Lejana y sola.

Las calles de las ciudades tienen otro aspecto cuando se pasea sola. No cuando se va de un lado a otro, con prisa y un objetivo, el trabajo, una cita, unas compras, sino cuando se deambula sin prisa y sin más. Todo desalienta a que una mujer haga algo parecido: el pánico a la soledad que se nos ha inoculado desde pequeños -un individuo es siempre más difícil de manipular, más contradictorio y más crítico-; el miedo a la intimidación física, cuando no a la agresión; la sensación de que no es lo correcto, o de que seremos detectadas o intimidadas.

La relación entre las mujeres y gran parte de los espacios público se lleva a cabo a hurtadillas, a toda velocidad, y, muchas veces, porque no queda más remedio. 

Muchas mujeres desconocen la sensación de felicidad que supone un rato de soledad fuera de su propia casa. Algunas, genuinamente, no pueden sentirlo porque se sienten observadas, inadecuadas o ridículas si están solas. Ir sola de compras, o al cine, o a dar un paseo, a un museo o una exposición, a un parque a leer o a tejer, a tomarse un café o un vino. Nada de esto está prohibido, ni siquiera particularmente mal visto: la mayor parte de esas actividades ni siquiera son peligrosas, pero nunca se alientan. Chicas en grupo, chicas en pareja, amigas, clase, pandilla. No se sabe dónde comienza la percepción real de que algo puede ocurrirles y dónde el muy eficaz control social. Dónde la voluntad y dónde aquello que nos han dicho que debemos sentir. 

Hay redes sociales que favorecen la soledad, y otras que precisan de otros agentes. Las centradas en la palabra tiene que ver con el ingenio individual y el deseo de imponer una opinión a otras. Las que giran en torno a la imagen exigen casi siempre al menos otra persona para tomarlas. Imagenes de diversión o de gamberradas, de parejas idílicas o de amigas sin un roce.

En las otras, las que involucran un espejo o una comida a solas, un paisaje que abruma con su belleza, o una fotografía de indumentaria, planea una sospecha de narcisismo. El ocio y la mujer, la soledad saboreada y la mujer, el poder, en definitiva, de la mujer en solitario, desprovista de apellidos, pareja, o influencias, es otra de las sutiles barreras que aún delimitan el amplio terreno de la libertad. 

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Las calles de Córdoba, como las de muchas otras ciudades, se encuentran cubiertas por un diabólico empedrado que desalienta cualquier zapato de tacón o de suela fina. Años de práctica me han llevado a desarrollar un sistema propio de navegación y de previsión de daños según camino, una habilidad que comparto con muchas otras mujeres y que nos permite ver el suelo como un elemento tridimensional, más que como un plano. Sea como sea, los zapatos son de Sacha London. El vestido de un precioso terciopelo devorado, en tonos azules y granates, lleva la etiqueta de La Fée Maraboutée. El bolso de terciopelo pertenece a mi colección, y tiene los suficientes años como para haberse puesto de moda de nuevo. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en la Judería de Córdoba

Mujeres secretas

El Consejo Europeo ha destinado una suma importante, un millón y medio de euros, para que la investigadora  española Carme Font, profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, analice y rescate la huella de las mujeres entre el siglo XV y XVII. Esa ayuda se destinará a un grupo de investigadoras que podrán así recorrer al menos durante cinco años archivos, bibliotecas y legados europeos, y que por lo tanto, los revitalizarán y conservarán.

La noticia no pasaría de ahí, de una inyección económica y de energía a la Universidad, si no fuera porque el proyecto es mucho más ambicioso: intenta cubrir el hueco de pensamiento y de palabras femeninas que se da en esa época, un momento crucial para la consolidación de la historia de Europa. Un porcentaje de mujeres, no muchas del total de la población, escribían anotaciones personales, muchas cartas, poemas o diarios. De los que se conservan, muchos se han descartado por la tradición literaria o filosófica porque sus temas se consideraban irrelevantes, o su estilo presentaba carencias. 

Eso no solo ha llevado a silenciar las vidas y las experiencias de las mujeres, en particular de las que no pertenecían a familias prominentes o no fueran consortes de hombres conocidos, sino que ha sesgado qué se creía transcendental y qué banal. La sexualidad de las mujeres y sus experiencias se han narrado desde la perspectiva masculina. Lo mismo ha ocurrido con sus vidas, sus anhelos o dudas. Salvo las veces en las que sus hijos varones reconocieron la influencia de sus madres, la huella femenina ha quedado en el silencio y la oscuridad. 

El equipo de Font planteará una relectura de la historia más amplia y flexible, en la que exista hueco para lo no narrado, y en la que la visión del mundo, hasta ahora masculina, se complete con la femenina. Hombre y mujeres tendemos a valorar como importante o superficial lo que hemos situado en una escala invisible, pero bien definida, en la que las aficiones, intereses o problemas femeninos se deslizan hacia las capas más bajas. 

En el congreso sobre Voces Femeninas al que asistí hace tres años en Nueva Delhi me mostraron un proyecto similar, que intentaba conservar las voces y las historias de las mujeres hindúes ancianas, muchas de ellas analfabetas, que narraban leyendas, recetas, vivencias o historias familiares. Sin la tecnología, esa tradición oral parecía condenada a desaparecer, y con ellas, la presencia durante generaciones de esas mujeres de las que no quedaba nada, ni el nombre, ni siquiera el apellido, perdido al casarse. 

