Espido Freire

David Torres 
El Mundo, 2005.

16 de Junio de 2005

ESPIDO FREIRE

Un hada buena, una princesa de incógnito. Caperucita paseando alegremente por el bosque antes de tropezar con el lobo y mandarlo a hacer flexiones para que pierda tripa. Algo en la fisonomía de esta mujer remite al universo de los mitos y cuentos infantiles, a las Cenicientas que se prueban vestidos de fiesta, a las Sirenas que perdieron la cola de pez, a las niñas que se chupan inocentemente el dedo después de pincharse con una rúeca envenenada.

Pero la ironía de la boca, la inteligencia de los ojos corrigen la versión canónica: la Cenicienta paga con targeta de crédito; la Sirenita calza zapatos de tacón; la niña no se duerme ni se chupa el dedo, sino que mra cara a cara el sueño, abre el cuaderno de ortografía y, mientras se restaña la sangre, empieza a escribir una novela. 
En verdad, los ojos forman el altar de la cara, unos ojos inmensos, tan grandes que uno no sabe de qué color son y que hacen que nariz, boca y barbilla se eclipsen, engullidas por las pupilas como en un dibujo de cómic japonés, un manga erótico mesmerizado por las hadas y las ninfas de la dulce Irlanda.

El mentón está a punto de desaparecer, la boca de borrarse: un hermoso rostro que sugiere misterio, elipsis, sesiones de espiritismo, apariciones en espejos empañados, damas misteriosas envueltas en vapor, vagando por los corredores de un castello encantado. Las huellas no son de pies descalzos, sino de zapatos de tacón de aguja, y lo malo es que conducen siempre a la biblioteca del castillo. Junto a la laguna negra, hay un bikini mojado. En vez de gritos y lamentos desde la torre, en la alta noche se recitan poemas. Luego resulta que el fantasma en cuestión gasta sostén de talla extra y se peina una cabellera larga y espesa que podría servir para fabricar escalas en obras de teatro isabelino. Así no vale.

La carne y el espíritu luchan encarnizadamente en este cuerpo que aprece evanescente y que, no obstante, está lleno de curvas excitantes y recodos de alabastro, de pestañas y uñas épicas. La carne y el espíritu pelean en los labios casi siempre entreabiertos, en la ansiedad palpitante de la nariz, pero se reconcilian en las manos de balada medieval y en los ojos de poema persa.

Por cierto, que se diría que las manos están hechas para lucir despedidas y anillos, para estrangular amantes y sostener halcones, y sin embargo los dedos apuntan la firmeza de la máquina de escribir y la arquitectura desordenada de los alfabetos. La frente tampoco oculta un estuche ni un joyero ni más reino que el de la imaginación: no se corta el pelo por no romper la urdimbre donde se tejen las historias.

Hay melancolía en el rostro, nostalgia en los gestos, tristeza en la cintura, pero la niña está crecidira ya, va sola por el bosque, ningún lamento por la perdida cola de pez hincha su pecho de Sirena. Hace ya mucho tiempo que no se chupa el dedo. En ella, en sis sinuosas formas femeninas, los cuentos y los mitos se han dado la vuelta como calcetines: la Cenicienta manda a la porra el príncipe y busca una zapatería de guardia. Penélope se harta de esperar a Ulises, tira el telar a la basura y se pone a recitar la ilíada en la plaza de Itaca. El castillo se alquila. Y sin embargo, con lo alta que es, siguen quedando ganas de sentarla en el regazo y contarle un cuento, cepillarle amablemente el pelo, cantarle una balada para que se duerma, decirle unas cuantas mentiras. Érase una vez. Y vivieron felicez. Qué ojos tan grandes tienes.