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Viaje a la Patagonia V: Isla Magdalena

El viaje por la Patagonia toca a su fin: a través del Estrecho de Magallanes el Ventus Australis se acerca la Isla Magdalena, la llamada «Isla de los Pingüinos». En su momento, la expedición de Magallanes ya arribó a esta islita: Pigafetta, en 1524, hablaba de cómo habían encontrado aquí pájaros y leones marinos cuando habían desembarcado. Gansos extraños, los llamó. Y durante siglos los navegantes hacían una pausa obligada para abastecerse de carne de pingüino y pescado.

En la actualidad, el mayor peligro que deben combatir los pingüinos magallánicos son las agresivas gaviotas; los humanos que los visitan lo hacen en número reducido y con estrictas normas de seguridad y distancia para no perturbarlos. Los pingüinos tienen preferencia de paso, que usan sin rubor, y, animalitos curiosos, observan sin miedo a quienes por allí pasamos. En tierra siempre resultan un poco cómicos, con su andar rígido y solemne. Se siente una simpatía instintiva por ellos; casi inevitable humanizarlos. Además, son hipermétropes, con lo que sabe Dios qué verán cuando nos miran…

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Los pingüinos habrían llegado a la isla un par de meses antes de mi visita, en septiembre, y para octubre llevan a cabo la puesta. Los padres se turnan para incubar los huevos en los nidos, y para pescar. En la cumbre de la isla se alza desde 1902 un pequeño faro rojo, testigo de los amoríos, muy decentes, de los pingüinos, que son monógamos y padres abnegados. Nuevamente en esa humanización desaforada a las que los sometemos, es fácil interpretar sus gestos de acicalamiento como muestras de ternura entre la pareja. Romanticismo avícola magallánico.

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Aquí, muy a  mi pesar, finaliza este viaje: glaciares y bosques, hielos, historia, terribles narraciones de hambre y de miserias, de racismo y de superioridad cultural esgrimida contra los más débiles, pero también investigación, curiosidad, ciencia, conocimiento. Belleza y grandiosidad, y al mismo tiempo una tremenda sensación de pequeñez y vulnerabilidad. Animales, plantas y corrientes con un mensaje claro: la necesidad de preservar un ecosistema en un equilibrio cada vez más precario, de desacelerar esta frenética búsqueda de beneficios a costa de la tierra, la sensatez y la propia salud humana.

Este ha sido, lo he dicho en alguna ocasión, uno de los viajes más hermosos que nunca he llevado a cabo, y he tenido la suerte de repetirlo en dos ocasiones. No solo por el paisaje, no solo por la sensación de soledad real que se produce en un viaje en un barco tan pequeño y con tan pocos pasajeros; es un recorrido que invita a pensar a quienes tienen tendencia a ello, y a sentir sin frenos a quienes se sienten inclinados a ello. Al no existir cobertura, el ritmo de la realidad desaparece: las normas son otras. Ni siquiera controlamos qué podremos ver o no, porque es la climatología y las condiciones del mar quienes lo deciden. Si un viaje supone una entrega, este, sin duda, nos lleva a ese abandono.

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Las fotos, y una interesante conversación que analizaba el futuro, el manera de comunicar y las nuevas formas de trabajo, que poco después se demostró casi profética, se las debo a Nika Jiménez.

Viaje a la Patagonia IV: Glaciares Águila y Cóndor

En la cuarta jornada del viaje a la Patagonia con Cruceros Australis nuestro barquito nos adentra en el Parque Nacional Alberto de Agostini, rodeado de picos majestuosos y recorrido por el Canal Cockburn, se encuentra el Glaciar Águila. A diferencia de otros glaciares menos hospitalarios, al Águila puede llegarse tras un tranquilo paseo a pie, por un camino que bordea una laguna y que limita un bosque primitivo patagonio.