En eso pensaba el otro día, cuando, a la salida de un encuentro de Mujeres Empresarias, caminaba por la impresionante Mezquita de Córdoba. Cuándo han callado esas mujeres anónimas, qué poco queda de ellas, qué poco sabemos de sus ansias o de su miedo, qué poco nos han dejado las que hace un siglo, cuatro, seis, caminaban ante las mismas puertas que ahora recorro…

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En este caso, todo el look, menos  el cinturón de lunares, que lleva años en mi armario, es de Mango. El vestido camisero negro, de satén, se encuentra aquí. El bolsito de abalorios transparentes, precioso, sirve además como arma de defensa personar, por su peso y contundencia. Los zapatos grises, con estampado de pitón, son estos. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el patio de la Mezquita-Catedral de Córdoba.

Leyendas en Haworth

La leyenda de las Brontë, la leyenda de las tres muchachas que se criaron en Haworth y publicaron varias novelas inolvidables, ha perdurado doscientos años y continúa con una magnífica salud. La casa de la Rectoría donde las hermanas se criaron conserva muchos objetos que usaron o crearon y sobre todo permite que entendamos mejor en qué entorno, bajo qué cielo urdieron sus historias. Mejor, pero no del todo.

Haworth y los páramos se asocian sobre todo a Emily y a sus Cumbres Borrascosas. En parte por las descripciones (emocionales y del paisaje) de la novela, y en parte porque muchas de las películas y series se han rodado en la comarca, este lugar árido de brezo y maleza azotado por el viento, árboles solitarios y lindes de piedra. El silencio, la breve vida de Emily y la construcción posterior de su personaje han contribuido a la costumbre de leer la novela como un código oculto de su vida y de sus pasiones. 

Uno de los temas de conversación frecuentes en el viaje EPV Brontë que organizo con B the Travel Brand y El País Viajes es precisamente el de Emily y su extraordinaria capacidad para plasmar el carácter humano con sus contradicciones y su oscuridad. Hablamos de cómo su experiencia personal se redujo a unos pocos años y a poca gente: Emily, además de en la Rectoría, vivió en una escuela y como institutriz, estudió (muy poco tiempo) en Bélgica con su hermana Charlotte, y regresó a Haworth para hacerse cargo, como ama de casa, de su padre y del manejo del hogar. 

Mientras tomamos el tren de vapor que nos lleva a Haworth, con su carbonilla y su peculiar traqueteo hablamos de cómo fue Elizabeth Gaskell, amiga y biógrafa de Charlotte, quien influyó de manera decisiva en la percepción que tenemos de Emily como alguien incomprensible, cambiante, casi hostil. Un genio que brotara de la nada, muy acorde con la imagen que Charlotte deseaba dar de cada una de sus hermanas y de sí misma. Tampoco debemos olvidar que la época esperaba virtudes y defectos muy concretos de los escritores y de las mujeres, y no digamos ya de las mujeres escritoras.

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Haworth era un lugar aislado, con una enorme mortandad, sobre todo infantil, en la época en la que Emily vivió. Ellas, separadas del resto de los habitantes no solo de una manera física sino por la rigida estructura social de la época, no vivían, de todas maneras, tan aisladas como podría parecer. Las bibliotecas portátiles, el constante intercambio de cartas, los estudios fuera de casa e incluso fuera de Inglaterra les permitieron un conocimiento de su realidad mucho más extenso que la de la mayoría. Emily, por ejemplo, seguía con enorme interés las noticias sobre la reina Victoria, que había nacido el mismo año que ella. La ambición de Charlotte, el auténtico motor para que las hermanas publicaran, no nació de la nada. Su padre había protagonizado una historia personal de superación, y las chicas eran conscientes de su propia inteligencia y de su valía. 

En los poemas y la novela de Emily hay mucho más que la fantasía de una muchacha solitaria: late el talento de un genio que observaba y procesaba lo que le rodeaba, las lecturas de clásicos y de autores de la época, una creatividad y una voz propia originalísima y una delicada decantación del paisaje. Algunas de esas cualidades se entienden mejor allí, en los caminos que ella recorría, pero incluso bajo esos cielos, entre esas callejas, en mitad de los páramos, podemos constatar que hay algo más; era una narradora extraordinaria, y nada tangible explica su historia interior. 

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Es una tentación escarbar en la biografía de Emily. ¿De verdad nunca vivió un apasionante amor como el que describe Cumbres Borrascosas? ¿Puede ser posible que todo naciera de la fabulación? ¿No hay un atajo que nos permita entender el mecanismo de la creación, no hay nada que podamos imitar, ni una realidad paralela en la que adentrarnos para que el encanto de esa novela continúe? Lo cierto es que no hay ninguna teoría sólida que sustente un secreto en la vida de Emily. El encanto de su literatura y el aura de su vida permanecen; el resto solo pasa a engrosar su leyenda. 

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El abrigo gris de borreguito es de Mango. Las botas de agua me las compré de emergencia en una tienda de York, mientras me caía encima toda la furia del cielo en otoño. El vestido gris con estampado Príncipe de Gales es de Compañía Fantástica. El medallón de plata y azabache tiene muchos años, y lo encontré en Estambul, cuando estaba allí con la gira del Premio Planeta. Las fotos las tomó Nika Jiménez en los alrededores de Haworth

La tercera Brontë

La posteridad ha sido generosa con las Hermanas Brontë: son, con diferencia, la familia más conocida y estudiada de la literatura universal. Hay tantas teorías sobre su talento, sus relaciones personales, y la autoría real de las obras que cuesta distinguir la fantasía de la realidad  y de los deseos de los lectores. Como ocurre siempre con personajes tan populares, se convierten en pantallas sobre las que proyectar nuestras emociones y preferencias.

