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Viaje a la Patagonia V: Isla Magdalena

El viaje por la Patagonia toca a su fin: a través del Estrecho de Magallanes el Ventus Australis se acerca la Isla Magdalena, la llamada «Isla de los Pingüinos». En su momento, la expedición de Magallanes ya arribó a esta islita: Pigafetta, en 1524, hablaba de cómo habían encontrado aquí pájaros y leones marinos cuando habían desembarcado. Gansos extraños, los llamó. Y durante siglos los navegantes hacían una pausa obligada para abastecerse de carne de pingüino y pescado.

En la actualidad, el mayor peligro que deben combatir los pingüinos magallánicos son las agresivas gaviotas; los humanos que los visitan lo hacen en número reducido y con estrictas normas de seguridad y distancia para no perturbarlos. Los pingüinos tienen preferencia de paso, que usan sin rubor, y, animalitos curiosos, observan sin miedo a quienes por allí pasamos. En tierra siempre resultan un poco cómicos, con su andar rígido y solemne. Se siente una simpatía instintiva por ellos; casi inevitable humanizarlos. Además, son hipermétropes, con lo que sabe Dios qué verán cuando nos miran…

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Los pingüinos habrían llegado a la isla un par de meses antes de mi visita, en septiembre, y para octubre llevan a cabo la puesta. Los padres se turnan para incubar los huevos en los nidos, y para pescar. En la cumbre de la isla se alza desde 1902 un pequeño faro rojo, testigo de los amoríos, muy decentes, de los pingüinos, que son monógamos y padres abnegados. Nuevamente en esa humanización desaforada a las que los sometemos, es fácil interpretar sus gestos de acicalamiento como muestras de ternura entre la pareja. Romanticismo avícola magallánico.

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Aquí, muy a  mi pesar, finaliza este viaje: glaciares y bosques, hielos, historia, terribles narraciones de hambre y de miserias, de racismo y de superioridad cultural esgrimida contra los más débiles, pero también investigación, curiosidad, ciencia, conocimiento. Belleza y grandiosidad, y al mismo tiempo una tremenda sensación de pequeñez y vulnerabilidad. Animales, plantas y corrientes con un mensaje claro: la necesidad de preservar un ecosistema en un equilibrio cada vez más precario, de desacelerar esta frenética búsqueda de beneficios a costa de la tierra, la sensatez y la propia salud humana.

Este ha sido, lo he dicho en alguna ocasión, uno de los viajes más hermosos que nunca he llevado a cabo, y he tenido la suerte de repetirlo en dos ocasiones. No solo por el paisaje, no solo por la sensación de soledad real que se produce en un viaje en un barco tan pequeño y con tan pocos pasajeros; es un recorrido que invita a pensar a quienes tienen tendencia a ello, y a sentir sin frenos a quienes se sienten inclinados a ello. Al no existir cobertura, el ritmo de la realidad desaparece: las normas son otras. Ni siquiera controlamos qué podremos ver o no, porque es la climatología y las condiciones del mar quienes lo deciden. Si un viaje supone una entrega, este, sin duda, nos lleva a ese abandono.

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Las fotos, y una interesante conversación que analizaba el futuro, el manera de comunicar y las nuevas formas de trabajo, que poco después se demostró casi profética, se las debo a Nika Jiménez.

Viaje a la Patagonia IV: Glaciares Águila y Cóndor

En la cuarta jornada del viaje a la Patagonia con Cruceros Australis nuestro barquito nos adentra en el Parque Nacional Alberto de Agostini, rodeado de picos majestuosos y recorrido por el Canal Cockburn, se encuentra el Glaciar Águila. A diferencia de otros glaciares menos hospitalarios, al Águila puede llegarse tras un tranquilo paseo a pie, por un camino que bordea una laguna y que limita un bosque primitivo patagonio.

Alberto de Agostini fue un salesiano italiano que además de labores de evangelización documentó de manera exhaustiva la Tierra del Fuego a principios del siglo XX. Explorador, fotógrafo y autor, publicó varias obras que describían la orografía y las costumbres de esa zona. A él se deben también algunos de los registros cinematográficos de la época, los primeros, y a menudo los únicos. Le interesaban genuinamente los pueblos indígenas y, si bien sus observaciones están a menudo sesgadas por la visión occidental imperante, denunció sin tapujos los abusos y la violencia de que los eran víctimas.