Alberto de Agostini fue un salesiano italiano que además de labores de evangelización documentó de manera exhaustiva la Tierra del Fuego a principios del siglo XX. Explorador, fotógrafo y autor, publicó varias obras que describían la orografía y las costumbres de esa zona. A él se deben también algunos de los registros cinematográficos de la época, los primeros, y a menudo los únicos. Le interesaban genuinamente los pueblos indígenas y, si bien sus observaciones están a menudo sesgadas por la visión occidental imperante, denunció sin tapujos los abusos y la violencia de que los eran víctimas.

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El paseo ribereño permite una visión tanto de la flora marina, los restos de algas, líquenes y madera de deriva, como de la terráquea. El bosque primigenio, en el que podemos adentrarnos con extremo cuidado y sin tocar ni troncos, ni hongos, ni musgos, no se parece a ninguno de los que cubren el hemisferio norte: hay un diferencia sutil para quienes no sabemos gran cosa de botánica, pero evidente y muy desconcertante, como si nos moviéramos en un sueño o en un cuento.

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El Glaciar Águila puede, casi literalmente, tocarse con una mano. Es un gigante amable y accesible, que abraza más que intimida, que parece dispuesto a dar todas las lecciones que se le pidan y a mostrarnos

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Regreso al Ventus Australis con la sensación nueva de navegar sobre un bosque invisible, el que forman las algas responsables de gran parte de la fotosíntesis y de la liberación del oxígeno que salva el planeta a diario.

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Poco tiempo más tarde arribamos a otro glaciar de una morfología y un talante completamente distinto. Al Glaciar Cóndor se arriba a través de las lanchas, de una manera mucho más fugaz y menos estable: una catarata interna desagua en el canal, y sus lenguas azules rozan la superficie. De vez en cuando, una grieta o un movimiento en el hielo nos recuerda la breve tregua que nos da Cóndor. Por hoy nos dejará regresar sanos y salvos. Mañana ya veremos…

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En estas tierras se entiende con nitidez por qué se originan las historias míticas: hay una suerte de personalidad en los montes, en los hielos, o quizás sea nuestro intento por comprenderlos lo que los humaniza y los reduce para perderles el miedo. Todo está vivo aquí: existe una comprensión instintiva de que no hay un solo punto en este mundo que permanezca inmóvil o estático. En su grandeza, contemplan algunas motas de polvo que se desplazan de un lado a lado. Nada más que eso somos.

Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez durante los distintos paseos de ese día. La mayoría fueron genuinos robados, y las he descubierto al verlas editadas para el blog.

Viaje a la Patagonia III: Glaciar Pía

No soy muy amiga de las fotografías de libros emplazados en lugares estratégicos, como si fueran un enanito de Amèlie, y mucho menos de los bookfaces, las fotos en las que las cubiertas de los libros forman parte de la composición, que tan de moda están últimamente, pero en este caso me parece que encierra cierta lógica el que De la Melancolía aparezca en este paraje de la Patagonia, el Glaciar Pía

El glaciar remata el fiordo del mismo nombre, al que se accede por el Canal Beagle, y debe su nombre a una princesa italiana, María Pía de Saboya. Con el tiempo, la princesa llegó a ser reina de Portugal, y hermana de un rey español, Amadeo de Saboya: y su vida, no exenta de avatares y de desgracias, algo evoca en este Glaciar que crece y se quiebra, que muestra un dinamismo poco usual y que arrastra piedras, minerales y tiempo hacia el mar. 

Muestra una extrema belleza, que cambia desde dónde se observe: a diferencia de otros, Pía se deja contemplar desde alturas y ángulos diversos, por su posición entre montes que sirven de miradores.

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Hace años, en mi primer viaje a estas tierras, Pía perdió un bloque de hielo de tamaño considerable ante mis ojos. El ruido y la sensación de desgarro bajo los pies me atraparon, aunque ya había visto otros glaciares y otros derrumbres antes. Si los glaciares tienen algo similar a la personalidad, si nuestra capacidad de humanizar los paisajes, y de nombrar dioses, diablos y protectores en la naturaleza ha continuado durante siglos es porque responde a una necesidad innata de abarcar lo infinito. Pía era amable y terrible, curiosa y original. Me quedé con esa sensación y me la llevé. De vez en cuando, como no tenía fotografías de ese momento, lo recordaba, y volvía a relegarlo.