La atención se la reparten Charlotte, la autora de Jane Eyre, y Emily, la de Cumbres Borrascosas. La tercera hermana, Anne, excelente poeta y autora de Agnes Grey, pasa casi inadvertida. Las razones son múltiples: Charlotte, la hermana superviviente, la compiladora y editora de las obras de su familia, sentía una admiración mucho mayor por Emily que por Anne. Además, la temática de Anne coincidía con la suya. Emily, la más original, la de una prosa más potente y evocadora, oscurece fácilmente a cualquier autor de su época, y en eso Anne no resulta una excepción.

En el viaje que organicé el pasado mes de Octubre a la tierra donde vivieron las Brontë no quise olvidarme de ella, ni del entorno en el que desarrolló su vida y su obra. Anne fue, de las tres hermanas institutrices, la que mantuvo un trabajo más estable, y mejores relaciones con sus alumnos y señores. Tímida, trabajadora y discreta, era la más bonita, y de trato más amable, frente a la inteligencia y ambición arrolladoras de Charlotte, y la reserva impenetrable de Emily. Anne pasó algún tiempo de su vida en la costa de York, y eso me sirvió como excusa para llevarme a mis viajeros a Whitby.

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¿Por qué a Whitby? Porque si queremos comprender parte del espíritu gótico que se manifiesta en las novelas de las Brontë este puerto de mar permite un vistazo a lo que las rodeaba en aquella época. En lo alto de la ciudad se erige una abadía, ahora en ruinas, que durante el s.VII fue regida por una dama noble, Santa Hilda. Aunque esta monja benedictina no vivió en las impresionentes ruinas que ahora vemos, que pertenecen a la de la abadía que se alzó en el s. XII, sí que contempló el mismo paisaje que nosotros vemos en la actualidad: la bahía, el mar bifurcado, el cielo y el río Esk. La abadía quedó en ruinas tras la desamortización de Enrique VIII, pero siguió sirviendo como referencia para los marinos que buscaban el refugio de la costa.

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Durante el siglo XIX veraneó en Whitby un escritor nacido exactamente el mismo año en que las Brontë publicaban sus obras; mientras buscaba un éxito que le evitaba, trabajó como secretario del actor Henry Irving, con el que se obsesionó. Se llamaba Bram Stoker, y se haría finalmente famoso por escribir Drácula.

La goleta rusa que trae el cuerpo de Drácula a Inglaterra llega, en mitad de una tormenta, a Whitby, donde Lucy, medio poseída ya, aguarda en el cementerio y observa cómo un perro gigante salta del barco y corre hacia la abadía. Incluso en los días soleados, el viento no cesa en la ladera. Por cierto, Bram imaginaba el aspecto de su Conde transilvano como una mezcla entre el rostro de Henry Irving y Franz Liszt. Guapos, altos, de rostro anguloso, melena al viento y aspecto atormentado. Muy poco que ver con el aspecto real de Vlad Tepes.

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Desde el promontorio opuesto  se puede ver bien la abadía y su perfil entre el río y el mar. Aquí, una noche endemoniada, Stoker se sentó en un banco que aún se conserva, y bajo una tormenta eléctrica imaginó la llegada del Démeter.

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Muy cerca de Whitby se encuentra Scarborough: la famosa feria medieval que dio origen a la canción de Are you going to Scarborough Fair? había dejado paso en el siglo XIX a una zona de veraneo estival, un spa. Anne Brontë pasó aquí algunas temporadas, porque la familia Robinson, para la que trabajaba se instalaba un mes en verano y dos semanas en Navidad. Esta costa abrupta de mar plano ofrecía un paisaje muy diferente al de los páramos de su infancia.

Anne llegaba a casa de los Robinson joven y desanimada: sus anteriores señores la habían despedido porque no había impuesto suficiente disciplina entre los niños. Dispuesta a que no le ocurriera lo mismo, se esforzó convertirse en una institutriz modelo, y lo consiguió. Pasados unos años, su hermano Branwell entró en la misma casa para ocuparse de la educación del niño de los Robinson. Muy en su estilo, y para desgracia de Anne, Branwell inició una relación clandestina con la señora de la casa, Lydia Robinson. Cuando fue descubierto y despedido, Anne decidió renunciar a su puesto, por vergüenza y por solidaridad con su hermano.

Scarborough aparece en su novela La inquilina de Windfell Hall, donde describe con todo detalle también la imparable adicción de su hermano al alcohol. Pese a todo, Anne fue feliz allí. Cuando enfermó en 1849, pidió que la llevaran a Scarborough, donde quizás el aire marino le ayudara a recuperarse. Fue inútil su voluntad de vivir: la tuberculosis la devastó en tres meses. Murió junto al mar en mayo de 1849, y Charlotte sopesó la situación. Su padre, el viejo reverendo Patrick, no parecía en condiciones de afrontar un viaje de más de 100 kms para enterrar a la tercera de sus hijas que moría en menos de un año. Anne fue enterrada en el cementerio de Santa María, sobre el mar, bajo el castillo.

