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Mis últimos viajes me han llevado a lugares tan dispares como Rusia o Tánger, Utah o Rumanía, Argel o Caravaca de la Cruz. Latitudes, climas y costumbres difererentes. Tres continentes y una manera completamente diferente de percibir la femineidad, y de expresarla.

Y sin embargo, en las calles de todas esas ciudades, en esos países, he encontrado una característica común que se remonta al instinto natural que nos definió como especie: el adorno. Donde surge el homo sapiens, aparece el maquillaje, la joyería, el arte y la indumentaria elaborada; paralela a su necesidad de cubrirse, surge la de identificarse por la ropa, con bordados, cuentas y diseños que definan el pueblo, el estado civil, la clase e incluso el momento del año.

En esos lugares, las mujeres bordaban y lo hacían de una forma similar. Más allá de las costumbres, de hacerlo en solitario o en grupo, de las púas de puercoespín de los shoshones de Utah o  o de la seda los bordados rusos para la aristocracia, que imitaban los diseños campesinos, la prenda básica de la mujer, la camisa, aparecía salpicada de pinceladas de agujas. Los diseños eran muy parecidos: florales o geométricos, siempre en simetría, como si no supiéramos salir de ahí. Los colores (negros, rojos, azules intensos y dorados) también se repetían.

Después llegaba el resto, la diferencia: la camisa se ocultaba o mostraba el escote, los bordados se diferenciaban si la mujer estaba soltera o casada, se compartía con los hombres o era exclusivo de las mujeres, demostraban la habilidad de las jóvenes o se encargaban a monjas o a costureras. El bordado, que a veces comparte diseño con la porcelana local, la orfebrería o los frescos, era la única manera en que las mujeres podían expresarse: desde la mortaja de Amaranta Úrsula al pañuelo de madame Bovary, han sido un emblema de la mujer y su aburrimiento, de la manera de emplear el tiempo o de perderlo.

La escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, una de las voces literarias más relevantes y originales del momento, ha afirmado alguna vez que menospreciar las aficiones, gustos o hábitos tradicionalmente femeninos, como la moda o la cosmética, la crianza o la cocina cotidiana, es una de las más evidentes y aceptadas formas de machismo. Estos meses me he acordado en muchas ocasiones de esa frase: de quienes puntada a puntada dibujaban telas que luego vestían, y de las historias que contarían mientras las contaban. De los trucos para que saliera bien y del rechazo de muchas mujeres a dedicarse a algo tan dedicado como bordar. De cómo para muchas ha sido la manera de salir de la pobreza o de atesorar algo bonito hecho por ellas mismas.

En todos los lugares, en cada casa, en todos los países.

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El bolso redondo, que lleva dos veranos siendo una pieza estrella y que promete poderse adaptar para el otoño, es de Rocai. Las alpargatas negras de crochet tejido son de Yute de Caravaca, y el vestido de aire étnico lleva la firma de Mango. Nika Jiménez tomó las fotos por las preciosas calles de Caravaca de la Cruz.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 3. Moscú

La distancia entre Ekaterimburgo (donde estuvimos aquí, hace nada de la mano de El País Viajes y de B the Travel Brand) y Moscú se recorre en pocas horas de vuelo, y en varios siglos de lucha ideológica: enfrentamientos entre tribus invasoras y pueblos asentados, entre la Nueva y la Vieja Fe, entre los europeístas que creían que la esperanza de Rusia radicaba en su acercamiento a Occidente y los tradicionalistas eslavos que encontraban en las raíces más conservadoras y más rurales del país una identidad que ha sido cuestionada desde sus inicios.

Moscú alberga extrañas contradicciones, y la afluencia de turismo no las ha atenuado. Como ocurre en cualquier lugar que debe venderse al extranjero, los matices desaparecen para que el ojo ajeno pueda reconocerlo rápidamente y llevarse una imagen sencilla y coherente.

Durante el primer día en Moscú nos mostraron el esfuerzo de transformación que se llevó a cabo durante los años posteriores a la Revolución Rusa: eliminaron y borraron del mapa la mayoría de los aristócratas y de los familiares zares, algunos de los cuales llevaron una existencia pintoresca e incluso miserable en Europa y en América. La imparable emigración a las ciudades de obreros muy escasamente cualificados y de campesinos que no se adaptaban a la velocidad requerida a los cambios políticos requirió inversiones monumentales. Algunas, como el metro, obedecían a la necesidad de rápidos movimientos, baratos y seguros. 

Otras, como las Siete Hermanas de Stalin, los siete monstruosos rascacielos de innegable influencia occidental que se erigieron en la ciudad, gritaban el orgullo y la tecnología de una nueva potencia.

Años más tarde, cuando las prioridades cambiaron, el orgullo continuó: algunas de las estaciones de metro fueron revestidas de materiales ricos y de mensajes propagandísticos. Con el mismo lenguaje del lujo de los palacios se tiñó el espacio donde los ciudadanos pasaban horas bajo tierra. Mosaicos y dorados, lámparas de delicado cristal y una estética de exaltación socialista que ahora resulta kitch, y conmovedora, y casi primitiva. Sea como sea, la visita a las estaciones de metro de Moscú no se parece a nada. Entre los vagones y los viajeros, el turista podría bailar, beber champagne, sentirse en una novela de Turguenev o de Tolstoi,  que pese a su genio no hubieran imaginado nunca nada parecido.

