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Despierta

Para ser la estación predilecta de los poetas, para haber sido cantada, ansiada y representada por artistas durante siglos, resulta curioso constatar que no existe acuerdo sobre qué diosa representa la primavera. Casi todas las mitologías le asignan una mujer, muchas veces joven y hermosa, encargada de devolver la vida a la tierra, pero sus atribuciones varían. 

El mito más conocido es el de Deméter y Perséfone, madre e hija. Démeter, la diosa de la agricultura y la que trae las estaciones, va por libre en la mitología griega, quizás por suponer un eco de una diosa anterior y más abstracta que sus hermanos del Olimpo, o por confundirse con una madre primigenia, como su madre, Rea, y su abuela, Gea. El caso es que su hija, Perséfone, fue raptada por el dios de los Infiernos, Hades. El rapto de doncellas no nos suena a nuevo en la mitología, pero no con la hija de una diosa. Para empeorar el tema, Hades era hermano de Deméter. La madre, desesperada, buscó a su hija por toda la tierra, y descuidó sus labores con la naturaleza. Todo marchitó y murió, mientras Hades se negaba a devolver a la jovencita. Cruce de acusaciones, malas palabras, la crisis entre dioses se agravaba a cada día. Finalmente, se llegó a un pacto; Perséfone pasaría la mitad del año bajo tierra, con su esposo, y la otra mitad en la superficie, junto a su madre. 

De manera que Perséfono, sin ser exactamente la diosa de la primavera, la trae con ella cada vez que abandona su reino. En realidad, como huella de su estancia en los infiernos, se convierte en una diosa bastante oscura y misteriosa, que preside, mano a mano con su madre, los ritos eleusinos. Sus nombres equivalentes en la mitología romana son Ceres y Proserpina

Quizás entonces sea más adecuada como diosa primaveral… 

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Cloris, la diosa de los jardines y de las flores. Y, por asociación, se le ha asignado también la primavera. Casada con el viento más amable, el Céfiro, Cloris nunca envejecía: En Roma, aunque perdió gran parte de su importancia, se le llamaba Flora, y se le dedicaban las fiestas Floriales, a finales de abril, que tenían fama de ser bastante divertidas y muy excesivas. 

Pero cuidado, porque en mayo… 

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… los honores se rendían a la diosa Maya, las mayor de las siete estrellas Pléyades. Maya, que tuvo sus más y sus menos con Zeus (tampoco es algo que nos extrañe) fue la madre de Hermes, y tanto en Grecia como en Roma, (Maia), las festividades del mes de mayo y de la primavera se le dedicaban a esta diosa muy bella y muy tímida. Pero, cuidado… 

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…porque gran parte de las celebraciones primaverales se llevaban a cabo bajo los árboles florecidos, prunos, almendros, manzanos o cerezos, y eso era jurisdicción de Carpo, la diosa de los frutos (hermana de Cloris), que sería llamada Pomona en roma. Aunque sus celebraciones se reservaban para el otoño, era la responsable de que las flores de los árboles dieran jugosos frutos meses más tarde. Pomona era una loca de la botánica que no mostraba demasiado interés en nada, salvo en su trabajo, y que desesperaba a los dioses masculinos, que la cortejaban sin gran éxito. Un poco más al norte… 

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EspidoWildPony4Ostara, o Eostre, regía sobre la primavera entre los germánicos. Pero también se encargaba de la aurora, y del advenimiento de la luz (de su nombre se deriva Easter, periodo de Pascua en inglés). La misión de todas esas diosas, en realidad, es la de ser las que traen algo nuevo, las que despiertan, las que obligan a la tierra, quiera o no, a crecer y a transformarse, a menudo a través de un sacrificio. Otro día hablaremos de Balder, el dios nórdico del Sol del Verano, que debe morir para que el ciclo de la luz y la vida continúe. Y si queréis saber más… 

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… el 26 de mayo organizo un Madrid Mitólogico con B the Travel Brand y Viajes El  País. Un recorrido por Madrid, para descubrir sus secretos con Dioses y mitos en fachadas, estatuas y jardines. Tienes toda la información aquí

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Pese a lo que yo misma creía al llegar a Madrid hace años, en la ciudad es posible encontrar un espacio verde y vivo. Si me sorprendió por la aridez y la invisibilidad de su primavera, comparada con la del norte de donde yo procedía, ahora me es fácil apreciar sus jardines. Estas fotos fueron tomadas en El Retiro por Nika Jiménez a principios de marzo. El mono de satén, con estampado de peonías es de Wild Pony. Se conoce como una de las marcas preferidas para eventos e invitadas, pero casi todas sus prendas permiten una versatilidad que las hace perfectas para el día. 

Para rebajar el impacto de las flores, tan protagonistas en el look, lo combiné con un abrigo liso, de un fucsia intenso, perfecto para entretiempo; cuando lo vi en Mango me encapriché de él. Hay varios abrigos fucsias esta temporada, pero el que yo llevo, el de color más saturado, es éste. Para romper con el toque más romántico, unas botas de estampado de pitón, también de Mango, mucho más cómodas que los salones para un paseo largo en los jardines. 

Los pendientes de nácar y plata fueron un regalo del I.E.S. Beatriz de Suabia de Sevilla, que son siempre amabilísimos conmigo. 

Bradford y Branwell

En el último viaje EPV Brontë que organicé con El País Viajes y con B the Travel Brand pasamos por Bradford, una ciudad que suele pasar inadvertida entre las bellezas de la zona de York. Para mí se encuentra inexorablemente unida al hermano varón de las Brontë, Branwell

A mediados del siglo XIX Bradford se había convertido en la capital de la lana: su tradición de centro textil, que se remontaba hasta la Edad Media, y la facilidad para obtener arenisca, hierro, carbón y agua, los cuatro elementos necesarios para que los molinos de hilaturas procesaran la lana, la transformaron en una ciudad dinámica, una de las más modernas de Reino Unido. Allí se daban cita la mano de obra procedente del campo, muchas veces con unas condiciones de vida lamentables, y la burguesía emergente, que comenzaba a enriquecerse con la alpaca

Entre 1838 y 1839 Branwell Brontë se mudó a Bradford para iniciar una carrera como pintor profesional. La ciudad parecía el lugar perfecto para un joven ambicioso, con cierto talento, pero que al mismo tiempo se sentía abrumado ante los retos reales. La historia de Branwell es la de una eterna promesa incumplida. Mientras sus hermanas acudían a un internado para niñas pobres, él se educó en casa, con su padre, quien le dio una esmerada formación clásica. Mostraba rapidez y originalidad, escribía muy bien y quería comerse el mundo: la familia esperaba mucho de él. 