Allí continúa su lápida, erosionada por la sal y el viento, y allí van a visitarla lectores y admiradores, que mantienen siempre flores sobre su tumba.

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La chaqueta de cuadros de cuadros y el vestido rosa de seda son de Mango. También lo son los pendientes.Los zapatos de tacón bajo y cuadrado son de Salvador Bachiller. El bolso granate, con su característico lazo, es el modelo clásico Marina Bow Bag de Sienna Jones. Me hice con el cinturón vintage en mi último viaje a Nueva York. Las fotos las tomó Nika Jiménez. Ya hemos convocado el próximo Viaje Hermanas Brontë para octubre del 2019. Podéis reservar vuestra plaza en la tienda más cercana de B theTravel Brand  o aquí, en El País Viajes.

Pinceladas

Mis últimos viajes me han llevado a lugares tan dispares como Rusia o Tánger, Utah o Rumanía, Argel o Caravaca de la Cruz. Latitudes, climas y costumbres difererentes. Tres continentes y una manera completamente diferente de percibir la femineidad, y de expresarla.

Y sin embargo, en las calles de todas esas ciudades, en esos países, he encontrado una característica común que se remonta al instinto natural que nos definió como especie: el adorno. Donde surge el homo sapiens, aparece el maquillaje, la joyería, el arte y la indumentaria elaborada; paralela a su necesidad de cubrirse, surge la de identificarse por la ropa, con bordados, cuentas y diseños que definan el pueblo, el estado civil, la clase e incluso el momento del año.

En esos lugares, las mujeres bordaban y lo hacían de una forma similar. Más allá de las costumbres, de hacerlo en solitario o en grupo, de las púas de puercoespín de los shoshones de Utah o  o de la seda los bordados rusos para la aristocracia, que imitaban los diseños campesinos, la prenda básica de la mujer, la camisa, aparecía salpicada de pinceladas de agujas. Los diseños eran muy parecidos: florales o geométricos, siempre en simetría, como si no supiéramos salir de ahí. Los colores (negros, rojos, azules intensos y dorados) también se repetían.

Después llegaba el resto, la diferencia: la camisa se ocultaba o mostraba el escote, los bordados se diferenciaban si la mujer estaba soltera o casada, se compartía con los hombres o era exclusivo de las mujeres, demostraban la habilidad de las jóvenes o se encargaban a monjas o a costureras. El bordado, que a veces comparte diseño con la porcelana local, la orfebrería o los frescos, era la única manera en que las mujeres podían expresarse: desde la mortaja de Amaranta Úrsula al pañuelo de madame Bovary, han sido un emblema de la mujer y su aburrimiento, de la manera de emplear el tiempo o de perderlo.

La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, una de las voces literarias más relevantes y originales del momento, ha afirmado alguna vez que menospreciar las aficiones, gustos o hábitos tradicionalmente femeninos, como la moda o la cosmética, la crianza o la cocina cotidiana, es una de las más evidentes y aceptadas formas de machismo. Estos meses me he acordado en muchas ocasiones de esa frase: de quienes puntada a puntada dibujaban telas que luego vestían, y de las historias que contarían mientras las contaban. De los trucos para que saliera bien y del rechazo de muchas mujeres a dedicarse a algo tan dedicado como bordar. De cómo para muchas ha sido la manera de salir de la pobreza o de atesorar algo bonito hecho por ellas mismas.

En todos los lugares, en cada casa, en todos los países.

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El bolso redondo, que lleva dos veranos siendo una pieza estrella y que promete poderse adaptar para el otoño, es de Rocai. Las alpargatas negras de crochet tejido son de Yute de Caravaca, y el vestido de aire étnico lleva la firma de Mango. Nika Jiménez tomó las fotos por las preciosas calles de Caravaca de la Cruz.

San Petersburgo: nunca la vida fue tan dulce

Una de las preguntas que me han hecho más a menudo con motivo de Llamadme Alejandra y del centenario del fusilamiento de los últimos zares y su familia es si no lo habían anticipado. Si, desde los despachos y los palacios en los que se movían, nadie les alertó del peligro que corrían y de la revolución que se avecinaba.

La respuesta es ambigua: sí, por supuesto, estaban al tanto de que existía un malestar en algunos sectores de su nación, pero convivían con él desde generaciones atrás. El abuelo de Nicolás II, Alejandro II, había muerto desangrado tras un atentado donde ahora se alza la Iglesia de la Sangre Derramada. Su tío Sergio, que era, además de un apoyo esencial, su cuñado por matrimonio con una hermana de Alix, falleció despedazado por un artefacto en Moscú. Ministros, amigos y familiares habían sido asesinados o escaparon de disntintos intentos.

Pero evaluar el peligro real resulta mucho más complicado, salvo que se haga, como nosotros, a posteriori. Por un lado, contaban con esa consideración casi medieval de monarcas investidos por Dios. Estaban convencidos de la devoción del pueblo, y creían que el problema radicaba en esa clase intermedia, desde la nobleza a los intelectuales, que les separaba de ellos. Midieron lamentablemente mal los riesgos que corrían, y no puede desecharse el dato sorprendente de que su familia, que gobernaba media Europa, tomó la decisión consciente de no auxiliarlos.

