisos. Yo me he fijado hace tiempo 50 al año, más o menos uno por semana, porque es un número redondo, ambicioso, y me aburro si no tengo algo que hacer, pero fija los que te apetezcan. 

-Numerosos: los propósitos muy vagos no suelen cumplirse. Si tienes uno general como Quiero mejorar mi autoestima, dedícale un poco más de esfuerzo y piensa qué te ayudará a ello. ¿Decirte cada día algo bonito? ¿Perder un exceso de peso? ¿Retomar tus estudios universitarios? Eso divide el propósito en tres más sencillos de abordar y de desmenuzar.

Concretos– Divídelos en áreas. Así puedes ver a qué dedicas demasiada atención o muy poca, y cubrir aspectos distintos. Las áreas principales de la vida son: 

Salud, economía, mente, espíritu, profesión, familia y social. 

Quienes conozcáis el fengshui quizás las dividáis en 9: 

Salud y familia, riqueza y prosperidad, reconocimiento y fama, relaciones y amor, hijos y creatividad, amigos, protectores y viajes, trabajo y carrera, saber y conocimiento y equilibrio.

Yo lo hago en: Salud física, salud mental, proyectos profesionales, literarios, económicos, emocionales, casa, y otros. Otros es mi cajón de sastre, caprichos, o propósitos que no sé muy bien dónde encajan.

Precisos– Define bien qué deseas, y elabora un pequeño plan de acción. Con cada propósito, plantéate cómo lo vas a hacer y quién puede ayudarte. 

P. e: dentro de Saber y conocimiento, puedes plantearte iniciar algo nuevo, como un curso de cocina japonesa. Define los pasos: 

-Busco el curso. Comparo precios. Me matriculo. Hablo con alguien para que recoja a los niños todos los martes. 

-C.- Sé realista. 

-Si has llegado hasta aquí asomarán otros conceptos que te habrán impedido hasta ahora conseguir esos propósitos, además de tu carácter: el tiempo y el dinero. Inclúyelos en tu lista. 

Decirte algo bonito todos los días es rápido y gratis; se trata de modificar un hábito. 

Perder peso supone más reflexión. No es lo mismo perder 3 kilos que 20, hacerlo por primera vez que acumular un historial de oscilaciones, o haber pasado por un trastorno de la alimentación. Si uno de tus propósitos afecta a tu salud, una adicción, una enfermedad mental, o una alteración radical de tu vida, deberías pedir ayuda profesional, y eso supone dedicarle tiempo, y quizás dinero. También demanda energía y esfuerzo, y deberías darle prioridad. A su vez, muchos de los otros propósitos podrían girar en torno a él y ayudarte a conseguirlo: un curso de cocina saludable, salir a caminar, alejarte de ciertas amistades, desayunar siempre en casa… 

Retomar tus estudios universitarios implica a su vez un gran cambio vital. Mide qué tiempo te supondría y a qué deberás renunciar, si tendrás apoyo en tu entorno o debes enfrentarte a ello solo, si puedes pedir una beca…  Como el propósito anterior, no es algo que se consiga de un día para otro, pero los efectos sobre lo que persigue (mejorar tu autoestima) son permanentes y la recompensa será muy grande. 

Fragmenta aquello que te queda grande: conseguir algo de lo que te propones es más eficaz que una mentalidad en blanco y negro (si no puedo conseguirlo todo, ni lo intento). P. e, yo ardía en deseos de reformar toda mi casa, pero me exigiría demasiado tiempo y dinero, buscar un alquiler, mover a las gatitas… por lo tanto, estoy abordando poco a poco el cambio. Sustituir un armario y pintar una habitación es menos emocionante, pero resulta más sensato, asequible y me permitirá, con tiempo, el mismo resultado. Además, me ayuda a educar la constancia y la paciencia, dos de mis puntos débiles. 

Alterna proyectos a corto, medio y largo plazo. Algunos, como un viaje, se consiguen de una vez. Otros, como los buenos hábitos, requieren de mayor disciplina. Hay personas más decididas o más constantes, otras que preferís planificar mucho y os cuesta la acción y otras más impulsivas que actuáis sin pensar en las consecuencias. Es una buena idea que alternes proyectos más afines a ti y otros que te requieran más sacrificio. 

D.- Revisa y supervisa.

Una vez que tengas listados y planificados tus propósitos, revísalos de manera regular. Yo suelo hacerlo cada semana, porque eso corrige mi falta de constancia. Planifico y tacho lo que he logrado en cada objetivo, lo siento en mi mano, marco plazos…

Por ejemplo, en temas de ahorro: si te propones ahorrar al menos 20 euros al mes, mara cada día 1 cuánto has metido en la hucha. Enero, 20 euros. Febrero, 25. Marzo, gané la bonoloto, 100. O si quieres dejar de fumar, en enero voy al médico y abandono el hábito. Febrero, sigo con los parches de nicotina. Marzo, continúo sin fumar…

Esos plazos son importantes, porque el tiempo se escapa muy rápidamente, y hay mil excusas para retrasar lo que no nos gratifica inmediatamente. También me permite ver si no he sido realista cuando los he planteado, o si he perdido interés en uno de ellos. 