Quienes le conocieron lo definían como un niño grande, un fanfarrón cuyas mentiras y exageraciones se convertían en increíbles a medida de que bebía. Por edad se encontraba entre Charlotte y Emily, y para 1838, a sus 21 años, había vivido ya varios rechazos; las revistas no querían sus colaboraciones, y la Academia de Arte de Londres no le había aceptado. Branwell no soportaba bien ni la crítica ni la espera; cada revés le llevaba a escaparse a mundos imaginarios que, si en el caso de sus hermanas dieron como resultado obras literarias geniales, en el suyo le llevaron a serias adicciones y a una constante inadecuación. 

Aquí, en Bradford, entre los edificios victorianos que se estaban construyendo (el Ayuntamiento, la catedral, el barrio de los alemanes, llamado así por los emigrantes que atraía la ciudad), Branwell intentó hacerse con una clientela deseosa de ser inmmortalizada, nuevos burgueses y familias que comprarían paisajes y óleos. No le fue bien. Le faltaba fuerza y gracia en la pincelada, y no se relacionaba. Regresó a la casa de su padre arruinado y con otro fracaso más a las espaldas, y allí planificaron que sería preceptor: no ya un artista, no un escritor, sino la versión masculina de lo que esperaba a sus hermanas, un intelectual domesticado que educara niños ricos. 

Aún no sabían que los escasos nueve años de vida que le quedaban serían un vertiginoso descenso hacia la muerte, una sucesión de escándalos, de vergüenza y de escenas, hasta el punto de que sus hermanas y su padre debían inmovilizarlo o encerrarlo en casa para evitar que se escapara al pub The Black Bull para otra dosis de morfina o de alcohol. Esa realidad, que por desgracia conocen bien las familias de los adictos de cualquier siglo, condicionó no solo su existencia, sino la de sus tres hermanas, que reflejarían en sus novelas ese dolor y esa desesperación. Branwell murió, y dejó una brecha de aire frío por la que en pocos meses se colarían sus dos hermanas menores: Emily y Anne

Mientras paseo por las calles de Bradford prefiero imaginarlo aún joven y esperanzado, con su levita y su camisa a la moda, los anteojos y el perfil de ardilla tan parecido al de Charlotte, su andar de bajito chulesco, y con las cartas que enviaba a sus amigos de juergas en Haworth contándoles una vida que no tenía pero que le hubiera encantado tener. Bradford ha soportado mal la crisis, y por sus calles pasean muchos chicos ociosos, con aire de no soportar la menor provocación, a la espera del viernes por la noche y de su promesa de diversiones. No sé si han oído hablar de Branwell Brontë. A veces no aprendemos nada de la historia. 

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Para el paseo por Bradford llevé un look total de Mango: falda pareo de lana negra, camisa verde, americana  de cuadros, pendientes de aro dorados, salones de piel de pitón (amortizadísimos a estas alturas). Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez; y el viaje de EPVBrontë de 2019 puede contratarse aquí (la salida es el 3 de octubre de 2019). 

Leyendas en Haworth

La leyenda de las Brontë, la leyenda de las tres muchachas que se criaron en Haworth y publicaron varias novelas inolvidables, ha perdurado doscientos años y continúa con una magnífica salud. La casa de la Rectoría donde las hermanas se criaron conserva muchos objetos que usaron o crearon y sobre todo permite que entendamos mejor en qué entorno, bajo qué cielo urdieron sus historias. Mejor, pero no del todo.

Haworth y los páramos se asocian sobre todo a Emily y a sus Cumbres Borrascosas. En parte por las descripciones (emocionales y del paisaje) de la novela, y en parte porque muchas de las películas y series se han rodado en la comarca, este lugar árido de brezo y maleza azotado por el viento, árboles solitarios y lindes de piedra. El silencio, la breve vida de Emily y la construcción posterior de su personaje han contribuido a la costumbre de leer la novela como un código oculto de su vida y de sus pasiones. 

Uno de los temas de conversación frecuentes en el viaje EPV Brontë que organizo con B the Travel Brand y El País Viajes es precisamente el de Emily y su extraordinaria capacidad para plasmar el carácter humano con sus contradicciones y su oscuridad. Hablamos de cómo su experiencia personal se redujo a unos pocos años y a poca gente: Emily, además de en la Rectoría, vivió en una escuela y como institutriz, estudió (muy poco tiempo) en Bélgica con su hermana Charlotte, y regresó a Haworth para hacerse cargo, como ama de casa, de su padre y del manejo del hogar. 

Mientras tomamos el tren de vapor que nos lleva a Haworth, con su carbonilla y su peculiar traqueteo hablamos de cómo fue Elizabeth Gaskell, amiga y biógrafa de Charlotte, quien influyó de manera decisiva en la percepción que tenemos de Emily como alguien incomprensible, cambiante, casi hostil. Un genio que brotara de la nada, muy acorde con la imagen que Charlotte deseaba dar de cada una de sus hermanas y de sí misma. Tampoco debemos olvidar que la época esperaba virtudes y defectos muy concretos de los escritores y de las mujeres, y no digamos ya de las mujeres escritoras.

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Haworth era un lugar aislado, con una enorme mortandad, sobre todo infantil, en la época en la que Emily vivió. Ellas, separadas del resto de los habitantes no solo de una manera física sino por la rigida estructura social de la época, no vivían, de todas maneras, tan aisladas como podría parecer. Las bibliotecas portátiles, el constante intercambio de cartas, los estudios fuera de casa e incluso fuera de Inglaterra les permitieron un conocimiento de su realidad mucho más extenso que la de la mayoría. Emily, por ejemplo, seguía con enorme interés las noticias sobre la reina Victoria, que había nacido el mismo año que ella. La ambición de Charlotte, el auténtico motor para que las hermanas publicaran, no nació de la nada. Su padre había protagonizado una historia personal de superación, y las chicas eran conscientes de su propia inteligencia y de su valía. 

En los poemas y la novela de Emily hay mucho más que la fantasía de una muchacha solitaria: late el talento de un genio que observaba y procesaba lo que le rodeaba, las lecturas de clásicos y de autores de la época, una creatividad y una voz propia originalísima y una delicada decantación del paisaje. Algunas de esas cualidades se entienden mejor allí, en los caminos que ella recorría, pero incluso bajo esos cielos, entre esas callejas, en mitad de los páramos, podemos constatar que hay algo más; era una narradora extraordinaria, y nada tangible explica su historia interior. 

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Es una tentación escarbar en la biografía de Emily. ¿De verdad nunca vivió un apasionante amor como el que describe Cumbres Borrascosas? ¿Puede ser posible que todo naciera de la fabulación? ¿No hay un atajo que nos permita entender el mecanismo de la creación, no hay nada que podamos imitar, ni una realidad paralela en la que adentrarnos para que el encanto de esa novela continúe? Lo cierto es que no hay ninguna teoría sólida que sustente un secreto en la vida de Emily. El encanto de su literatura y el aura de su vida permanecen; el resto solo pasa a engrosar su leyenda. 