Como Europa y Estados Unidos antes de la Gran Recesión que comenzó en 2008, parte de Rusia vivía en una espiral de gasto desenfrenado, de fiestas, lujo y huida hacia el vacío. La I Guerra Mundial apenas habían afectado a las capas altas de la sociedad, más allá de las necesarias declaraciones patrióticas. Los rusos blancos que luego escaparon sobre todo a Francia recordaban con nostalgia que nunca la vida fue tan dulce como en San Petersburgo antes de la Revolución.

Por supuesto que estaban alertados de que un cambio se avecinaba: como lo estuvimos nosotros en una sociedad infinitamente más informada, democrática y alfabetizada. Pero, como nosotros, no podian creer que aquello que pisaban tan firmemente se deshiciera como hielo primaveral. Y, en un paseo por San Petersburgo, por lo que perdura de esa ciudad de canales venecianos y de palacios parisinos, de catedrales romanas y de trazado holandés, se comprende que los rusos que pagaron con su vida ese desconocimiento creyeran que se encontraban amparados por su apellido, por su fortuna o incluso sus criados. Los restos de la pobreza y de la miseria desaparecen. El testimonio de cómo vivieron las clases altas permanece durante generaciones tras su muerte.

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Aunque el evento al que acudí en esta bella ciudad era de carácter privado, me permitió comprobar que pese a la distancia en el tiempo, la capacidad de goce y de disfrutar por todo lo alto continúa intacta, y que a veces esa dulzura de vivir no radica en el nuevo dinero, sino en la compañía y el entorno.  

Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el Hotel Lotte de San Petersburgo y sus inmediaciones, frente a la catedral de San Isaac. El vestido de estampado de leopardo, con escote en V, es de Dolores Promesas Heaven. El clutch de terciopelo rosa llleva el inconfundible sello de Mibúh.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 6 San Petersburgo

Todo viaje llega a su fin, por mucho que Paul Auster defendiera que los viajeros no saben cuando regresarán a su hogar, y por lo tanto nos redujera a todos a la categoría de turistas. En esta última parte del Viaje a Rusia en el que seguíamos los pasos de mi novela Llamadme Alejandra San Petersburgo nos acoge y nos despide.

 La Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada de San Petersburgo despierta ecos pasados: ya estuvimos en Ekaterimburgo en otra Iglesia sobre la Sangre Derramada (puedes verlo aquí): se alzaron donde hubieran asesinado a un Romanov, y si en los Urales eran Nicolás II, Alejandra y su familia, en San Petersburgo fue su abuelo, Alejandro II. Por otro lado, esta preciosa catedral ecléctica, muy cerca de la Perspectiva Nevski, parece una copia moderna de San Basilio, en Moscú (puedes comprobarlo aquí).

Alejandro II fue asesinado en 1881; paradójicamente, le llamaban El libertador, porque había acabado con la servidumbre en Rusia, pero su pensamiento y sus actuaciones represivas y conservadoras generaron un enorme malestar entre intelectuales y estudiantes. Cuentan que una gitana le había vaticinado que moriría con unas botas rojas, algo que parecía absurdo. ¿Unas botas rojas? Pero, de alguna manera, así fue. El uno de marzo un anarquista arrojó una bomba al paso de su comitiva; el zar resultó ileso, pero quiso comprobar los daños de la explosión y bendecir al conductor, que estaba gravemente herido. En ese momento, un segundo terrorista le lanzó una segunda bomba directamente a los pies. Con las piernas destrozadas y un rastro de sangre que se prolongo hasta el Palacio de Invierno, el zar murió poco desangrado poco después, ante los ojos aterrorizados del pequeño Nicolás II, que recordaba a menudo aquella escena.

La Iglesia se elevó en ese mismo lugar poco tiempo después, y se completó en el reinado de Nicolás II: sus mosaicos se extienden desde el suelo al techo, con escenas religiosas y biográficas. Pese al colorido y las formas bulbosas del exterior, el dorado y la altura de las cúpulas demuestran que buscaban una espiritualidad muy diferente a la de San Basilio, y la estética, mucho más moderna, resulta menos extraña al ojo occidental.

Lo siniestro de su historia no puede ocultar la belleza del edificio, en ese exceso de color y lujo al que creemos que ya casi nos hemos acostumbrado, pero que no deja de sorprendernos en cada edificio.

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El  vestido midi beige que llevo es de Mango, como el bolso con una red de cuerdas trenzadas. Las alpargatas son de Casteller.

Una visita a San Petersburgo no estaría completa sin un recorrido por los canales. Bien en barca o en trineo, cuando estaban congelados, estas vías de agua resultaban más prácticas para desplazarse que los atiborrados puentes y vías. Las fachadas y las dimensiones cobran otro sentido cuando se observan desde el agua; fue una ciudad concebida para la fantasía, el lujo y la navegación.

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Por último, y ya que el palacio de Tsarkoye Selo donde vivieron los últimos zares se encuentra ahora bajo reconstrucción y reforma, deseaba visitar el que muchos consideran el más bello de los palacios de verano, el de Catalina. Si bien lo inició esta zarina, la segunda esposa de Pedro el Grande, quien lo retomó y lo cubrió de oro fue su hija Isabel, la bella, la alegre, la gastadora.

Y gastó, vaya si gastó. Desde el salón de embajadores, que dejaba boquiabiertos a los dignatarios extranjeros (ahora lo logra con los turistas) a sus galerías de tesoros, a los comedores a… Pero si se llama Palacio de Catalina, se debe a que Catalina la Grande, en el siglo XVIII, lo remató y convirtió en su preferido. Ella le dio ese aire rococó que aún hoy conserva, y que ha sobrevivido a dos guerras mundiales.