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Tuvieron que pasar muchos años y varias novelas para que encontrara una historia en la que esa imagen encajara, y esa fue De la Melancolía. La protagonista, Elena, define su descenso a la depresión con ese sonido y ese desgarro silencioso que yo le presto, tras tantos años guardados a la espera de algo a lo que mereciera la pena asociarlo. 

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Cuando escribí la novela no sabía que regresaría a allí apenas una semana después de que esta historia fuera publicada. Las casualidades enlazan y crean una historia paralela a la que creemos presenciar o protagonizar. Y bajé conmigo el libro, como un final de círculo, para que aquello que allí había comenzado sin yo saberlo cobrara más sentido. Fueron emociones muy diferentes, pero igualmente intensas y hermosas: la de la primera vez, íntima, profunda y misteriosa. La de la segunda vez, con una creación propia, con una historia que entrelazar a la que se cuenta Pía por las noches, a la que nos transmite con gruñidos y crujidos ininteligibles. 

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Los arañazos y las estrías del hielo han dejado su huella sobre las piedras. Aquí todo cuenta historias, y casi todas son evidencias de un pasado que se desarrolló sin testigos ni notarios.

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Desde el Ventus Australis la lengua de hielo y piedras continúa pareciendo gigantesca e irreal.

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El barquito se convierte, una vez más, en una cáscara de nuez frente a la inmensidad, y el viaje en una antigua metáfora de la insignificancia ante la vida, de lo poco que decidimos o intervenimos en todo esto. Un mensaje para disfrutar y aprender de ese camino, sin que tampoco el ansia por entender nada se interponga.

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La chaqueta de lana trenzada de color granate es de Venca. El vestido de seda estampada pertenece a La Fée Maraboutée.  Los pendientes son de Vickovsky Art.

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Cuando comenzó a refrescar el viento cargado de hielo pedía un plumífero más contundente contra el frío. La diferencia entre disfrutar de un viaje así o padecerlo se encuentra en el calzado y en las prendas de abrigo: y, no lo olvidemos, en eso que parece tan sencillo, y que resulta tan difícil de escoger con acierto: la compañía. 

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Las fotos, como todas las de este viaje en Australis Cruises, fueron tomadas por Nika Jiménez

Viaje a la Patagonia II: Cabo de Hornos y Wulaia

El segundo día de ruta (puedes ver el día anterior del viaje con Cruceros Australis aquí)  no aporta únicamente un recorrido por el canal Murray, o la bahía Nassau, sino un viaje por la historia y por algunos de los descubrimientos geográficos más importantes de varios siglos: el desplazamiento de hoy se salpica de nombres míticos, tan conocidos que parece irreal encontrarlos por el camino. ¿Existe de verdad, más allá de la literatura, de las películas en las que exploradores y piratas lo mencionan, el Cabo de Hornos? Existe, sí. Y, aunque me parezca difícil de creer, yo lo he doblado ya dos veces. Por lo tanto, como manda la tradición marina, tengo derecho a lucir un aro de oro en mi oreja izquierda.

El Cabo, en realidad, se encuentra en el punto más meridional de la Isla Hornos. Al sur de este lugar se extiende el Pasaje de Drake, también llamado el Mar de Hoces, y más allá, la Antártida. En el este bate el Oceáno Atlántico, que se funde por el oeste con el Pacífico. Un fin del mundo, sorprendentemente frecuentado durante siglos, desde comenzó a usarse en el siglo XVII (Francisco de Hoces lo había descubierto en en 1525) hasta que el Canal de Panamá ahorró millas de navegación y peligros de naufragio.

La estrechez de los pasos, la furia de los vientos, que no encuentran obstáculo alguno, y giran sin ningún aviso, las olas, que pueden alcanzar alturas imprevistas, y la presencia de hielos convirtieron estas aguas en un desafío para los marinos. Doblar el Cabo de Hornos continúa siendo un reto aún hoy, y el pequeño Ventus Australis lo afrontó con decisión y valor.