Por norma general, en mi cumpleaños, en julio, compruebo a fondo qué tal voy, si algunos propósitos se han cumplido ya, o si van a ser imposibles ese año. O, sencillamente, si ya no lo deseo. Reformulo la lista ligeramente y sigo. 

E.- Trucos que a veces funcionan (y otras no).

-Al principio marcaba en rojo, amarillo y verde la prioridad de mis propósitos. Con el tiempo, he comprobado que se ordenan solos. Ahora comienzo a pensar en ellos en noviembre, y hago el listado poco a poco. A veces me faltan dos o tres a 1 de enero, pero 47 propósitos son tan buenos como 50. También veo que mantengo muchos propósitos del año anterior, lo cual no es muy excitante, pero me indica que son proyectos sólidos y que deseo mantenerlos. 

-Algunos sistemas aconsejan contarle esos planes a vuestro entorno, para conseguir más refuerzo y no arrepentirse. Valorad vuestro entorno y si tenéis un buen grupo de apoyo en ellos. Para mucha gente funciona que se forme un grupo de deporte, aficiones, salidas, estudios… que os animen y acompañen. A mí nunca me ha sido útil, y me ha resultado muy embarazoso dar explicaciones porque, invariablemente, no lo conseguía. El compromiso debe ser conmigo, y la presión social no me afecta demasiado. 

-Otros recomiendan premiaros cada cierto tiempo si conseguís un objetivo. Yo lo probé con libros y con ropa, pero me di cuenta de que hacía trampa: me buscaba excusas para comprarme ese libro, cumpliera la meta o no, porque de verdad lo necesitaba o porque esa falda se iba a agotar. Ahora, lograr mi objetivo es la recompensa en sí misma. 

-A otros les funciona castigarse si no lo cumplen. Cancelar una salida, o una cena familiar, no comprarse algo o incluso donar dinero a una causa que odieis (hay aplicaciones, como Stikk, que permiten eso). A mí es una idea que me horroriza, pero esto tiene mucho que ver con la educación que habéis recibido sobre el premio/castigo. 

-Sed creativos. Si os estancáis con el mismo propósito una y otra vez, hay que revisar qué repetís sin resultado. Hay que formularlo de otra manera, y comenzarlo por otro lado. El problema puede ser el proceso, no el fin. 

Visualizar está muy bien, pero han sido muy pocas las cosas que me han llegado con la simple visualización o deseándolo intensamente. Mis propósitos de Año Nuevo no son una carta de deseos formulados al viento, sino un proyecto vital más amplio y más consecuente. 

-Y, por último, flexibilidad. A veces las circunstancias cambian, a veces la vida se altera, para bien o para mal. Uno de mis propósitos siempre es Aprendo a no exigirme demasiado. Sé que no lo cumpliré nunca por completo, pero es un objetivo que no quiero perder de vista, algo de lo que aprender y que me recuerda que el propósito de este listado es una vida más feliz y más rica, y no la satisfacción superficial y neurótica de conseguir todo lo que me proponga. Os dejo con algunos ejemplos de ese tipo.

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Digo NO sin añadir explicaciones.

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Simplifico: no hago más de lo que puedo hacer, no me cargo de trabajo, no acumulo.

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Cultivo mi intuición, y la escucho en lugar de negarla. 

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Finalizo con mi afán de salvar a la gente. 

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Me comporto como quien soy, y no como a los otros les me gustaría que fuera.

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Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en Madrid, Yo llevo abrigo blanco de Mango de la línea Committed, que apuesta por la moda sostenible, confeccionado con lana reciclada, con salones rojos de Cristina Valdivieso

Lejana y sola.

Las calles de las ciudades tienen otro aspecto cuando se pasea sola. No cuando se va de un lado a otro, con prisa y un objetivo, el trabajo, una cita, unas compras, sino cuando se deambula sin prisa y sin más. Todo desalienta a que una mujer haga algo parecido: el pánico a la soledad que se nos ha inoculado desde pequeños -un individuo es siempre más difícil de manipular, más contradictorio y más crítico-; el miedo a la intimidación física, cuando no a la agresión; la sensación de que no es lo correcto, o de que seremos detectadas o intimidadas.

La relación entre las mujeres y gran parte de los espacios público se lleva a cabo a hurtadillas, a toda velocidad, y, muchas veces, porque no queda más remedio. 