Es un buen momento para abandonar Rusia con ese mismo aire de irrealidad con el que este viaje comenzó: un mundo ya hueco y casi acabado cuando los ultimos zares vivían en él, aunque no lo supieran aún, y aún así, hermoso, un sueño de lujo que finalizó abruptamente, un país a medio camino entre el pasado y el presente, Occidente y Oriente. Una fascinación que solo aumenta cuanto más se conoce el país y su historia, y que si a mí me acompañó durante los años de la redacción de mi novela, espero que al lector le siga también durante mucho tiempo.

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Un palacio exige un look con un punto regio. El bolso cesta blanco es de Mango. La falda de mil volantes rojos de tul lleva el nombre de Wild Pony, y las cuñas de ante rosa las hizo Kanna. Como las anteriores de Casteller, estoy orgullosa de lucirlas como embajadora del Yute de Caravaca. El top de seda y espejuelos tiene como mil años, lo compré en una tienda de productos hindúes, y lo he llevado en bodas, para salir por la noche con vaqueros, y con todo lo que se me ha ocurrido. Las fotos, como todas las que aparecen en los posts de este viaje organizado por El País Viajes y B the Travel Brand, las ha sacado Nika Jiménez.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 5 San Petersburgo

La manera, rápida y eficaz, que escogimos para viajar de Moscú a San Petersburgo fue el tren de alta velocidad. Las etapas anteriores (puedes leerlas aquí) recorrían la parte tradicional de Rusia: aquello que Alejandra, la última zarina, creía reconocer y entender mejor que las intrigas de la corte moderna. En esta fase llegamos a una capital creada de la nada por el capricho de otro Romanov, Pedro el Grande, que de un plumazo decidió anular las costumbres y los lugares sagrados de sus antepasados y creó en mitad de las marismas norteñas una ciudad de mármol, oro y piedras preciosas con lo mejor de Europa.

Cuando llegamos, la ciudad se estaba preparando para una demostración militar y varios submarinos y acorazados se encontraban en los distintos brazos de agua. Visitamos en primer lugar la Fortaleza de San Pedro y San Pablo; una isla, un bastión, una catedral y una prisión al mismo tiempo. Visible desde el Palacio de Invierno, esta edificación ha protagonizado varios de los momentos más importantes de la historia rusa desde el siglo XVIII. En su catedral se encuentra enterrada la familia real desde Pedro el Grande hasta los últimos zares y sus hijos, en una capilla aparte. En las imágenes puede verse el sepulcro de María Feodorovna, la temible suegra de Alejandra, que tras varias vicisitudes (ella sobrevivió varios años a la masacre y murió en el extranjero) enterraron finalmente con su familia.

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Para la llegada a San Petersburgo llevé un vestido de rayas multicolores de Compañía Fantástica. Como esa mañana llovió, y también por la misma regla de decoro del resto de las iglesias, añadí esta gabardina blanca de Mango.

Cerrado ya el círculo de muerte de los Romanov (el lugar del fusilamiento y las fosas en Ekaterimburgo, las beatificaciones de Moscú y ahora sus tumbas) tocaba dirigirnos a algo menos siniestro; el esplendor y la vida que Alejandra tan mal asumía. Resulta obligado darse un paseo, por rápido que sea, por el Hermitage (o Ermitage, a la francesa), el gigantesco complejo que incluye el Palacio de Invierno frente al Neva, la galería de Arte actual, el pequeño Hermitage, el Gran Hermitage, el… hablamos no solo del lugar donde los actos más solemnes de la dinastía tenían lugar (aunque solían vivir en palacios menores, más manejables y cómodos), sino de uno de los museos más hermosos y amplios del mundo.

La galería de retratos de los zares, la capilla donde Nicolás y Alejandra se casaron, el salón de Malaquita, las escaleras de mármol, las gigantescas arañas de cristal… y oro, oro por todas partes. En las molduras, las manillas, los espejos, los muebles. Aquí resulta más sencillo entender la sensación de angustia y de aislamiento que debió sufrir Alejandra, que provenía de una educación y de una moral luterana, opuesta a todo lo que vemos, y en cambio, lo mucho que debió disfrutar Maria, que fue durante esa época la auténtica reina de ese Palacio de Invierno excesivo, con tantas obras de arte adquiridas a lo largo de los siglos que casi no se sabe dónde mirar.

Todo lo que se pueda ansiar está allí: Leonardo y Zurbarán, Rafael y Rubens. Arqueología y arte moderno; la sensación de repasar de nuevo, página a página, las enciclopedias de arte de la infancia. Pese a las seis horas que le dedicamos, la queja es la misma que en otros museos de primer orden: que haría falta una estancia de días, reposada, destinada únicamente a quedarse inmóvil ante esas obras.

Aún quedaba tiempo para visitar el que fue el palacio preferido del responsable de todo esto, Pedro el Grande: Peterhof. Las fotografías de los jardines y las fuentes fueron tomadas allí.

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Peterhof fue la diversión en muchos sentidos de Pedro el Grande: lo edificó a unos treinta kilómetros de San Petersburgo, es decir, lejos para que le dejaran en paz y cerca por si ocurría alguna emergencia. Frente al Golfo de Finlandia, desde el palacio, que se encuentra en una pequeña colina, se divisa el juego de fuentes, los caminos del jardín y al fondo el mar.