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El abrigo gris de borreguito es de Mango. Las botas de agua me las compré de emergencia en una tienda de York, mientras me caía encima toda la furia del cielo en otoño. El vestido gris con estampado Príncipe de Gales es de Compañía Fantástica. El medallón de plata y azabache tiene muchos años, y lo encontré en Estambul, cuando estaba allí con la gira del Premio Planeta. Las fotos las tomó Nika Jiménez en los alrededores de Haworth

La tercera Brontë

La posteridad ha sido generosa con las Hermanas Brontë: son, con diferencia, la familia más conocida y estudiada de la literatura universal. Hay tantas teorías sobre su talento, sus relaciones personales, y la autoría real de las obras que cuesta distinguir la fantasía de la realidad  y de los deseos de los lectores. Como ocurre siempre con personajes tan populares, se convierten en pantallas sobre las que proyectar nuestras emociones y preferencias.

La atención se la reparten Charlotte, la autora de Jane Eyre, y Emily, la de Cumbres Borrascosas. La tercera hermana, Anne, excelente poeta y autora de Agnes Grey, pasa casi inadvertida. Las razones son múltiples: Charlotte, la hermana superviviente, la compiladora y editora de las obras de su familia, sentía una admiración mucho mayor por Emily que por Anne. Además, la temática de Anne coincidía con la suya. Emily, la más original, la de una prosa más potente y evocadora, oscurece fácilmente a cualquier autor de su época, y en eso Anne no resulta una excepción.

En el viaje que organicé el pasado mes de Octubre a la tierra donde vivieron las Brontë no quise olvidarme de ella, ni del entorno en el que desarrolló su vida y su obra. Anne fue, de las tres hermanas institutrices, la que mantuvo un trabajo más estable, y mejores relaciones con sus alumnos y señores. Tímida, trabajadora y discreta, era la más bonita, y de trato más amable, frente a la inteligencia y ambición arrolladoras de Charlotte, y la reserva impenetrable de Emily. Anne pasó algún tiempo de su vida en la costa de York, y eso me sirvió como excusa para llevarme a mis viajeros a Whitby.

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¿Por qué a Whitby? Porque si queremos comprender parte del espíritu gótico que se manifiesta en las novelas de las Brontë este puerto de mar permite un vistazo a lo que las rodeaba en aquella época. En lo alto de la ciudad se erige una abadía, ahora en ruinas, que durante el s.VII fue regida por una dama noble, Santa Hilda. Aunque esta monja benedictina no vivió en las impresionentes ruinas que ahora vemos, que pertenecen a la de la abadía que se alzó en el s. XII, sí que contempló el mismo paisaje que nosotros vemos en la actualidad: la bahía, el mar bifurcado, el cielo y el río Esk. La abadía quedó en ruinas tras la desamortización de Enrique VIII, pero siguió sirviendo como referencia para los marinos que buscaban el refugio de la costa.

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Durante el siglo XIX veraneó en Whitby un escritor nacido exactamente el mismo año en que las Brontë publicaban sus obras; mientras buscaba un éxito que le evitaba, trabajó como secretario del actor Henry Irving, con el que se obsesionó. Se llamaba Bram Stoker, y se haría finalmente famoso por escribir Drácula.

La goleta rusa que trae el cuerpo de Drácula a Inglaterra llega, en mitad de una tormenta, a Whitby, donde Lucy, medio poseída ya, aguarda en el cementerio y observa cómo un perro gigante salta del barco y corre hacia la abadía. Incluso en los días soleados, el viento no cesa en la ladera. Por cierto, Bram imaginaba el aspecto de su Conde transilvano como una mezcla entre el rostro de Henry Irving y Franz Liszt. Guapos, altos, de rostro anguloso, melena al viento y aspecto atormentado. Muy poco que ver con el aspecto real de Vlad Tepes.

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Desde el promontorio opuesto  se puede ver bien la abadía y su perfil entre el río y el mar. Aquí, una noche endemoniada, Stoker se sentó en un banco que aún se conserva, y bajo una tormenta eléctrica imaginó la llegada del Démeter.

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Muy cerca de Whitby se encuentra Scarborough: la famosa feria medieval que dio origen a la canción de Are you going to Scarborough Fair? había dejado paso en el siglo XIX a una zona de veraneo estival, un spa. Anne Brontë pasó aquí algunas temporadas, porque la familia Robinson, para la que trabajaba se instalaba un mes en verano y dos semanas en Navidad. Esta costa abrupta de mar plano ofrecía un paisaje muy diferente al de los páramos de su infancia.

Anne llegaba a casa de los Robinson joven y desanimada: sus anteriores señores la habían despedido porque no había impuesto suficiente disciplina entre los niños. Dispuesta a que no le ocurriera lo mismo, se esforzó convertirse en una institutriz modelo, y lo consiguió. Pasados unos años, su hermano Branwell entró en la misma casa para ocuparse de la educación del niño de los Robinson. Muy en su estilo, y para desgracia de Anne, Branwell inició una relación clandestina con la señora de la casa, Lydia Robinson. Cuando fue descubierto y despedido, Anne decidió renunciar a su puesto, por vergüenza y por solidaridad con su hermano.

Scarborough aparece en su novela La inquilina de Windfell Hall, donde describe con todo detalle también la imparable adicción de su hermano al alcohol. Pese a todo, Anne fue feliz allí. Cuando enfermó en 1849, pidió que la llevaran a Scarborough, donde quizás el aire marino le ayudara a recuperarse. Fue inútil su voluntad de vivir: la tuberculosis la devastó en tres meses. Murió junto al mar en mayo de 1849, y Charlotte sopesó la situación. Su padre, el viejo reverendo Patrick, no parecía en condiciones de afrontar un viaje de más de 100 kms para enterrar a la tercera de sus hijas que moría en menos de un año. Anne fue enterrada en el cementerio de Santa María, sobre el mar, bajo el castillo.

Allí continúa su lápida, erosionada por la sal y el viento, y allí van a visitarla lectores y admiradores, que mantienen siempre flores sobre su tumba.

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La chaqueta de cuadros de cuadros y el vestido rosa de seda son de Mango. También lo son los pendientes.Los zapatos de tacón bajo y cuadrado son de Salvador Bachiller. El bolso granate, con su característico lazo, es el modelo clásico Marina Bow Bag de Sienna Jones. Me hice con el cinturón vintage en mi último viaje a Nueva York. Las fotos las tomó Nika Jiménez. Ya hemos convocado el próximo Viaje Hermanas Brontë para octubre del 2019. Podéis reservar vuestra plaza en la tienda más cercana de B theTravel Brand  o aquí, en El País Viajes.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 6 San Petersburgo

Todo viaje llega a su fin, por mucho que Paul Auster defendiera que los viajeros no saben cuando regresarán a su hogar, y por lo tanto nos redujera a todos a la categoría de turistas. En esta última parte del Viaje a Rusia en el que seguíamos los pasos de mi novela Llamadme Alejandra San Petersburgo nos acoge y nos despide.