Muchas mujeres desconocen la sensación de felicidad que supone un rato de soledad fuera de su propia casa. Algunas, genuinamente, no pueden sentirlo porque se sienten observadas, inadecuadas o ridículas si están solas. Ir sola de compras, o al cine, o a dar un paseo, a un museo o una exposición, a un parque a leer o a tejer, a tomarse un café o un vino. Nada de esto está prohibido, ni siquiera particularmente mal visto: la mayor parte de esas actividades ni siquiera son peligrosas, pero nunca se alientan. Chicas en grupo, chicas en pareja, amigas, clase, pandilla. No se sabe dónde comienza la percepción real de que algo puede ocurrirles y dónde el muy eficaz control social. Dónde la voluntad y dónde aquello que nos han dicho que debemos sentir. 

Hay redes sociales que favorecen la soledad, y otras que precisan de otros agentes. Las centradas en la palabra tiene que ver con el ingenio individual y el deseo de imponer una opinión a otras. Las que giran en torno a la imagen exigen casi siempre al menos otra persona para tomarlas. Imagenes de diversión o de gamberradas, de parejas idílicas o de amigas sin un roce.

En las otras, las que involucran un espejo o una comida a solas, un paisaje que abruma con su belleza, o una fotografía de indumentaria, planea una sospecha de narcisismo. El ocio y la mujer, la soledad saboreada y la mujer, el poder, en definitiva, de la mujer en solitario, desprovista de apellidos, pareja, o influencias, es otra de las sutiles barreras que aún delimitan el amplio terreno de la libertad. 

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Las calles de Córdoba, como las de muchas otras ciudades, se encuentran cubiertas por un diabólico empedrado que desalienta cualquier zapato de tacón o de suela fina. Años de práctica me han llevado a desarrollar un sistema propio de navegación y de previsión de daños según camino, una habilidad que comparto con muchas otras mujeres y que nos permite ver el suelo como un elemento tridimensional, más que como un plano. Sea como sea, los zapatos son de Sacha London. El vestido de un precioso terciopelo devorado, en tonos azules y granates, lleva la etiqueta de La Fée Maraboutée. El bolso de terciopelo pertenece a mi colección, y tiene los suficientes años como para haberse puesto de moda de nuevo. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en la Judería de Córdoba

Mujeres secretas

El Consejo Europeo ha destinado una suma importante, un millón y medio de euros, para que la investigadora  española Carme Font, profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, analice y rescate la huella de las mujeres entre el siglo XV y XVII. Esa ayuda se destinará a un grupo de investigadoras que podrán así recorrer al menos durante cinco años archivos, bibliotecas y legados europeos, y que por lo tanto, los revitalizarán y conservarán.

La noticia no pasaría de ahí, de una inyección económica y de energía a la Universidad, si no fuera porque el proyecto es mucho más ambicioso: intenta cubrir el hueco de pensamiento y de palabras femeninas que se da en esa época, un momento crucial para la consolidación de la historia de Europa. Un porcentaje de mujeres, no muchas del total de la población, escribían anotaciones personales, muchas cartas, poemas o diarios. De los que se conservan, muchos se han descartado por la tradición literaria o filosófica porque sus temas se consideraban irrelevantes, o su estilo presentaba carencias. 

Eso no solo ha llevado a silenciar las vidas y las experiencias de las mujeres, en particular de las que no pertenecían a familias prominentes o no fueran consortes de hombres conocidos, sino que ha sesgado qué se creía transcendental y qué banal. La sexualidad de las mujeres y sus experiencias se han narrado desde la perspectiva masculina. Lo mismo ha ocurrido con sus vidas, sus anhelos o dudas. Salvo las veces en las que sus hijos varones reconocieron la influencia de sus madres, la huella femenina ha quedado en el silencio y la oscuridad. 

El equipo de Font planteará una relectura de la historia más amplia y flexible, en la que exista hueco para lo no narrado, y en la que la visión del mundo, hasta ahora masculina, se complete con la femenina. Hombre y mujeres tendemos a valorar como importante o superficial lo que hemos situado en una escala invisible, pero bien definida, en la que las aficiones, intereses o problemas femeninos se deslizan hacia las capas más bajas. 

En el congreso sobre Voces Femeninas al que asistí hace tres años en Nueva Delhi me mostraron un proyecto similar, que intentaba conservar las voces y las historias de las mujeres hindúes ancianas, muchas de ellas analfabetas, que narraban leyendas, recetas, vivencias o historias familiares. Sin la tecnología, esa tradición oral parecía condenada a desaparecer, y con ellas, la presencia durante generaciones de esas mujeres de las que no quedaba nada, ni el nombre, ni siquiera el apellido, perdido al casarse. 