Desembarcamos muy de mañana en la Isla Hornos: el montículo de más de 400 metros de altura no ofrece una playa, sino un embarcadero instalado en un pliegue de las rocas, la Caleta León, y resulta interesante pensar en cómo se decidió en algún momento que ese rinconcito de una isla aparentemente inexpugnable sería el adecuado. Si os apetece ver una buena ficción sobre este tema, os recomiendo la película Master and Commander. El personaje de Aubrey en esta aventura se basa en un marino real, Lord Thomas Cochrane, cuyo periplo es interesantísimo. 

Los yámanas, por supuesto, conocían estas aguas, que recorrían en sus canoas, desde tiempos inmemoriales, pero fue en el siglo XIX cuando Robert Fitz Roy, en el primer viaje del Beagle, desembarcó en la isla. Fitz Roy es otro personaje histórico apasionante, con mal final, pero con una vida realmente increíble.

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Autora española sigue los pasos de Robert Fitz Roy en Isla Hornos un par de siglos más tarde.

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En memoria de todos estos pioneros, y de infinidad de marinos anónimos, se elevan aquí varios monumentos. Uno de ellos se dedica al marineno desconocido. La escultura del albatros, una de las aves de la zona, lleva la firma del artista José Balcells, recuerda a quienes murieron en estas aguas. Y en recuerdo de Fitz Roy hay otro memorial.

Sé lo que estáis pensando. Nada favorece tanto como un chaleco salvavidas.

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La Armada chilena mantiene aquí un faro, una casita para el farero y su familia, y una capillita dedicada a la Estrella de los mares, la Virgen del Carmen (mi patrona: yo nací el 16 de julio). El oficial que está al cargo de la isla vive aquí con su familia, su esposa y una niña. Son amabilísimos, y reciben cálidamente a los viajeros. A su vez, la isla forma parte del Parque Nacional de Cabo de Hornos y ofrece interesante información sobre metereología, flora y fauna.

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Si la mañana se escapa bajo el cielo azul y los vientos gélidos de la Isla, la tarde nos lleva  a la bahía Wulaia; si antes seguíamos los pasos del primer viaje del Beagle, aquí, en el oeste de la isla Navarino,  amarró ese barco mítico en su segundo viaje, en el que un muy joven y muy original Charles Darwin recogía evidencias que le llevarían a esbozar una teoría revolucionaria sobre el origen de la humanidad.

En la caleta se conservan los restos de una vieja granja, uno de los infructuosos intentos de colonizar estas tierras, que durante siglos fueron patrimonio de los yaganes o yaghanes. Apenas quedan los muros que marcaban los establos y el lavadero de lana. El edificio más moderno que se eleva al fondo era una estación de radio, y ahora sirve como un centro de información sobre los pueblos indígenas.

Pese a que ahora nuestra manera de abordar la historia sea ligeramiente distinta, resulta difícil dar un paso sin encontrar las huellas de un pasado colonizador y de una visión parcial del mundo. Para la mentalidad decimonónica, los fueguinos no eran considerados seres humanos completos, sino salvajes que necesitaban de la redención civilizadora. Quizás conozcáis la historia de Jemmy Button, el indígena yagán adolescente que fue llevado a Inglaterra, y presentado ante el rey Guillermo IV. Vestido como un caballero, vacunado, y con un pequeño barniz de modales, Fitz Roy lo devolvió aquí, a su tierra, tres años más tarde. El intento civilizador due un auténtico fracaso, se mire por donde se mire. Uno de los indígenas arrebatados murió de viruela, y cuando el resto regresó no sabían muy bien a qué mundo pertenecían.

En 1855 una misión anglicana intentó radicarse en esta misma bahía. Pretendían implantar la agricultura y evangelizar a los yaganes. Button aún vivía, y cuando los misioneros fueron masacrados y la misión saqueada testificó que no había sido su pueblo, sino los indios ona, los responsables. Las transcripciones del jucio resultan lamentables y vergonzosas.De principio a fin, toda esta iniciativa fue una idea desgraciada tanto para los nativos como para los europeos.