 La Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada de San Petersburgo despierta ecos pasados: ya estuvimos en Ekaterimburgo en otra Iglesia sobre la Sangre Derramada (puedes verlo aquí): se alzaron donde hubieran asesinado a un Romanov, y si en los Urales eran Nicolás II, Alejandra y su familia, en San Petersburgo fue su abuelo, Alejandro II. Por otro lado, esta preciosa catedral ecléctica, muy cerca de la Perspectiva Nevski, parece una copia moderna de San Basilio, en Moscú (puedes comprobarlo aquí).

Alejandro II fue asesinado en 1881; paradójicamente, le llamaban El libertador, porque había acabado con la servidumbre en Rusia, pero su pensamiento y sus actuaciones represivas y conservadoras generaron un enorme malestar entre intelectuales y estudiantes. Cuentan que una gitana le había vaticinado que moriría con unas botas rojas, algo que parecía absurdo. ¿Unas botas rojas? Pero, de alguna manera, así fue. El uno de marzo un anarquista arrojó una bomba al paso de su comitiva; el zar resultó ileso, pero quiso comprobar los daños de la explosión y bendecir al conductor, que estaba gravemente herido. En ese momento, un segundo terrorista le lanzó una segunda bomba directamente a los pies. Con las piernas destrozadas y un rastro de sangre que se prolongo hasta el Palacio de Invierno, el zar murió poco desangrado poco después, ante los ojos aterrorizados del pequeño Nicolás II, que recordaba a menudo aquella escena.

La Iglesia se elevó en ese mismo lugar poco tiempo después, y se completó en el reinado de Nicolás II: sus mosaicos se extienden desde el suelo al techo, con escenas religiosas y biográficas. Pese al colorido y las formas bulbosas del exterior, el dorado y la altura de las cúpulas demuestran que buscaban una espiritualidad muy diferente a la de San Basilio, y la estética, mucho más moderna, resulta menos extraña al ojo occidental.

Lo siniestro de su historia no puede ocultar la belleza del edificio, en ese exceso de color y lujo al que creemos que ya casi nos hemos acostumbrado, pero que no deja de sorprendernos en cada edificio.

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El  vestido midi beige que llevo es de Mango, como el bolso con una red de cuerdas trenzadas. Las alpargatas son de Casteller.

Una visita a San Petersburgo no estaría completa sin un recorrido por los canales. Bien en barca o en trineo, cuando estaban congelados, estas vías de agua resultaban más prácticas para desplazarse que los atiborrados puentes y vías. Las fachadas y las dimensiones cobran otro sentido cuando se observan desde el agua; fue una ciudad concebida para la fantasía, el lujo y la navegación.

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Por último, y ya que el palacio de Tsarkoye Selo donde vivieron los últimos zares se encuentra ahora bajo reconstrucción y reforma, deseaba visitar el que muchos consideran el más bello de los palacios de verano, el de Catalina. Si bien lo inició esta zarina, la segunda esposa de Pedro el Grande, quien lo retomó y lo cubrió de oro fue su hija Isabel, la bella, la alegre, la gastadora.

Y gastó, vaya si gastó. Desde el salón de embajadores, que dejaba boquiabiertos a los dignatarios extranjeros (ahora lo logra con los turistas) a sus galerías de tesoros, a los comedores a… Pero si se llama Palacio de Catalina, se debe a que Catalina la Grande, en el siglo XVIII, lo remató y convirtió en su preferido. Ella le dio ese aire rococó que aún hoy conserva, y que ha sobrevivido a dos guerras mundiales.

Es un buen momento para abandonar Rusia con ese mismo aire de irrealidad con el que este viaje comenzó: un mundo ya hueco y casi acabado cuando los ultimos zares vivían en él, aunque no lo supieran aún, y aún así, hermoso, un sueño de lujo que finalizó abruptamente, un país a medio camino entre el pasado y el presente, Occidente y Oriente. Una fascinación que solo aumenta cuanto más se conoce el país y su historia, y que si a mí me acompañó durante los años de la redacción de mi novela, espero que al lector le siga también durante mucho tiempo.

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Un palacio exige un look con un punto regio. El bolso cesta blanco es de Mango. La falda de mil volantes rojos de tul lleva el nombre de Wild Pony, y las cuñas de ante rosa las hizo Kanna. Como las anteriores de Casteller, estoy orgullosa de lucirlas como embajadora del Yute de Caravaca. El top de seda y espejuelos tiene como mil años, lo compré en una tienda de productos hindúes, y lo he llevado en bodas, para salir por la noche con vaqueros, y con todo lo que se me ha ocurrido. Las fotos, como todas las que aparecen en los posts de este viaje organizado por El País Viajes y B the Travel Brand, las ha sacado Nika Jiménez.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 5 San Petersburgo

La manera, rápida y eficaz, que escogimos para viajar de Moscú a San Petersburgo fue el tren de alta velocidad. Las etapas anteriores (puedes leerlas aquí) recorrían la parte tradicional de Rusia: aquello que Alejandra, la última zarina, creía reconocer y entender mejor que las intrigas de la corte moderna. En esta fase llegamos a una capital creada de la nada por el capricho de otro Romanov, Pedro el Grande, que de un plumazo decidió anular las costumbres y los lugares sagrados de sus antepasados y creó en mitad de las marismas norteñas una ciudad de mármol, oro y piedras preciosas con lo mejor de Europa.

Cuando llegamos, la ciudad se estaba preparando para una demostración militar y varios submarinos y acorazados se encontraban en los distintos brazos de agua. Visitamos en primer lugar la Fortaleza de San Pedro y San Pablo; una isla, un bastión, una catedral y una prisión al mismo tiempo. Visible desde el Palacio de Invierno, esta edificación ha protagonizado varios de los momentos más importantes de la historia rusa desde el siglo XVIII. En su catedral se encuentra enterrada la familia real desde Pedro el Grande hasta los últimos zares y sus hijos, en una capilla aparte. En las imágenes puede verse el sepulcro de María Feodorovna, la temible suegra de Alejandra, que tras varias vicisitudes (ella sobrevivió varios años a la masacre y murió en el extranjero) enterraron finalmente con su familia.

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Para la llegada a San Petersburgo llevé un vestido de rayas multicolores de Compañía Fantástica. Como esa mañana llovió, y también por la misma regla de decoro del resto de las iglesias, añadí esta gabardina blanca de Mango.