Y sí, es una divertimento: fuentes y glorietas de estilo barroco, chorros de agua que podían activar a voluntad para que el cortesano o la señorita de turno se empapara (para según qué cosas, el zar no era muy sofisticado), sombra, flores, luz, y como casi todos esos grandes monarcas, un pequeño refugio: una casita situada frente al mar donde él descansaba y su segunda esposa, Catalina, la amada, la de origen humilde, cocinaba para él, como ansiaría María Antonieta siglos más tarde.

Idéntica actitud a la de Alejandra en 1900: la nostalgia, no sabemos si sincera o no, de quienes buscan una vida sencilla cuando lo tienen todo, cuando el resto de quienes les rodean se conformarían con una brizna de ese pan de oro, de esas fuentes monumentales, de esas mesas en las que los manjares desaparecían casi sin ser probados… 

Las cómodas sandalias de cuña son de Casteller. Los pendientes, que quedaban perdidos entre tanto oro, de Mango. El bolso de bambú, obligado esta temporada, de Salvador Bachiller. Y la maravilla de vestido artesano es de una marca que acabo de descubrir que se llama Lupitas y que rescata la tradición artesana mexicana. Cada pieza es única. En mi caso sustituyeron los bordados coloridos que identificamos con esas prendas por un color dorado que no podía encajar, ni a propósito, mejor con el entorno.

Las fotos, como siempre, de Nika Jiménez. No tengo que repetir que este viaje se inspira en mi novela Llamadme Alejandra, y que se organiza en colaboración con B the TravelBrand y El País Viajes. Estamos preparando ya los dos siguientes a Inglaterra (Las Hermanas Brontë y Jane Austen) en octubre, y la información para apuntarse está aquí.

 

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 3. Moscú

La distancia entre Ekaterimburgo (donde estuvimos aquí, hace nada de la mano de El País Viajes y de B the Travel Brand) y Moscú se recorre en pocas horas de vuelo, y en varios siglos de lucha ideológica: enfrentamientos entre tribus invasoras y pueblos asentados, entre la Nueva y la Vieja Fe, entre los europeístas que creían que la esperanza de Rusia radicaba en su acercamiento a Occidente y los tradicionalistas eslavos que encontraban en las raíces más conservadoras y más rurales del país una identidad que ha sido cuestionada desde sus inicios.

Moscú alberga extrañas contradicciones, y la afluencia de turismo no las ha atenuado. Como ocurre en cualquier lugar que debe venderse al extranjero, los matices desaparecen para que el ojo ajeno pueda reconocerlo rápidamente y llevarse una imagen sencilla y coherente.

Durante el primer día en Moscú nos mostraron el esfuerzo de transformación que se llevó a cabo durante los años posteriores a la Revolución Rusa: eliminaron y borraron del mapa la mayoría de los aristócratas y de los familiares zares, algunos de los cuales llevaron una existencia pintoresca e incluso miserable en Europa y en América. La imparable emigración a las ciudades de obreros muy escasamente cualificados y de campesinos que no se adaptaban a la velocidad requerida a los cambios políticos requirió inversiones monumentales. Algunas, como el metro, obedecían a la necesidad de rápidos movimientos, baratos y seguros. 

Otras, como las Siete Hermanas de Stalin, los siete monstruosos rascacielos de innegable influencia occidental que se erigieron en la ciudad, gritaban el orgullo y la tecnología de una nueva potencia.

Años más tarde, cuando las prioridades cambiaron, el orgullo continuó: algunas de las estaciones de metro fueron revestidas de materiales ricos y de mensajes propagandísticos. Con el mismo lenguaje del lujo de los palacios se tiñó el espacio donde los ciudadanos pasaban horas bajo tierra. Mosaicos y dorados, lámparas de delicado cristal y una estética de exaltación socialista que ahora resulta kitch, y conmovedora, y casi primitiva. Sea como sea, la visita a las estaciones de metro de Moscú no se parece a nada. Entre los vagones y los viajeros, el turista podría bailar, beber champagne, sentirse en una novela de Turguenev o de Tolstoi,  que pese a su genio no hubieran imaginado nunca nada parecido.

 Rojo y bello proceden de la misma raíz en ruso. La Plaza Roja abruma porque es enorme y de pronto muy pequeña, porque San Basilio parece de juguete y al mismo tiempo mucho más real que cualquier iglesia que hayamos visto, y porque sus colores no resultan del todo serios. ¿Es Rusia, la real, tan similar a la imaginaria? Cada una de sus preciosas cúpulas hubieran podido nacer de la imaginación de un pastelero. Pero su interior, oscuro, recogido, los iconostasios de las múltiples capillas sumidas en el silencio y en la calma, son el de una preciosa catedral. En algunos de los laberínticos pasillos se escucha la liturgia ortodoxa, cantada y elevada por la acústica de las paredes. Y los colores (ese azul carísimo, las estrellas doradas, los berbellones) permiten entender un poco mejor esa contradicción histórica. No hay nada viejo, no hay nada nuevo en Rusia. Solo historia y preguntas.