En eso pensaba el otro día, cuando, a la salida de un encuentro de Mujeres Empresarias, caminaba por la impresionante Mezquita de Córdoba. Cuándo han callado esas mujeres anónimas, qué poco queda de ellas, qué poco sabemos de sus ansias o de su miedo, qué poco nos han dejado las que hace un siglo, cuatro, seis, caminaban ante las mismas puertas que ahora recorro…

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En este caso, todo el look, menos  el cinturón de lunares, que lleva años en mi armario, es de Mango. El vestido camisero negro, de satén, se encuentra aquí. El bolsito de abalorios transparentes, precioso, sirve además como arma de defensa personar, por su peso y contundencia. Los zapatos grises, con estampado de pitón, son estos. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el patio de la Mezquita-Catedral de Córdoba.

La tercera Brontë

La posteridad ha sido generosa con las Hermanas Brontë: son, con diferencia, la familia más conocida y estudiada de la literatura universal. Hay tantas teorías sobre su talento, sus relaciones personales, y la autoría real de las obras que cuesta distinguir la fantasía de la realidad  y de los deseos de los lectores. Como ocurre siempre con personajes tan populares, se convierten en pantallas sobre las que proyectar nuestras emociones y preferencias.

La atención se la reparten Charlotte, la autora de Jane Eyre, y Emily, la de Cumbres Borrascosas. La tercera hermana, Anne, excelente poeta y autora de Agnes Grey, pasa casi inadvertida. Las razones son múltiples: Charlotte, la hermana superviviente, la compiladora y editora de las obras de su familia, sentía una admiración mucho mayor por Emily que por Anne. Además, la temática de Anne coincidía con la suya. Emily, la más original, la de una prosa más potente y evocadora, oscurece fácilmente a cualquier autor de su época, y en eso Anne no resulta una excepción.

En el viaje que organicé el pasado mes de Octubre a la tierra donde vivieron las Brontë no quise olvidarme de ella, ni del entorno en el que desarrolló su vida y su obra. Anne fue, de las tres hermanas institutrices, la que mantuvo un trabajo más estable, y mejores relaciones con sus alumnos y señores. Tímida, trabajadora y discreta, era la más bonita, y de trato más amable, frente a la inteligencia y ambición arrolladoras de Charlotte, y la reserva impenetrable de Emily. Anne pasó algún tiempo de su vida en la costa de York, y eso me sirvió como excusa para llevarme a mis viajeros a Whitby.

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¿Por qué a Whitby? Porque si queremos comprender parte del espíritu gótico que se manifiesta en las novelas de las Brontë este puerto de mar permite un vistazo a lo que las rodeaba en aquella época. En lo alto de la ciudad se erige una abadía, ahora en ruinas, que durante el s.VII fue regida por una dama noble, Santa Hilda. Aunque esta monja benedictina no vivió en las impresionentes ruinas que ahora vemos, que pertenecen a la de la abadía que se alzó en el s. XII, sí que contempló el mismo paisaje que nosotros vemos en la actualidad: la bahía, el mar bifurcado, el cielo y el río Esk. La abadía quedó en ruinas tras la desamortización de Enrique VIII, pero siguió sirviendo como referencia para los marinos que buscaban el refugio de la costa.

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Durante el siglo XIX veraneó en Whitby un escritor nacido exactamente el mismo año en que las Brontë publicaban sus obras; mientras buscaba un éxito que le evitaba, trabajó como secretario del actor Henry Irving, con el que se obsesionó. Se llamaba Bram Stoker, y se haría finalmente famoso por escribir Drácula.

La goleta rusa que trae el cuerpo de Drácula a Inglaterra llega, en mitad de una tormenta, a Whitby, donde Lucy, medio poseída ya, aguarda en el cementerio y observa cómo un perro gigante salta del barco y corre hacia la abadía. Incluso en los días soleados, el viento no cesa en la ladera. Por cierto, Bram imaginaba el aspecto de su Conde transilvano como una mezcla entre el rostro de Henry Irving y Franz Liszt. Guapos, altos, de rostro anguloso, melena al viento y aspecto atormentado. Muy poco que ver con el aspecto real de Vlad Tepes.

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Desde el promontorio opuesto  se puede ver bien la abadía y su perfil entre el río y el mar. Aquí, una noche endemoniada, Stoker se sentó en un banco que aún se conserva, y bajo una tormenta eléctrica imaginó la llegada del Démeter.

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Muy cerca de Whitby se encuentra Scarborough: la famosa feria medieval que dio origen a la canción de Are you going to Scarborough Fair? había dejado paso en el siglo XIX a una zona de veraneo estival, un spa. Anne Brontë pasó aquí algunas temporadas, porque la familia Robinson, para la que trabajaba se instalaba un mes en verano y dos semanas en Navidad. Esta costa abrupta de mar plano ofrecía un paisaje muy diferente al de los páramos de su infancia.