Cerrado ya el círculo de muerte de los Romanov (el lugar del fusilamiento y las fosas en Ekaterimburgo, las beatificaciones de Moscú y ahora sus tumbas) tocaba dirigirnos a algo menos siniestro; el esplendor y la vida que Alejandra tan mal asumía. Resulta obligado darse un paseo, por rápido que sea, por el Hermitage (o Ermitage, a la francesa), el gigantesco complejo que incluye el Palacio de Invierno frente al Neva, la galería de Arte actual, el pequeño Hermitage, el Gran Hermitage, el… hablamos no solo del lugar donde los actos más solemnes de la dinastía tenían lugar (aunque solían vivir en palacios menores, más manejables y cómodos), sino de uno de los museos más hermosos y amplios del mundo.

La galería de retratos de los zares, la capilla donde Nicolás y Alejandra se casaron, el salón de Malaquita, las escaleras de mármol, las gigantescas arañas de cristal… y oro, oro por todas partes. En las molduras, las manillas, los espejos, los muebles. Aquí resulta más sencillo entender la sensación de angustia y de aislamiento que debió sufrir Alejandra, que provenía de una educación y de una moral luterana, opuesta a todo lo que vemos, y en cambio, lo mucho que debió disfrutar Maria, que fue durante esa época la auténtica reina de ese Palacio de Invierno excesivo, con tantas obras de arte adquiridas a lo largo de los siglos que casi no se sabe dónde mirar.

Todo lo que se pueda ansiar está allí: Leonardo y Zurbarán, Rafael y Rubens. Arqueología y arte moderno; la sensación de repasar de nuevo, página a página, las enciclopedias de arte de la infancia. Pese a las seis horas que le dedicamos, la queja es la misma que en otros museos de primer orden: que haría falta una estancia de días, reposada, destinada únicamente a quedarse inmóvil ante esas obras.

Aún quedaba tiempo para visitar el que fue el palacio preferido del responsable de todo esto, Pedro el Grande: Peterhof. Las fotografías de los jardines y las fuentes fueron tomadas allí.

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Peterhof fue la diversión en muchos sentidos de Pedro el Grande: lo edificó a unos treinta kilómetros de San Petersburgo, es decir, lejos para que le dejaran en paz y cerca por si ocurría alguna emergencia. Frente al Golfo de Finlandia, desde el palacio, que se encuentra en una pequeña colina, se divisa el juego de fuentes, los caminos del jardín y al fondo el mar.

Y sí, es una divertimento: fuentes y glorietas de estilo barroco, chorros de agua que podían activar a voluntad para que el cortesano o la señorita de turno se empapara (para según qué cosas, el zar no era muy sofisticado), sombra, flores, luz, y como casi todos esos grandes monarcas, un pequeño refugio: una casita situada frente al mar donde él descansaba y su segunda esposa, Catalina, la amada, la de origen humilde, cocinaba para él, como ansiaría María Antonieta siglos más tarde.

Idéntica actitud a la de Alejandra en 1900: la nostalgia, no sabemos si sincera o no, de quienes buscan una vida sencilla cuando lo tienen todo, cuando el resto de quienes les rodean se conformarían con una brizna de ese pan de oro, de esas fuentes monumentales, de esas mesas en las que los manjares desaparecían casi sin ser probados… 

Las cómodas sandalias de cuña son de Casteller. Los pendientes, que quedaban perdidos entre tanto oro, de Mango. El bolso de bambú, obligado esta temporada, de Salvador Bachiller. Y la maravilla de vestido artesano es de una marca que acabo de descubrir que se llama Lupitas y que rescata la tradición artesana mexicana. Cada pieza es única. En mi caso sustituyeron los bordados coloridos que identificamos con esas prendas por un color dorado que no podía encajar, ni a propósito, mejor con el entorno.

Las fotos, como siempre, de Nika Jiménez. No tengo que repetir que este viaje se inspira en mi novela Llamadme Alejandra, y que se organiza en colaboración con B the TravelBrand y El País Viajes. Estamos preparando ya los dos siguientes a Inglaterra (Las Hermanas Brontë y Jane Austen) en octubre, y la información para apuntarse está aquí.

 

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 3. Moscú

La distancia entre Ekaterimburgo (donde estuvimos aquí, hace nada de la mano de El País Viajes y de B the Travel Brand) y Moscú se recorre en pocas horas de vuelo, y en varios siglos de lucha ideológica: enfrentamientos entre tribus invasoras y pueblos asentados, entre la Nueva y la Vieja Fe, entre los europeístas que creían que la esperanza de Rusia radicaba en su acercamiento a Occidente y los tradicionalistas eslavos que encontraban en las raíces más conservadoras y más rurales del país una identidad que ha sido cuestionada desde sus inicios.

Moscú alberga extrañas contradicciones, y la afluencia de turismo no las ha atenuado. Como ocurre en cualquier lugar que debe venderse al extranjero, los matices desaparecen para que el ojo ajeno pueda reconocerlo rápidamente y llevarse una imagen sencilla y coherente.

Durante el primer día en Moscú nos mostraron el esfuerzo de transformación que se llevó a cabo durante los años posteriores a la Revolución Rusa: eliminaron y borraron del mapa la mayoría de los aristócratas y de los familiares zares, algunos de los cuales llevaron una existencia pintoresca e incluso miserable en Europa y en América. La imparable emigración a las ciudades de obreros muy escasamente cualificados y de campesinos que no se adaptaban a la velocidad requerida a los cambios políticos requirió inversiones monumentales. Algunas, como el metro, obedecían a la necesidad de rápidos movimientos, baratos y seguros. 

Otras, como las Siete Hermanas de Stalin, los siete monstruosos rascacielos de innegable influencia occidental que se erigieron en la ciudad, gritaban el orgullo y la tecnología de una nueva potencia.

Años más tarde, cuando las prioridades cambiaron, el orgullo continuó: algunas de las estaciones de metro fueron revestidas de materiales ricos y de mensajes propagandísticos. Con el mismo lenguaje del lujo de los palacios se tiñó el espacio donde los ciudadanos pasaban horas bajo tierra. Mosaicos y dorados, lámparas de delicado cristal y una estética de exaltación socialista que ahora resulta kitch, y conmovedora, y casi primitiva. Sea como sea, la visita a las estaciones de metro de Moscú no se parece a nada. Entre los vagones y los viajeros, el turista podría bailar, beber champagne, sentirse en una novela de Turguenev o de Tolstoi,  que pese a su genio no hubieran imaginado nunca nada parecido.