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El paseo ribereño permite una visión tanto de la flora marina, los restos de algas, líquenes y madera de deriva, como de la terráquea. El bosque primigenio, en el que podemos adentrarnos con extremo cuidado y sin tocar ni troncos, ni hongos, ni musgos, no se parece a ninguno de los que cubren el hemisferio norte: hay un diferencia sutil para quienes no sabemos gran cosa de botánica, pero evidente y muy desconcertante, como si nos moviéramos en un sueño o en un cuento.

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El Glaciar Águila puede, casi literalmente, tocarse con una mano. Es un gigante amable y accesible, que abraza más que intimida, que parece dispuesto a dar todas las lecciones que se le pidan y a mostrarnos

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Regreso al Ventus Australis con la sensación nueva de navegar sobre un bosque invisible, el que forman las algas responsables de gran parte de la fotosíntesis y de la liberación del oxígeno que salva el planeta a diario.

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Poco tiempo más tarde arribamos a otro glaciar de una morfología y un talante completamente distinto. Al Glaciar Cóndor se arriba a través de las lanchas, de una manera mucho más fugaz y menos estable: una catarata interna desagua en el canal, y sus lenguas azules rozan la superficie. De vez en cuando, una grieta o un movimiento en el hielo nos recuerda la breve tregua que nos da Cóndor. Por hoy nos dejará regresar sanos y salvos. Mañana ya veremos…

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En estas tierras se entiende con nitidez por qué se originan las historias míticas: hay una suerte de personalidad en los montes, en los hielos, o quizás sea nuestro intento por comprenderlos lo que los humaniza y los reduce para perderles el miedo. Todo está vivo aquí: existe una comprensión instintiva de que no hay un solo punto en este mundo que permanezca inmóvil o estático. En su grandeza, contemplan algunas motas de polvo que se desplazan de un lado a lado. Nada más que eso somos.

Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez durante los distintos paseos de ese día. La mayoría fueron genuinos robados, y las he descubierto al verlas editadas para el blog.

Rosa inglesa

Durante los viajes nos permitimos algunas cosas que no nos toleraríamos en casa: compras de recuerdos que no usaremos nunca, hacernos trencitas, o tatuajes temporales que parecen fuera de lugar en el mismo momento en el que salimos del avión. Promesas, o comidas, o hábitos que quedan atrapados en el interior de la burbuja del viaje, y que de allí, fosilizados como los recuerdos, volverán cada vez que miremos las fotos.

En eso pensaba en el Viaje al País de Jane Austen cuando miraba, como si no las hubiera visto nunca, las ovejas, las vacas, las fincas divididas por setos de la campiña inglesa. Recordé mucho ese orden, esa fascinación británica por no abandonar nunca del todo el campo, cuando Galicia comenzó a arder unas semanas más tarde. Nuestra mirada al campo, como a la historia pasada, ha mezclado siempre vergüenza y desprecio, una negación de lo que hemos sido a favor de un futuro que no sabe integrar el pasado.

Pensaba en el lento abandono de nuestros pueblos y de las aldeas, en las lindes cubiertas de abrojos y en la manera en la que malviven agricultores y ganaderos. En el latifundio. En el minifundio.  Seguí pensando en ello incluso en la casa de Jane Austen en Chawton, en su colorido jardín y sus visitantes, que acuden a centenares a la casa donde vivió una escritora. En el escandaloso mal uso de las subvenciones, y en la necesidad de un cambio inminente de esa mentalidad y esa reorganización, por el bien de todos. De todos. Incluidos las turistas que, con un abrigo rosa demasiado elegante para un paseo campestre, se acercan a mirar el morro pintado de unas vacas amables, e intentan aprender qué pueden hacer, que están haciendo mal en su país.

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El precioso abrigo de pelo (sintético) y rosa es de Mango, y el broche pertenece al abrigo. De la misma marca son los leggins de cuero y el jersey negro de cuello cisne. Los botines son de la firma de Elda Unisa. Y las fotos fueron tomadas cerca de Winchester y en Chawton, en la casa de Jane Austen,  por Nika Jiménez con MyPen Camera.