Anne llegaba a casa de los Robinson joven y desanimada: sus anteriores señores la habían despedido porque no había impuesto suficiente disciplina entre los niños. Dispuesta a que no le ocurriera lo mismo, se esforzó convertirse en una institutriz modelo, y lo consiguió. Pasados unos años, su hermano Branwell entró en la misma casa para ocuparse de la educación del niño de los Robinson. Muy en su estilo, y para desgracia de Anne, Branwell inició una relación clandestina con la señora de la casa, Lydia Robinson. Cuando fue descubierto y despedido, Anne decidió renunciar a su puesto, por vergüenza y por solidaridad con su hermano.

Scarborough aparece en su novela La inquilina de Windfell Hall, donde describe con todo detalle también la imparable adicción de su hermano al alcohol. Pese a todo, Anne fue feliz allí. Cuando enfermó en 1849, pidió que la llevaran a Scarborough, donde quizás el aire marino le ayudara a recuperarse. Fue inútil su voluntad de vivir: la tuberculosis la devastó en tres meses. Murió junto al mar en mayo de 1849, y Charlotte sopesó la situación. Su padre, el viejo reverendo Patrick, no parecía en condiciones de afrontar un viaje de más de 100 kms para enterrar a la tercera de sus hijas que moría en menos de un año. Anne fue enterrada en el cementerio de Santa María, sobre el mar, bajo el castillo.

Allí continúa su lápida, erosionada por la sal y el viento, y allí van a visitarla lectores y admiradores, que mantienen siempre flores sobre su tumba.

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La chaqueta de cuadros de cuadros y el vestido rosa de seda son de Mango. También lo son los pendientes.Los zapatos de tacón bajo y cuadrado son de Salvador Bachiller. El bolso granate, con su característico lazo, es el modelo clásico Marina Bow Bag de Sienna Jones. Me hice con el cinturón vintage en mi último viaje a Nueva York. Las fotos las tomó Nika Jiménez. Ya hemos convocado el próximo Viaje Hermanas Brontë para octubre del 2019. Podéis reservar vuestra plaza en la tienda más cercana de B theTravel Brand  o aquí, en El País Viajes.

Pinceladas

Mis últimos viajes me han llevado a lugares tan dispares como Rusia o Tánger, Utah o Rumanía, Argel o Caravaca de la Cruz. Latitudes, climas y costumbres difererentes. Tres continentes y una manera completamente diferente de percibir la femineidad, y de expresarla.

Y sin embargo, en las calles de todas esas ciudades, en esos países, he encontrado una característica común que se remonta al instinto natural que nos definió como especie: el adorno. Donde surge el homo sapiens, aparece el maquillaje, la joyería, el arte y la indumentaria elaborada; paralela a su necesidad de cubrirse, surge la de identificarse por la ropa, con bordados, cuentas y diseños que definan el pueblo, el estado civil, la clase e incluso el momento del año.

En esos lugares, las mujeres bordaban y lo hacían de una forma similar. Más allá de las costumbres, de hacerlo en solitario o en grupo, de las púas de puercoespín de los shoshones de Utah o  o de la seda los bordados rusos para la aristocracia, que imitaban los diseños campesinos, la prenda básica de la mujer, la camisa, aparecía salpicada de pinceladas de agujas. Los diseños eran muy parecidos: florales o geométricos, siempre en simetría, como si no supiéramos salir de ahí. Los colores (negros, rojos, azules intensos y dorados) también se repetían.

Después llegaba el resto, la diferencia: la camisa se ocultaba o mostraba el escote, los bordados se diferenciaban si la mujer estaba soltera o casada, se compartía con los hombres o era exclusivo de las mujeres, demostraban la habilidad de las jóvenes o se encargaban a monjas o a costureras. El bordado, que a veces comparte diseño con la porcelana local, la orfebrería o los frescos, era la única manera en que las mujeres podían expresarse: desde la mortaja de Amaranta Úrsula al pañuelo de madame Bovary, han sido un emblema de la mujer y su aburrimiento, de la manera de emplear el tiempo o de perderlo.

La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, una de las voces literarias más relevantes y originales del momento, ha afirmado alguna vez que menospreciar las aficiones, gustos o hábitos tradicionalmente femeninos, como la moda o la cosmética, la crianza o la cocina cotidiana, es una de las más evidentes y aceptadas formas de machismo. Estos meses me he acordado en muchas ocasiones de esa frase: de quienes puntada a puntada dibujaban telas que luego vestían, y de las historias que contarían mientras las contaban. De los trucos para que saliera bien y del rechazo de muchas mujeres a dedicarse a algo tan dedicado como bordar. De cómo para muchas ha sido la manera de salir de la pobreza o de atesorar algo bonito hecho por ellas mismas.

En todos los lugares, en cada casa, en todos los países.

