Entradas

Mirar más allá

Para quienes hemos vivido tanto a través de la literatura como de la vida real, estos días nos devuelven al antiguo hábito de escapar de la realidad con historias nuevas o viejas  narraciones, con libros, con películas que nos hablan precisamente de esos libros. Las historias ofrecen esa oportunidad, cálida y permanente: nos acogen sin pedir gran cosa a cambio, y enseñan, repiten, ilustran con enorme paciencia. Ahora que no podemos ver más que lo inmediato, unos pocos días o unas pocas horas de futuro, los libros nos animan a mirar más allá, a suspender el tiempo, el espacio, el miedo y la preocupación, y sustituirlo por aventuras, romances, saltos en el tiempo y enseñanzas eternas.

Un ser humano puede enamorarse de un libro con la misma intensidad que de una persona real: hay quien ha dedicado su vida a estudiar y a comprender sus secretos, y quien los enseña, una y otra vez, para que su memoria se extienda por una generación más, por siempre. Mis amores se encuentran más repartidos: literatura inglesa y española, poesía medieval, ensayo y las historias clásicas destinadas a los niños; y les soy escrupulosamente fiel. Algunos de los momentos más felices de mi vida han tenido lugar con mis ojos fijos en las páginas, mientras oscurecía fuera, o bajo una manta, con una lucecita, o hasta que la biblioteca cerraba y tenía que marcharme. Mi madre me perseguía para encenderme otra lámpara: ahí no ves (esa frase que lleva implícito el título de madre),  tienes que cuidar la vista.

EspidoLentillas2

No le faltaba razón: para quien se queda atrapado en un libro ese es uno de los pocos peligros. No el que acechaba a Quijote, el perder el juicio, sino el que persiguió a Borges, que se oscureciera la vista. Yo he sido miope y astigmática, y la única señal inevitable que percibido de que el tiempo huye es que la vista cansada comienza a asomar entre las letras. En su momento abracé con entusiasmo las lentillas (las gafas me parecían una tortura física y estética) y pocas cosas cuido y valoro más que la salud ocular: hago descansos frecuentes, para que la vista descanse (otra manera de mirar más allá). Cuido  que el parpadeo no se reduzca. Un poco de lágrima artificial, para que el ojo esté bien hidratado y la tensión, que a veces acumulo sin sentir, no ascienda.

Las gatitas ayudan, claro está: han establecido turnos, y cada cierto tiempo una de ellas viene a demandar atención a su manera. Rusia exige, Ofelia me mira con sus enormes ojos verdes y parpadea, Lady Macbeth me recuerda que ella sin amor constante muere. Por si acaso se despistan, cada veinte minutos suena una alarma. Cierro los ojos, hago un par de ejercicio visuales, miro al otro lado de la calle por una ventana abierta.

Recuerdo, de jovencita, mi desesperación cada vez que una lentilla se caía o se perdía, el grito de alarma, ¡Que no se mueva nadie!, el alivio si aparecía en el suelo, o prendida en cualquier sitio extraño, y la ceguera en la que me quedaba si no la encontraba, hasta que se reemplazaba. La idea de que las lentes de contacto pudieran ser desechables era de una modernidad casi enloquecida. ¿Lentillas de colores? Sin duda aquello estaba solo al alcance de las estrellas de cine. Que corrigieran defectos de visión, o que pudieran ser progresivas se veía muy lejos. Que además, llegara el tiempo de los precios baratos en lentillas parecía un sueño, como el de los coches voladores. Pero en fin, en esos tiempos estamos, en los que vemos aquello que nunca creímos ver, y en que encontramos esperanza en lugares insospechados. 

Leo tanto como de niña, o quizás más, en estos días en los que me resulta más sencillo que escribir. Cada cierto tiempo, levanto los ojos, vuelvo un poco a a realidad. Me enciendo mi propia luz, si lo necesito. Me digo: Ahí no ves. Me río de mí misma, acaricio a una de las gatitas. La vida es esto, aquí, esto que tenemos, esto que vemos.

EspidoLentillas3

Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez, en mi casa, antes de que comenzáramos el confinamiento. Lady Macbeth, como siempre, ayudó en todo lo que pudo.