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El ascenso hacia la cumbre nos permite imaginar cómo Darwin debió deslumbrarse ante la riqueza y la variedad de la vegetación: a mi espalda podéis ver un arbol de Pan de Indios. Esas pequeñas bolitas naranjas son comestibles.

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A menudo tengo la sensación de ser observada. Quizás aquí habiten invisibles dragones…

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Los castores, que fueron importados para criarlos por su piel, y que lograron sobrevivir porque la calidad de la misma cayó en picado al llegar aquí (listos animalitos adaptativos) suponen una importante plaga para el entorno: son imparables y muy invasivos. Esta presa ha sido creada por ellos, y en todos los troncos se encuentran evidencias de su afán roedor. 

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Un lugar de belleza serena e infinita, donde la meditación sobre nuestra escasa importancia se impone, queramos o no. Existe una perversa tentación a creer que la naturaleza se rige por normas justas y más compasivas que los humanos. Aquí se pone en evidencia que eso no es así, nunca ha sido así. No hay justicia, ni siquiera orden. Solo una extraña lógica de causa y efecto, y no siempre. Como en la poesía, como en la vida.

Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez.

Viaje a la Patagonia I: Ushuaia

No se llega al fin del mundo por casualidad, no se alcanza ese límite sin pagar un precio a cambio, no se consigue sin un esfuerzo previo, planificación abundante y a veces varios fracasos anteriores: ninguno de los lugares que claman por convertirse en esos Finis Terrae decepciona, ninguno ofrece un paisaje vulgar o una reflexión superficial: desde el Finisterre gallego, al Finistère francés o a Pembroke, en Gales, cuando el mundo conocido se interpretaba desde Europa, saltamos a los descubrimientos que demostraron que el mundo, lejos de ser plano y de albergar monstruos más allá de las Columnas de Hércules, se contenía en sí mismo, y no se llegaba al fin sin ofrecer otro principio.

Pese a todo, siempre me ha fascinado la idea de llegar a  un confín más allá del cual no hubiera nada: el hielo detenido sobre el agua, el océano con su fantasía de inmensidad, o un límite personal hecho trizas. Hace casi dos décadas viajé por unas tierras extraordinarias, la frontera sur por muchos siglos de allí donde podíamos adentrarnos como humanos. La Tierra del Fuego, custodiada por el hielo, la Patagonia Chilena, cuyos retorcidos dientes salvábamos en un pequeño barquito de Cruceros Australis. Ahora, en mi regreso, he trazado el camino inverso, de Argentina a Chile, que llevé a cabo en el primer viaje: y, antes de embarcar, os invito a que me acompañéis en la jornada previa a la que reclama ser la ciudad más austral del mundo, Ushuaia, en perpetua lucha con Puerto Williams, Chile.

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 En estos años de ausencia, Ushuaia ha crecido y prosperado de manera notable: la Bahía profunda descrita por los primeros pobladores, cazadores nómadas, y que hasta bien avanzado el siglo XIX no ofrecía ningún atractivo al poblador o colono occidental, se ha convertido en un centro turístico y administrativo notable, lleno de color, y con una leve semejanza a los pueblecitos alpinos europeos; pero si nos desprendemos de esa necesidad de comparar todo lo nuevo con aquello que ya conocemos, asoman las huellas de un espíritu propio, irreductible, el de los supervivientes en tierra hostil.

El trazado de las calles, muchas de ellas con una mezcla de grava, cemento y hierba, devorado por la nieve y la sal, sigue vagamente el espacio entre las montañas y el puerto, en una calle larga y estrecha que alterna cafés, tiendas de ropa deportiva y antiguas estructuras de hojalata y madera. Más allá, los Andes Fueguinos la rodean por tres de sus cuatro flancos: desde la ciudad parten excursiones para explorar las sierras contiguas, sus lagos y los saltos de agua de los ríos. Como el turismo ha llegado relativamente tarde a estas tierra, con sus excesos ya asumidos, resulta visible el esfuerzo en la conservación y la sostenibilidad de cada factor implicado: empresas, hotelitos, instituciones, y el propio viajero. 