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El bolso redondo, que lleva dos veranos siendo una pieza estrella y que promete poderse adaptar para el otoño, es de Rocai. Las alpargatas negras de crochet tejido son de Yute de Caravaca, y el vestido de aire étnico lleva la firma de Mango. Nika Jiménez tomó las fotos por las preciosas calles de Caravaca de la Cruz.

San Petersburgo: nunca la vida fue tan dulce

Una de las preguntas que me han hecho más a menudo con motivo de Llamadme Alejandra y del centenario del fusilamiento de los últimos zares y su familia es si no lo habían anticipado. Si, desde los despachos y los palacios en los que se movían, nadie les alertó del peligro que corrían y de la revolución que se avecinaba.

La respuesta es ambigua: sí, por supuesto, estaban al tanto de que existía un malestar en algunos sectores de su nación, pero convivían con él desde generaciones atrás. El abuelo de Nicolás II, Alejandro II, había muerto desangrado tras un atentado donde ahora se alza la Iglesia de la Sangre Derramada. Su tío Sergio, que era, además de un apoyo esencial, su cuñado por matrimonio con una hermana de Alix, falleció despedazado por un artefacto en Moscú. Ministros, amigos y familiares habían sido asesinados o escaparon de disntintos intentos.

Pero evaluar el peligro real resulta mucho más complicado, salvo que se haga, como nosotros, a posteriori. Por un lado, contaban con esa consideración casi medieval de monarcas investidos por Dios. Estaban convencidos de la devoción del pueblo, y creían que el problema radicaba en esa clase intermedia, desde la nobleza a los intelectuales, que les separaba de ellos. Midieron lamentablemente mal los riesgos que corrían, y no puede desecharse el dato sorprendente de que su familia, que gobernaba media Europa, tomó la decisión consciente de no auxiliarlos.

Como Europa y Estados Unidos antes de la Gran Recesión que comenzó en 2008, parte de Rusia vivía en una espiral de gasto desenfrenado, de fiestas, lujo y huida hacia el vacío. La I Guerra Mundial apenas habían afectado a las capas altas de la sociedad, más allá de las necesarias declaraciones patrióticas. Los rusos blancos que luego escaparon sobre todo a Francia recordaban con nostalgia que nunca la vida fue tan dulce como en San Petersburgo antes de la Revolución.

Por supuesto que estaban alertados de que un cambio se avecinaba: como lo estuvimos nosotros en una sociedad infinitamente más informada, democrática y alfabetizada. Pero, como nosotros, no podian creer que aquello que pisaban tan firmemente se deshiciera como hielo primaveral. Y, en un paseo por San Petersburgo, por lo que perdura de esa ciudad de canales venecianos y de palacios parisinos, de catedrales romanas y de trazado holandés, se comprende que los rusos que pagaron con su vida ese desconocimiento creyeran que se encontraban amparados por su apellido, por su fortuna o incluso sus criados. Los restos de la pobreza y de la miseria desaparecen. El testimonio de cómo vivieron las clases altas permanece durante generaciones tras su muerte.

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Aunque el evento al que acudí en esta bella ciudad era de carácter privado, me permitió comprobar que pese a la distancia en el tiempo, la capacidad de goce y de disfrutar por todo lo alto continúa intacta, y que a veces esa dulzura de vivir no radica en el nuevo dinero, sino en la compañía y el entorno.  

Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el Hotel Lotte de San Petersburgo y sus inmediaciones, frente a la catedral de San Isaac. El vestido de estampado de leopardo, con escote en V, es de Dolores Promesas Heaven. El clutch de terciopelo rosa llleva el inconfundible sello de Mibúh.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 6 San Petersburgo

Todo viaje llega a su fin, por mucho que Paul Auster defendiera que los viajeros no saben cuando regresarán a su hogar, y por lo tanto nos redujera a todos a la categoría de turistas. En esta última parte del Viaje a Rusia en el que seguíamos los pasos de mi novela Llamadme Alejandra San Petersburgo nos acoge y nos despide.

 La Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada de San Petersburgo despierta ecos pasados: ya estuvimos en Ekaterimburgo en otra Iglesia sobre la Sangre Derramada (puedes verlo aquí): se alzaron donde hubieran asesinado a un Romanov, y si en los Urales eran Nicolás II, Alejandra y su familia, en San Petersburgo fue su abuelo, Alejandro II. Por otro lado, esta preciosa catedral ecléctica, muy cerca de la Perspectiva Nevski, parece una copia moderna de San Basilio, en Moscú (puedes comprobarlo aquí).