 Rojo y bello proceden de la misma raíz en ruso. La Plaza Roja abruma porque es enorme y de pronto muy pequeña, porque San Basilio parece de juguete y al mismo tiempo mucho más real que cualquier iglesia que hayamos visto, y porque sus colores no resultan del todo serios. ¿Es Rusia, la real, tan similar a la imaginaria? Cada una de sus preciosas cúpulas hubieran podido nacer de la imaginación de un pastelero. Pero su interior, oscuro, recogido, los iconostasios de las múltiples capillas sumidas en el silencio y en la calma, son el de una preciosa catedral. En algunos de los laberínticos pasillos se escucha la liturgia ortodoxa, cantada y elevada por la acústica de las paredes. Y los colores (ese azul carísimo, las estrellas doradas, los berbellones) permiten entender un poco mejor esa contradicción histórica. No hay nada viejo, no hay nada nuevo en Rusia. Solo historia y preguntas.

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El vestido de lino que llevé ese día en Moscú es una variante del que posiblemente haya sido el vestido del verano: se ha visto en infinidad de versiones, pero no acababa de encontrar la idónea para mí, hasta que di con éste: blanco, con un bonito escote en la espalda y algo de vuelo en la falda, y de la nueva temporada de Mango. Puede comprarse aquí. También los pendientes de nácar son de Mango, pero debido a su tamaño decidí llevar solo uno. Las alpargatas de Casteller, además de su línea limpia, fueron comodísimas durante todo un día de subidas, bajadas, ajetreo y calor. No en vano soy embajadora del Yute de Caravaca. Y, por último, el bolso de bambú ligero, original y que a mí me recuerda a uno de los autómatas de Theo Jansen  en miniatura, es de Salvador Bachiller. Puede encontrarse en las tiendas físicas. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 4 Moscú

Este viaje no pretende ofrecer una visión exhaustiva de Rusia. Ni siquiera de Moscú. Pero, apoyado en mi novela Llamadme Alejandra, hay algunos aspectos que pasan inadvertidos durante otros viajes, y que durante el EPVRusia buscamos y tratamos. Podeis ver cómo fueron las etapas anteriores en las tres entradas anteriores del blog.

Los zares preferían mantener a los enemigos de la familia relativamente cerca: a veces  decidían no asesinarlos (aunque ganas no les faltaban) pero consideraban que necesitarían de su presencia o aliados más tarde, cuando las aguas se hubieran calmado. Ya encontrarían maneras de librarse de ellos.

Pedro el Grande, que odiaba cordialmente Moscú, hasta el punto de construir una capital que en nada recordara a esta ciudad de madera y de estiércol, de fieles a la Vieja Religión y de  conspiraciones en cada callejuela, no fue una excepción: encerró en un convento de por vida a su primera esposa, a la que nunca quiso; Eudoxia Lopujina. Era una zarina como los tiempos requerían: de buena familia, conservadora, analfabeta y peligrosa no tanto por ella misma, sino por haber dado a luz a un varón y por oponerse a las reformas europeístas de su marido.

Ni Pedro ni su segunda esposa, Catalina, la asesinaron: sí a su hijo, el zarevich Alexis. Ella deambuló de convento en convento, con una vida de relativa comodidad y lujo dentro de que no podía abandonar sus paredes; era un riesgo razonable cuando se pertenecía a la nobleza.

El convento que vimos en Moscú conserva una historia a mi juicio aún más interesante, relacionada también con Pedro el Grande. Como suele ocurrir con algunas de estas personalidades, no estaba destinado a ser zar; por edad, le precedían otros hermanos y una hermanastra formidable, Sofía, que no estaba dispuesta a renunciar ni al poder ni a su influencia. Tras varios años como autócrata, y unas feroces represiones fratricidas, Sofía fue aislada, reducida e inmovilizada. La obligaron a vivir el resto de su existencia en el Convento o Monasterio Novodévichi.

Que era una fortaleza, protegida por murallas inexpugnables, el propio río y las guarniciones reales. Cuando en 1698 sus partidarios intentaron rescatarla, Pedro colgó sus cadáveres en los muros para que Sofía pudiera verlos pudrirse desde su celda. Impresiona ver cómo siglos más tarde algunos retratos la muestran como una mujer masculina, velluda y fea; una mujer que aspirara al poder debía ser una aberración física.

RTVE, que siempre ha seguido con interés mi trayectoria, nos dedicó un corte que se emitió en el Telediario, con el buen hacer ya habitual de Érika Reija. Puede verse en Televisión a la Carta aquí.

 Y faltaba el Kremlin, al que creo que con una pincelada haremos más justicia que con una descripción exhaustiva. El conjunto de palacios, iglesias, catedrales y torres mezcla la historia más reciente (vimos parte del parque automovilístico de los ministerios salir disparados a las 18:01, con sus autoridades a bordo), con las Catedrales que todos los zares debían visitar al menos una vez en su vida. La sucesión de cúpulas doradas, de frescos y de advocaciones aumentaban de siglo en siglo, porque era obligación de los monarcas aportar su catedral o iglesia personal. Yo me quedé con la de la Dormición, donde todos ellos fueron coronados, hacia la que se dirigió nerviosa y cubierta de pesadísimos brocados Alejandra para formar parte de ese ritual que ni siquiera conocía un par de años antes. Podéis ver la escalera de entrada y los arcos decorados; el resto está siendo restaurado. Y también recorrimos la de Arcángel San Miguel, cuyo interior visitamos, donde los zares moscovitas están enterrados.

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La ventaja del vestido negro que llevé ese día es que no se arrugaba, era lo suficientemente elástico como para resultar cómodo, de una longitud que permitía la entrada en edificios civiles y religiosos y el escote podía regularse para que fuera completamente cerrado o casi un palabra de honor. Es de Mango y puede comprarse aquí. En la misma marca se encuentran los pendientes de rafia, muy ligeros, y el bolso cofre de bambú, con un doble cierre que lo hacía bastante seguro. No hay que repetir que, aunque nosotros no sufrimos ningun robo, es una zona perfecta para carteristas. Las alpargatas de cuña, negras y de crochet, siguen siendo un recordatorio de que soy embajadora del Yute de Caravaca, y que podremos encontrar  pocos calzados mejores para el verano. (Ah, y el gorro blanco, una broma: los viajeros se empeñaron en que me lo probara en una tienda, allí se quedó).

 Las fotos son de Nika Jiménez. Recordar que este viaje y otros que realizaré en breve se organizan de la mano de El País Viajes y B the TravelBrand, en su sección Viajes con expertos.

Viaje a Rusia»Llamadme Alejandra» 2. Ekaterimburgo

El segundo día de este viaje a Rusia centrado en mi novela Llamadme Alejandra  (podéis leer sobre el primero aquí) tuvimos la oportunidad de conocer algo de esta región de los Urales, puerta hacia Siberia, y con recursos minerales tan ricos que el agua resulta escasamente potable, dado su alto contenido en metal y en sales.

Durante siglos las minas, los minerales preciosos y las diversas maderas atrajeron aquí a empresarios y a emprendedores. Las inmensas llanuras se alternan con bosques de pinos y de abedules, rectos y elevados. En muchas ocasiones eran espacios comunales donde los campesinos podían llevar al ganado, recoger setas, bayas o madera. Rebosaban vida y actividad hasta hace muy poco tiempo. Y, por desgracia, fueron también escenarios de una brutalidad indescriptible. 