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Sin embargo, aquello que durante décadas logró que Ushuaia fuera conocida, y lo que le aportó la mayor parte de su población fue el presidio que se comenzó a construir en 1896. La costumbre de enviar a presos a los lugares más alejados de la civilización no era nueva: piensen en Napoleón en Santa Helena, en los condenados enviados al destierro penal en  América, a la Guayana o a Australia. La literatura nos habla del Conde de Montecristo, pero también de Manon Lescaut, desterrada y fallecida en la Luisiana. 

El penal de Ushuaia se establece por razones menos romáticas: el gran número de emigrantes que recibía Argentina en esos años hizo que los índices de criminalidad desbordaran las pequeñas cárceles de Buenos Aires: en 1902 adquirió un carácter de instalación definitiva, y los cinco pabellones, ahora dedicados a diversos museos, se mantuvieron en activo hasta 1947. El aislamiento, el frío, el mar y los uniformes desalentaban que los presos intentaran escapar: no había a dónde. Un pequeño trenecito, el más austral del mundo  servía en su momento para que los presos que demostraban mejor conducta se trasladaran a los campamentos forestales cercanos, donde trabajaban en la tala y la construcción. Aún continúa en funcionamiento, si deseamos hacer el breve recorrido.

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¿Habéis estado alguna vez en una cárcel? Yo he pisado tres, mazmorras aparte; en una ocasión, en España, como parte de un programa que acercaba la literatura a las cárceles, y dos aquí, en Ushuaia. Además de un fascinante Museo Antártico Jose María Sobral, que merecería una musealización mejor, y que se encuentra en el pabellón IV, la visita al Museo del Presidio resulta obligada: escalofriante, heladora, a veces morbosa, pero obligada. 

Los presos destinados a Ushuaria estaban considerados como muy peligros,  reincidentes y, en su mayoría, irrecuperables. Eso abarcaba desde asesinos en serie a presos políticos. Las condiciones de vida, si ya se hacían duras para colonos y guardas, convertían el día a día de los presos en una condena añadida. Los trabajos forzados eran parte de su redención: también se les ofrecía enseñanza primaria, y formación en oficios y talleres. Su conducta determinaba si podrían salir del penal para trabajar al aire libre como leñadores o albañiles, un destino duro, pero muy apreciado: por esos trabajos recibían una pequeña remuneración que podían remitir a sus familiares o rescatar al final de su pena.

Y, por supuesto, las medidas que adoptaba uno u otro director incidirían directamente en el respeto a los derechos humanos mostrado: se constatan los malos tratos y las torturas, en particular durante los años 30. No obstante, basta con pasarse por los pabellones, algunos de los cuales no han sido restaurados, para hacerse a la idea del horror que suponía acabar allí. Durante el mandato de Perón la cárcel fue definitivamente cerrada.

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¿Y quiénes acababan allí? Presos comunes reicidentes, pero con mayor frecuencia asesinos y psicópatas, como el asesino en serie Mateo Banks. El más conocido y quizás el más pertubador de todos ellos fue el Petiso Orejudo, un niño asesino de niños.  Anarquistas, algunos de ellos con delitos de sangre, como Gino Gatti; intelectuales y políticos, como Pedro Bidegain, o Néstor Ignacio Aparicio. Y, aunque no está probado, algunos dicen que el mismo Carlos Gardel pagó pena allí de adolescente, bajo otro nombre.

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El aire vuelve a ser un privilegio tras unas pocas horas en esas celdas y esos pasillos, salpicados con antiguos braseros. Hay un cielo azul sobre las casas de chapa, un horizonte de nieve y de agua, y, muy pronto, la salida a mar abierto, al Canal, luego, y a Cabo de Hornos.