Alejandro II fue asesinado en 1881; paradójicamente, le llamaban El libertador, porque había acabado con la servidumbre en Rusia, pero su pensamiento y sus actuaciones represivas y conservadoras generaron un enorme malestar entre intelectuales y estudiantes. Cuentan que una gitana le había vaticinado que moriría con unas botas rojas, algo que parecía absurdo. ¿Unas botas rojas? Pero, de alguna manera, así fue. El uno de marzo un anarquista arrojó una bomba al paso de su comitiva; el zar resultó ileso, pero quiso comprobar los daños de la explosión y bendecir al conductor, que estaba gravemente herido. En ese momento, un segundo terrorista le lanzó una segunda bomba directamente a los pies. Con las piernas destrozadas y un rastro de sangre que se prolongo hasta el Palacio de Invierno, el zar murió poco desangrado poco después, ante los ojos aterrorizados del pequeño Nicolás II, que recordaba a menudo aquella escena.

La Iglesia se elevó en ese mismo lugar poco tiempo después, y se completó en el reinado de Nicolás II: sus mosaicos se extienden desde el suelo al techo, con escenas religiosas y biográficas. Pese al colorido y las formas bulbosas del exterior, el dorado y la altura de las cúpulas demuestran que buscaban una espiritualidad muy diferente a la de San Basilio, y la estética, mucho más moderna, resulta menos extraña al ojo occidental.

Lo siniestro de su historia no puede ocultar la belleza del edificio, en ese exceso de color y lujo al que creemos que ya casi nos hemos acostumbrado, pero que no deja de sorprendernos en cada edificio.

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El  vestido midi beige que llevo es de Mango, como el bolso con una red de cuerdas trenzadas. Las alpargatas son de Casteller.

Una visita a San Petersburgo no estaría completa sin un recorrido por los canales. Bien en barca o en trineo, cuando estaban congelados, estas vías de agua resultaban más prácticas para desplazarse que los atiborrados puentes y vías. Las fachadas y las dimensiones cobran otro sentido cuando se observan desde el agua; fue una ciudad concebida para la fantasía, el lujo y la navegación.

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Por último, y ya que el palacio de Tsarkoye Selo donde vivieron los últimos zares se encuentra ahora bajo reconstrucción y reforma, deseaba visitar el que muchos consideran el más bello de los palacios de verano, el de Catalina. Si bien lo inició esta zarina, la segunda esposa de Pedro el Grande, quien lo retomó y lo cubrió de oro fue su hija Isabel, la bella, la alegre, la gastadora.

Y gastó, vaya si gastó. Desde el salón de embajadores, que dejaba boquiabiertos a los dignatarios extranjeros (ahora lo logra con los turistas) a sus galerías de tesoros, a los comedores a… Pero si se llama Palacio de Catalina, se debe a que Catalina la Grande, en el siglo XVIII, lo remató y convirtió en su preferido. Ella le dio ese aire rococó que aún hoy conserva, y que ha sobrevivido a dos guerras mundiales.

Es un buen momento para abandonar Rusia con ese mismo aire de irrealidad con el que este viaje comenzó: un mundo ya hueco y casi acabado cuando los ultimos zares vivían en él, aunque no lo supieran aún, y aún así, hermoso, un sueño de lujo que finalizó abruptamente, un país a medio camino entre el pasado y el presente, Occidente y Oriente. Una fascinación que solo aumenta cuanto más se conoce el país y su historia, y que si a mí me acompañó durante los años de la redacción de mi novela, espero que al lector le siga también durante mucho tiempo.

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Un palacio exige un look con un punto regio. El bolso cesta blanco es de Mango. La falda de mil volantes rojos de tul lleva el nombre de Wild Pony, y las cuñas de ante rosa las hizo Kanna. Como las anteriores de Casteller, estoy orgullosa de lucirlas como embajadora del Yute de Caravaca. El top de seda y espejuelos tiene como mil años, lo compré en una tienda de productos hindúes, y lo he llevado en bodas, para salir por la noche con vaqueros, y con todo lo que se me ha ocurrido. Las fotos, como todas las que aparecen en los posts de este viaje organizado por El País Viajes y B the Travel Brand, las ha sacado Nika Jiménez.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 5 San Petersburgo

La manera, rápida y eficaz, que escogimos para viajar de Moscú a San Petersburgo fue el tren de alta velocidad. Las etapas anteriores (puedes leerlas aquí) recorrían la parte tradicional de Rusia: aquello que Alejandra, la última zarina, creía reconocer y entender mejor que las intrigas de la corte moderna. En esta fase llegamos a una capital creada de la nada por el capricho de otro Romanov, Pedro el Grande, que de un plumazo decidió anular las costumbres y los lugares sagrados de sus antepasados y creó en mitad de las marismas norteñas una ciudad de mármol, oro y piedras preciosas con lo mejor de Europa.