De camino hacia Ganina Yama, en las afueras de Ekaterimburgo, nos detuvimos en dos lugares emblemáticos: en uno de ellos se recuerda a las víctimas de las purgas de comunismo, en concreto las realizadas por Stalin. Un equipo de expertos exhumaba en aquellos momentos tumbas en el bosque a nuestras espaldas, porque los fusilamientos clandestinos dejaron un reguero de víctimas aún no localizadas ni identificadas. Nos encontramos allí, donde varios muros recuerdan los nombres de los represaliados y la fecha de su nacimiento y de su muerte, con algunos descendientes que, desde el otro extremo de Rusia, les llevaban flores.

La segunda parada tenía un tono más festivo: nos movemos en la frontera entre Asia y Europa, pero esa línea no es recta ni clara, de manera que se marca mejor con monolitos y marcas que con una barrera. En uno de ellos, monumental, y tallado en el mejor granito uraliano, nos detuvimos, con, literalmente, un pie en un continente y otro en el contiguo.

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He mencionado antes Yanina Gama.¿Qué lugar es ése? Mi novela Llamadme Alejandra comienza en esa aciaga noche del 16 al 17 de Julio en la que los últimos zares y su familia fueron fusilados. Cuando amanecía el 17 de julio, un siglo exacto antes de nuestra llegada allí, todo había acabado, y los asesinos se enfrentaban al problema de cómo librarse de los cadáveres.

Como cuenta el informe Yurovsky que incluyo en la narración, los soldados cargaron los cuerpos en una furgoneta para enterrarlos en el bosque, pero una serie de errores los encontró con el día encima en un bosque lleno de gente, y sin saber qué hacer. Arrojaron los cuerpos a una mina abandonada, que era, en realidad, una especie de fosa poco profunda: Yanina Gama. Las explotaciones mineras se realizaban al aire libre, no bajo tierra, como las extracciones de carbón. 

En Yanina Gama se eleva un monasterio ortodoxo compuesto por diversas capillas de madera, en torno a la fosa donde se libraron de los cuerpos, donde ahora crecen lirios blancos. La bordea un mirador. Los fieles se habían reunido allí, y cantaban la liturgia de esa fecha santa. Fotografías de la familia real, esculturas e iconos presidían el recinto, mucho mayor de lo que yo me imaginaba, y convertían aquel espacio de muerte en uno de culto, con una emoción contenida muy diferente a la experimentada el día anterior en la Catedral del Salvador sobre la Sangre Derramada, más serena, más sencilla. 

Por casualidad nos encontramos allí con una de las descendientes de la familia Romanov, la Gran Duquesa María Vladimírovna Romanova, nacida y residente en Madrid, que había viajado allí para las celebraciones. Muy amablemente nos saludó y dijo unas preciosas palabras: nos recordó que el zar Nicolás II había indicado en una carta que si lo peor ocurría no buscaban otra cosa que no fuera la reconciliación y el perdón. Y que este lugar, tan triste, había logrado convertirse en un símbolo de paz y de espiritualidad. Creo que, pese a las manipulaciones de la memoria, la intención de algunos o la parcialidad de otros, así ha sido. No se respiraba allí horror ni espíritu de venganza. Han construido un espacio para la reflexión y el silencio. 

La última parada de esa etapa tan siniestra era el lugar donde los cuerpos acabaron el 18 de julio, y donde reposaron ocultos por muchos años. Los miembros del Soviet sabían que los cadáveres estaban mal enterrados; durante la siguiente noche los sacaron de la mina e intentaron llevárselo a otro lugar. Los errores llegaron entonces a la categoría de chapuza: dieron con terreno muy blando sobre el que los camiones se hundían, y al final los quemaron parcialmente y los enterraron en dos fosas, lo que luego dio pie a la creencia de que Alexei y una de las niñas quizás hubieran logrado huir, porque sus cuerpos faltaban. A continuación colocaron unas traviesas de tren encima, como si fuera un paso, rodaron varias veces sobre ellas con los vehículos… y allí, en el camino de Koptiaki, se los tragó el olvido.

Ahora una cruz y una pequeña instalación recuerdan la fosa. Tan parecida a las que hemos visto al principio de la ruta en el bosque, zares, campesinos, ricos, pobres, todos asesinados y, si hay suerte, recuperados del silencio tanto tiempo después. 

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Aunque no obedezca a la idea que tenemos de un monasterio, Yanina Gama, abierto al sol y el bosque, lo era. Y en un día de celebración como era éste, nos pidieron que nos cubriéramos la cabeza y que lleváramos falda más o menos larga. Me sorprendió ver a la Gran Duquesa con un velo negro muy sutil, similar a las mantillas españolas, lo que me lleva a pensar que el requerimiento es más simbólico que real.  Algunas de las viajeras vistieron pantalones y nadie comentó nada.

Yo opté por un vestido camisero de Atelier Felicity, con un pañuelo estampado con citas de La caída de la casa Usher, de Poe, y un bolso de Salvador Bachiller de la línea Bowling Enea Hueso.

El regreso a Ekaterimburgo fue breve; en realidad, sorprende ver lo cerca que ocurrió todo de la casa Ipatiev. Los cuerpos de los Romanov reposan ahora en Moscú, los veremos más adelante, pero sus fantasmas continúan por allí, en el bosque. 

La ciudad, por el contrario, muestra una energía y una pujanza que nada tiene que ver con el pasado ni con la tradición. Quedan muy poquitas casas tradicionales, de madera o ladrillo, arrasadas por las necesidades de una población en aumento desmedido. El resto de la ciudad (el museo Yeltsin, el paseo junto al río, donde los jóvenes se dan cita y los niños corren o montan en caballos amaestrados, o se sacan fotografías con muñecos de peluche gigantes) podría pertenecer a cualquier otra urbe moderna. En un recodo del río la casa Sevastyanov saluda ya como una vieja amiga. Los rusos de Ekaterimburgo son muy jóvenes, y les sobra qué hacer: lo ocurrido hace un siglo forma parte de su historia, sí, pero, sumidos en otro mundo y en el desconcierto de cómo leer y reinterpretar a día de hoy esa historia contada de manera muy diferente en pocos años, no parecen demasiado preocupados por ella. 