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El vestido de lino que llevé ese día en Moscú es una variante del que posiblemente haya sido el vestido del verano: se ha visto en infinidad de versiones, pero no acababa de encontrar la idónea para mí, hasta que di con éste: blanco, con un bonito escote en la espalda y algo de vuelo en la falda, y de la nueva temporada de Mango. Puede comprarse aquí. También los pendientes de nácar son de Mango, pero debido a su tamaño decidí llevar solo uno. Las alpargatas de Casteller, además de su línea limpia, fueron comodísimas durante todo un día de subidas, bajadas, ajetreo y calor. No en vano soy embajadora del Yute de Caravaca. Y, por último, el bolso de bambú ligero, original y que a mí me recuerda a uno de los autómatas de Theo Jansen  en miniatura, es de Salvador Bachiller. Puede encontrarse en las tiendas físicas. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 4 Moscú

Este viaje no pretende ofrecer una visión exhaustiva de Rusia. Ni siquiera de Moscú. Pero, apoyado en mi novela Llamadme Alejandra, hay algunos aspectos que pasan inadvertidos durante otros viajes, y que durante el EPVRusia buscamos y tratamos. Podeis ver cómo fueron las etapas anteriores en las tres entradas anteriores del blog.

Los zares preferían mantener a los enemigos de la familia relativamente cerca: a veces  decidían no asesinarlos (aunque ganas no les faltaban) pero consideraban que necesitarían de su presencia o aliados más tarde, cuando las aguas se hubieran calmado. Ya encontrarían maneras de librarse de ellos.

Pedro el Grande, que odiaba cordialmente Moscú, hasta el punto de construir una capital que en nada recordara a esta ciudad de madera y de estiércol, de fieles a la Vieja Religión y de  conspiraciones en cada callejuela, no fue una excepción: encerró en un convento de por vida a su primera esposa, a la que nunca quiso; Eudoxia Lopujina. Era una zarina como los tiempos requerían: de buena familia, conservadora, analfabeta y peligrosa no tanto por ella misma, sino por haber dado a luz a un varón y por oponerse a las reformas europeístas de su marido.

Ni Pedro ni su segunda esposa, Catalina, la asesinaron: sí a su hijo, el zarevich Alexis. Ella deambuló de convento en convento, con una vida de relativa comodidad y lujo dentro de que no podía abandonar sus paredes; era un riesgo razonable cuando se pertenecía a la nobleza.

El convento que vimos en Moscú conserva una historia a mi juicio aún más interesante, relacionada también con Pedro el Grande. Como suele ocurrir con algunas de estas personalidades, no estaba destinado a ser zar; por edad, le precedían otros hermanos y una hermanastra formidable, Sofía, que no estaba dispuesta a renunciar ni al poder ni a su influencia. Tras varios años como autócrata, y unas feroces represiones fratricidas, Sofía fue aislada, reducida e inmovilizada. La obligaron a vivir el resto de su existencia en el Convento o Monasterio Novodévichi.

Que era una fortaleza, protegida por murallas inexpugnables, el propio río y las guarniciones reales. Cuando en 1698 sus partidarios intentaron rescatarla, Pedro colgó sus cadáveres en los muros para que Sofía pudiera verlos pudrirse desde su celda. Impresiona ver cómo siglos más tarde algunos retratos la muestran como una mujer masculina, velluda y fea; una mujer que aspirara al poder debía ser una aberración física.

RTVE, que siempre ha seguido con interés mi trayectoria, nos dedicó un corte que se emitió en el Telediario, con el buen hacer ya habitual de Érika Reija. Puede verse en Televisión a la Carta aquí.

 Y faltaba el Kremlin, al que creo que con una pincelada haremos más justicia que con una descripción exhaustiva. El conjunto de palacios, iglesias, catedrales y torres mezcla la historia más reciente (vimos parte del parque automovilístico de los ministerios salir disparados a las 18:01, con sus autoridades a bordo), con las Catedrales que todos los zares debían visitar al menos una vez en su vida. La sucesión de cúpulas doradas, de frescos y de advocaciones aumentaban de siglo en siglo, porque era obligación de los monarcas aportar su catedral o iglesia personal. Yo me quedé con la de la Dormición, donde todos ellos fueron coronados, hacia la que se dirigió nerviosa y cubierta de pesadísimos brocados Alejandra para formar parte de ese ritual que ni siquiera conocía un par de años antes. Podéis ver la escalera de entrada y los arcos decorados; el resto está siendo restaurado. Y también recorrimos la de Arcángel San Miguel, cuyo interior visitamos, donde los zares moscovitas están enterrados.

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La ventaja del vestido negro que llevé ese día es que no se arrugaba, era lo suficientemente elástico como para resultar cómodo, de una longitud que permitía la entrada en edificios civiles y religiosos y el escote podía regularse para que fuera completamente cerrado o casi un palabra de honor. Es de Mango y puede comprarse aquí. En la misma marca se encuentran los pendientes de rafia, muy ligeros, y el bolso cofre de bambú, con un doble cierre que lo hacía bastante seguro. No hay que repetir que, aunque nosotros no sufrimos ningun robo, es una zona perfecta para carteristas. Las alpargatas de cuña, negras y de crochet, siguen siendo un recordatorio de que soy embajadora del Yute de Caravaca, y que podremos encontrar  pocos calzados mejores para el verano. (Ah, y el gorro blanco, una broma: los viajeros se empeñaron en que me lo probara en una tienda, allí se quedó).

 Las fotos son de Nika Jiménez. Recordar que este viaje y otros que realizaré en breve se organizan de la mano de El País Viajes y B the TravelBrand, en su sección Viajes con expertos.