 Rojo y bello proceden de la misma raíz en ruso. La Plaza Roja abruma porque es enorme y de pronto muy pequeña, porque San Basilio parece de juguete y al mismo tiempo mucho más real que cualquier iglesia que hayamos visto, y porque sus colores no resultan del todo serios. ¿Es Rusia, la real, tan similar a la imaginaria? Cada una de sus preciosas cúpulas hubieran podido nacer de la imaginación de un pastelero. Pero su interior, oscuro, recogido, los iconostasios de las múltiples capillas sumidas en el silencio y en la calma, son el de una preciosa catedral. En algunos de los laberínticos pasillos se escucha la liturgia ortodoxa, cantada y elevada por la acústica de las paredes. Y los colores (ese azul carísimo, las estrellas doradas, los berbellones) permiten entender un poco mejor esa contradicción histórica. No hay nada viejo, no hay nada nuevo en Rusia. Solo historia y preguntas.

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El vestido de lino que llevé ese día en Moscú es una variante del que posiblemente haya sido el vestido del verano: se ha visto en infinidad de versiones, pero no acababa de encontrar la idónea para mí, hasta que di con éste: blanco, con un bonito escote en la espalda y algo de vuelo en la falda, y de la nueva temporada de Mango. Puede comprarse aquí. También los pendientes de nácar son de Mango, pero debido a su tamaño decidí llevar solo uno. Las alpargatas de Casteller, además de su línea limpia, fueron comodísimas durante todo un día de subidas, bajadas, ajetreo y calor. No en vano soy embajadora del Yute de Caravaca. Y, por último, el bolso de bambú ligero, original y que a mí me recuerda a uno de los autómatas de Theo Jansen  en miniatura, es de Salvador Bachiller. Puede encontrarse en las tiendas físicas. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez.

Las alpargatas rojas

De todos los cuentos infantiles, tradicionales o de hadas que he estudiado (y han sido muchos, para Primer amor y después para Los malos del cuento) hay uno del que quería hablar en estos días reivindicativos y revueltos: Las zapatillas rojas.
Como de casi todas las historias tradicionales, se conservan numerosas versiones. La más conocida es la que recopiló Hans Christian Andersen, tan bella su prosa, pero tan triste, y tan moralista… Quizás lo hayáis leído con zapatillas de ballet, chapines, zapatos… pero siempre es calzado, siempre es rojo y siempre es una niña (Karen, Anna, María) la protagonista.
La historia se resume así: Karen, que ha sido una niña pobre, fantase con unos zapatitos de baile rojos. En una sociedad conservadora, jerárquica y controladora, como lo han sido todas, ese capricho, y más en una niña, y no digamos ya en una niña pobre, resulta sospechoso, y asociado a diferentes pecados: la vanidad, la codicia, el afán de protagonismo, el libertinaje (bailar estaba estrictamente restringido a fechas y lugares determinados) y, de fondo, la lujuria.
Pero la suerte de la niña cambia. Sus padres mueren y es adoptada, o su madrina, o un golpe de suerte le permite elegir un calzado de su elección: y en lugar de escoger unos sólidos botos, o unos honestos zuecos, o un zapato cerrado y práctico, la jovencita compra unos zapatos de lujo, a veces dicen que de charol, otras de seda y otras de piel delicada. Unos zapatitos o zapatillas, para bailar y divertirse, de un lustroso color rojo, que apenas asomaran, sensuales, bajo las enaguas, cuando bailara y se moviera.
Y entonces llega el castigo. La niña se pone los zapatos, y baila, y baila, pero cuando desea parar, no puede. Una maldición ha caído sobre ella: quiera o no, y ante la mirada aprobadora del resto del pueblo, que cree que está recibiendo su merecido, recorre las calles, desesperada, en busca de ayuda. Algunos se ofrecen a cortarle los pies para que deje de bailar, otros a matarla. Según las versiones, Karen pierde los pies, en otras, muere agotada, en otras, más clementes, entra en la iglesia, reza, o se arrepiente, o un brujo le retira la maldición y aprende de sus errores.
 No te metas en líos, niña, dice la moraleja. Obedece, no destaques, no ansíes ni desees nada, reprime tus deseos de bailar, de gustar, de llamar la atención, o te meterás en líos, y será únicamente por tu culpa. Y ahí estaran las miradas de los otros para controlarte y criticarte, para juzgarte o para ofrecerse a destruirte.
Y yo te digo: baila, niña. Escoge los zapatos más altos, los más brillantes, los más rojos, los que desees. Y los quieres de otro color, pídelos. No tengas miedo, no dejes de bailar una sola noche por el qué dirán, no les entregues a ellos la calle, ni el salón de baile, ni el privilegio de divertirte. Ríete, y diviértete, porque muchas han luchado para que eso sea así, y para que puedas bailar hasta caer rendida. Como quieras y con quien quieras. El final del cuento, digan otros lo que digan, lo narras tú.
  
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 Mis zapatillas mágicas son unas maravillosas alpargatas rojas, con un nombre enigmático, POQ, que esconde el de Pastora Ortiz Quevedo, cuyo Instagram podéis encontrar aquí. Son altas y cómodas, su tejido es suave y mimoso, y con borlas que se mueven cuando camino. En ellas Pastora manifiesta una declaración de amor al trabajo ancestral del cosido a mano, puntada a puntada. Como aquellas del calzado que Karen miraría en el escaparate del cuento.
Con una vida entera dedicada al calzado, su aspiración es la de situar al espadril (otro de los nombres para alpargata) a la misma altura que cualquier otro calzado de lujo. Cada POQ es exclusivo, se ha hecho a mano con producción nacional, y quizas pertenezca a una de sus colecciones limitadas. Las mías son las Amokoi Pompon. Para bailar, para destacar, para hacer lo que se me antoje.
 Tampoco es para pasar inadvertida la falda de volantes, de Wild Pony, con su delicado plisado de tul y su constante movimiento.
Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el Museo Cerralbo, en su precioso jardín aún con camelias en flor. Visitadlo, es un paraíso (casi) secreto.
Y ahora, a bailar.