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El paseo marítimo de Ushuaia muestra toda una serie de lápidas, bustos y recuerdos a los pioneros de la exploración ártica, y a las impresionantes expediciones que partían desde esas tierras a lo desconocido. Por suerte, en los últimos años se han reivindicado de nuevo esos nombres, y esos esfuerzos, a veces tan absurdos, pero tan hipnotizantes. y de ahí al barco, al Ventus Australis, y al inicio del viaje por mar.

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Respecto a la indumentaria, estos viajes se llevan a cabo durante la primavera y el verano austral, es decir, el otoño y el invierno en el hemisferio norte. Aún así, nos encontramos muy al sur, rodeados de nieve y hielo. La protección solar y alguna prenda de abrigo resultan imprescindibles. Yo llegué allí a mediados de noviembre, y tuve la suerte de contar con días claros y luminosos, pero frescos. Durante el paseo por Ushuaia bastaba con un vestido kimono, de La Fée Maraboutée. A bordo resultaba ya necesario un plumífero, sobre todo si se deseaba ver el atardecer en esas tierras extrañas. Escogí uno de Henry Arroway, ligero, cálido, y aislante. No es la más barata de las opciones, pero en prendas de abrigo la calidad prima por encima de cualquier otra consideración, y por cierto, ahora podéis comprarlas rebajadas. Del resto del equipaje os hablaré en entregas posteriores.  Las fotos, como siempre, son de Nika Jiménez.

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Las fiestas con las que yo soñaba de niña estaban pobladas de vestidos con enormes mangas jamón y faldas parábola que Lagerfeld había diseñado para Chanel y que Inès de la Fressange lucía sobre su elegante estructura. Diana de Gales y Carolina de Mónaco competían en hombreras, lunares y sombreros de vaga inspiración cordobesa, y el maquillaje marcaba los rasgos definidos por cabellos cortos, y capeados, y cardados.

Pasó la moda, como pasa siempre, con la promesa de que regresará y para mi sorpresa este año ha vuelto aquello que del todo el listado expuesto yo creía más y más definitivamente extinto: las mangas de volúmenes exagerados, entre isabelinas y victorianas, con puños ceñidos que exigen movimientos ampulosos y cálculos previos del espacio disponible alrededor. Y, ya que de niña nunca llegué a las minifaldas plisadas ni a los corpiños en forma de corazón, a los satinados combinados con terciopelo ni a las chaquetas bicolores, hoy es el día en el que me desquito de todo ello para desear unos días de felicidad, de descanso, de alegría.

Para eso, en definitiva, son las fiestas. Para vestirse y comer de manera diferente, para ver a los de siempre, para festejar que ha pasado un año más y continuamos vivos. Que ha aparecido un libro nuevo, en mi caso, o niños, o logros, o cambios, en otros. Para recordar a quienes ya no están, para conservar o desechar recuerdos, y para que los nuevos propósitos se esbocen: yo deseo viajes, libros y estudio, nada nuevo, pero todo aquello que me hace feliz.

Y así, desde el camarote y la cubierta del Ventus Australis, en el otro lado del mundo, entre los canales que bordean el Estrecho de Magallanes, os deseo lo mejor. Que se cumpla aquello que nos conviene y no aquello que deseamos. Y que cada día se parezca a como imaginábamos de niños las fiestas, y no a los que de adultos hemos comprobado que son.

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El pantalón palazzo de terciopelo negro es de Mango. De la Melancolía, Ed. Planeta, puede encontrarse en muchos lugares, entre ellos La Casa del Libro, que estos días y hasta el 26 sortea 3 ejemplares en su cuenta de Instagram o en cualquier librería independiente, a las que tanto hay que apoyar, como La puerta de Tannhäusser u 80 Mundos, ambas premiadas por su labor cultural.

Las fotos las sacó Nika Jiménez a bordo del Ventus Australis, la víspera de llegar a la Isla Magdalena, antes de la cena del capitán o la cena de gala del viaje. Pronto os hablaré más de ese viaje de auténtico ensueño entre glaciares, pingüinos y Tierra del Fuego. Hasta entonces, buen viento y mejores noches.