Cuando llegamos, la ciudad se estaba preparando para una demostración militar y varios submarinos y acorazados se encontraban en los distintos brazos de agua. Visitamos en primer lugar la Fortaleza de San Pedro y San Pablo; una isla, un bastión, una catedral y una prisión al mismo tiempo. Visible desde el Palacio de Invierno, esta edificación ha protagonizado varios de los momentos más importantes de la historia rusa desde el siglo XVIII. En su catedral se encuentra enterrada la familia real desde Pedro el Grande hasta los últimos zares y sus hijos, en una capilla aparte. En las imágenes puede verse el sepulcro de María Feodorovna, la temible suegra de Alejandra, que tras varias vicisitudes (ella sobrevivió varios años a la masacre y murió en el extranjero) enterraron finalmente con su familia.

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Para la llegada a San Petersburgo llevé un vestido de rayas multicolores de Compañía Fantástica. Como esa mañana llovió, y también por la misma regla de decoro del resto de las iglesias, añadí esta gabardina blanca de Mango.

Cerrado ya el círculo de muerte de los Romanov (el lugar del fusilamiento y las fosas en Ekaterimburgo, las beatificaciones de Moscú y ahora sus tumbas) tocaba dirigirnos a algo menos siniestro; el esplendor y la vida que Alejandra tan mal asumía. Resulta obligado darse un paseo, por rápido que sea, por el Hermitage (o Ermitage, a la francesa), el gigantesco complejo que incluye el Palacio de Invierno frente al Neva, la galería de Arte actual, el pequeño Hermitage, el Gran Hermitage, el… hablamos no solo del lugar donde los actos más solemnes de la dinastía tenían lugar (aunque solían vivir en palacios menores, más manejables y cómodos), sino de uno de los museos más hermosos y amplios del mundo.

La galería de retratos de los zares, la capilla donde Nicolás y Alejandra se casaron, el salón de Malaquita, las escaleras de mármol, las gigantescas arañas de cristal… y oro, oro por todas partes. En las molduras, las manillas, los espejos, los muebles. Aquí resulta más sencillo entender la sensación de angustia y de aislamiento que debió sufrir Alejandra, que provenía de una educación y de una moral luterana, opuesta a todo lo que vemos, y en cambio, lo mucho que debió disfrutar Maria, que fue durante esa época la auténtica reina de ese Palacio de Invierno excesivo, con tantas obras de arte adquiridas a lo largo de los siglos que casi no se sabe dónde mirar.

Todo lo que se pueda ansiar está allí: Leonardo y Zurbarán, Rafael y Rubens. Arqueología y arte moderno; la sensación de repasar de nuevo, página a página, las enciclopedias de arte de la infancia. Pese a las seis horas que le dedicamos, la queja es la misma que en otros museos de primer orden: que haría falta una estancia de días, reposada, destinada únicamente a quedarse inmóvil ante esas obras.

Aún quedaba tiempo para visitar el que fue el palacio preferido del responsable de todo esto, Pedro el Grande: Peterhof. Las fotografías de los jardines y las fuentes fueron tomadas allí.

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Peterhof fue la diversión en muchos sentidos de Pedro el Grande: lo edificó a unos treinta kilómetros de San Petersburgo, es decir, lejos para que le dejaran en paz y cerca por si ocurría alguna emergencia. Frente al Golfo de Finlandia, desde el palacio, que se encuentra en una pequeña colina, se divisa el juego de fuentes, los caminos del jardín y al fondo el mar.

Y sí, es una divertimento: fuentes y glorietas de estilo barroco, chorros de agua que podían activar a voluntad para que el cortesano o la señorita de turno se empapara (para según qué cosas, el zar no era muy sofisticado), sombra, flores, luz, y como casi todos esos grandes monarcas, un pequeño refugio: una casita situada frente al mar donde él descansaba y su segunda esposa, Catalina, la amada, la de origen humilde, cocinaba para él, como ansiaría María Antonieta siglos más tarde.

Idéntica actitud a la de Alejandra en 1900: la nostalgia, no sabemos si sincera o no, de quienes buscan una vida sencilla cuando lo tienen todo, cuando el resto de quienes les rodean se conformarían con una brizna de ese pan de oro, de esas fuentes monumentales, de esas mesas en las que los manjares desaparecían casi sin ser probados… 

Las cómodas sandalias de cuña son de Casteller. Los pendientes, que quedaban perdidos entre tanto oro, de Mango. El bolso de bambú, obligado esta temporada, de Salvador Bachiller. Y la maravilla de vestido artesano es de una marca que acabo de descubrir que se llama Lupitas y que rescata la tradición artesana mexicana. Cada pieza es única. En mi caso sustituyeron los bordados coloridos que identificamos con esas prendas por un color dorado que no podía encajar, ni a propósito, mejor con el entorno.

Las fotos, como siempre, de Nika Jiménez. No tengo que repetir que este viaje se inspira en mi novela Llamadme Alejandra, y que se organiza en colaboración con B the TravelBrand y El País Viajes. Estamos preparando ya los dos siguientes a Inglaterra (Las Hermanas Brontë y Jane Austen) en octubre, y la información para apuntarse está aquí.