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El día de viaje y desplazamientos pedía vaqueros, que en este caso combiné con un top de mil rayas y volante asimétrico de Compañía Fantástica. La cesta blanca y los pendientes son de Mango. Las sandalias pertenecen a Pikolinos. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez. Y el viaje continúa…

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 1. Ekaterimburgo

De todos los viajes organizados con El País Viajes y B the Travel Brand, el que me ha llevado a Rusia (#EPVRusia) con un grupo de viajeros quizás sea el más especial e irrepetible: desde luego, habrá más ocasiones para seguir los pasos de los zares, tal y como narro en  mi novela Llamadme Alejandra, pero no viviremos otro centenario del fusilamiento de los zares allí, camino a Siberia, en Ekaterimburgo, en el mismo lugar en el que se despertaron en mitad de la noche convencidos de que los llevaban a otra casa más segura, la tercera o cuarta del recorrido demencial en el que se habían sumido.

 El 16 de julio de 2018 me encontraba en esa ciudad rusa en pleno crecimiento, la tercera en tamaño de Rusia, con sus sorprendentes rascacielos en construcción. Limítrofe entre Asia y Europa, esos días se convertía en el centro de la peregrinación nacional de fieles ortodoxos que se convocaban en la Catedral sobre la Sangre Derramada. En el país existen tres iglesias con ese nombre, las tres erigidas donde asesinaron a un Romanov: y en los sótanos, ahora cripta, de esta delicada edificación blanca y dorada murieron siete de ellos: un dictador, su ambiciosa mujer y sus cinco hijos. O, según otras versiones, un padre de familia, débil, incapaz de afrontar la inmensa tarea a la que estaba destinado, su esposa, sobreprotectora e insegura y cinco adolescentes indefensos. Y, según otra más (las visiones sobre los últimos Romanov son infinitas), siete mártires ejemplares y venerables.

En 1918, cuando la familia imperial y unos pocos criados llegaron a esta ciudad en los Urales los encerraron en la casa Ipatiev, bajo la custodia del soviet de la zona. Vista como una enorme zona de explotación de minerales, piedras semipreciosas y madera, a la provincia uraliana no solo viajaban los desterrados y criminales (que, en todo caso, continuarían aún más hacia el este), sino también comerciantes, ingenieros y ambiciosos hombres de negocios que se alimentaban de la incesante ansia de lujo de la Rusia más occidental.

La casa Ipátiev era una de las mejores de aquella ciudad relativamente joven, y en la que solo destacaban el teatro y un par de edificios públicos: construida en 1880, había pertenecido a varios notables de Ekaterimburgo: un funcionario de altas miras, Redikortsev, un comerciante de oro, Sharáviev, y finalmente el ingeniero Ipatiev, a quien se la incautaron los soviéticos.

La casa, de dos pisos y un semisótano, como es aquí costumbre, fue amueblada con gusto, las paredes cubiertas de papel pintado, y un huerto interior tras la valla. Ya no existe: Boris Yeltsin, que nació en Ekaterimburgo, y que goza de una controvertida populalidad aún hoy día, ordenó que la derruyeran en 1977, quizás en un intento porque el creciente culto a los Romanov perdiera intensidad. No lo consiguió, como se puede ver en las últimas fotos que acompañan este texto.

Como la casa Ipatiev no se conserva, salvo por algunas fotografías, lo más cercano a una mansión de época que podemos visitar en la ciudad es la casa Sevastiánov. No esperen una reproducción exacta: la deslumbrante casa Sevastiánov es anterior y más ambiciosa. Su estilo, llamado «ecléctico» por no llamarlo «póngame un poco de todo y ya iremos viendo» se ha convertido en algo único, y al mismo tiempo, típicamente ruso. Paseamos por la obra de un narcisista millonario, que llenó su casa de hermosos suelos y de verjas de hierro forjado, que la pintó para que fuera vista desde la distancia y que, como los nobles, incluyó un pequeño teatro para sus representaciones privadas. La casa, que cumple ahora funciones públicas, se encuentra en un lugar privilegiado junto al río, y al cabo de un par de días en Ekaterimburgo parece menos llamativa, incluso entrañable en su extravagancia.

Las leyendas sobre Sevastiánov (y hay muchas) dicen que quiso dorar la cúpula de su casa, y que se lo prohibieron esgrimiendo que era un derecho reservado a las iglesias, en las que se usaba el oro para atraer la mirada de Dios.

La Catedral Sobre la Sangre Derramada goza de ese privilegio, y deslumbra bajo el sol de julio por fuera… y por dentro. La noche en la que se cumple el centenario, los campamentos anexos se encuentran ya llenos: miles de personas, muchas de ellas mujeres, se congregan en los alrededores de ese lugar, a la espera de las Vísperas y del resto de las celebraciones.

No hay turistas: somos casi los únicos extranjeros que se mezclan con las peregrinas, que, con atuendo muy humilde, largas faldas, camisetas y pañuelo en la cabeza, rezan y cantan, mientras diferentes autoridades eclesiáticas se turnan para salmodiar los nombres de los Romanov, cuyas fotos rodean la iglesia en enormes paneles. Al sol, en fila en los jardines, los sacerdotes confiesan a los fieles. De vez en cuando llega un grupo nuevo de peregrinos, con sus iconos y banderines. El resto les hace sitio.

La iglesia se divide en dos partes: la superior, de cúpulas y paredes muy altas, se encuentra adornada con frescos religiosos, mezclados con escenas de la familia Romanov recreadas a partir de fotografías o de grabaciones. La mezcla entre la realidad y el culto, la historia y el misticismo apabulla y desconcierta a la vez. Para los educados en la religión católica todo despierta un eco familiar y al mismo tiempo exótico, primitivo. No parece que en este lugar haya transcurrido cien años desde la matanza, y mucho menos de brutales cambios sociales.

En la cripta inferior parece que la cabeza casi roce el techo; el olor a cera quemada y a incienso se mezcla con el sudor humano y la humedad del lugar. Allí, frente al iconostasio, alzado donde el muro del sótano sirvió como paredón, los sacerdotes continúan cantando y pasando el relevo al siguiente grupo. Las miradas de la familia más fotografiada de su época (la preciosa Tatiana, los ojos insondables de Alexei) vigilan desde las paredes. Esto no es Europa. No es Asia, tampoco. Entramos en otro lugar, en otra época, en este primer día del viaje, en el que yo cumplo 44 años.

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Descartad todo tópico sobre el frío siberiano: la temperatura era muy agradable, menos a mediodía, cuando el sol caía a plomo. Los peregrinos aprovechaban esos momentos asfixiantes para caminar y mortificar así más el cuerpo.

Escogí un vestido ligero, pero de manga larga, que permitiera protegerse del sol, y fuera lo suficientemente recatado para la iglesia. No me cubrí el cabello con un pañuelo porque las normas no eran tan estrictas aquí, pero sí con un canotier. Los pendientes largsa y asimetricos son de Mango, y el bolso de bambú, de absoluta tendencia, puede comprarse en varios acabados diferentes en Salvador Bachiller.

Las cuñas son de yute de Caravaca de la Cruz, de la marca María Victoria. Y las fotos fueron tomadas en las diferentes localizaciones por Nika Jiménez.