Viaje a la Patagonia I: Ushuaia

No se llega al fin del mundo por casualidad, no se alcanza ese límite sin pagar un precio a cambio, no se consigue sin un esfuerzo previo, planificación abundante y a veces varios fracasos anteriores: ninguno de los lugares que claman por convertirse en esos Finis Terrae decepciona, ninguno ofrece un paisaje vulgar o una reflexión superficial: desde el Finisterre gallego, al Finistère francés o a Pembroke, en Gales, cuando el mundo conocido se interpretaba desde Europa, saltamos a los descubrimientos que demostraron que el mundo, lejos de ser plano y de albergar monstruos más allá de las Columnas de Hércules, se contenía en sí mismo, y no se llegaba al fin sin ofrecer otro principio.

Pese a todo, siempre me ha fascinado la idea de llegar a  un confín más allá del cual no hubiera nada: el hielo detenido sobre el agua, el océano con su fantasía de inmensidad, o un límite personal hecho trizas. Hace casi dos décadas viajé por unas tierras extraordinarias, la frontera sur por muchos siglos de allí donde podíamos adentrarnos como humanos. La Tierra del Fuego, custodiada por el hielo, la Patagonia Chilena, cuyos retorcidos dientes salvábamos en un pequeño barquito de Cruceros Australis. Ahora, en mi regreso, he trazado el camino inverso, de Argentina a Chile, que llevé a cabo en el primer viaje: y, antes de embarcar, os invito a que me acompañéis en la jornada previa a la que reclama ser la ciudad más austral del mundo, Ushuaia, en perpetua lucha con Puerto Williams, Chile.

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 En estos años de ausencia, Ushuaia ha crecido y prosperado de manera notable: la Bahía profunda descrita por los primeros pobladores, cazadores nómadas, y que hasta bien avanzado el siglo XIX no ofrecía ningún atractivo al poblador o colono occidental, se ha convertido en un centro turístico y administrativo notable, lleno de color, y con una leve semejanza a los pueblecitos alpinos europeos; pero si nos desprendemos de esa necesidad de comparar todo lo nuevo con aquello que ya conocemos, asoman las huellas de un espíritu propio, irreductible, el de los supervivientes en tierra hostil.

El trazado de las calles, muchas de ellas con una mezcla de grava, cemento y hierba, devorado por la nieve y la sal, sigue vagamente el espacio entre las montañas y el puerto, en una calle larga y estrecha que alterna cafés, tiendas de ropa deportiva y antiguas estructuras de hojalata y madera. Más allá, los Andes Fueguinos la rodean por tres de sus cuatro flancos: desde la ciudad parten excursiones para explorar las sierras contiguas, sus lagos y los saltos de agua de los ríos. Como el turismo ha llegado relativamente tarde a estas tierra, con sus excesos ya asumidos, resulta visible el esfuerzo en la conservación y la sostenibilidad de cada factor implicado: empresas, hotelitos, instituciones, y el propio viajero. 

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Sin embargo, aquello que durante décadas logró que Ushuaia fuera conocida, y lo que le aportó la mayor parte de su población fue el presidio que se comenzó a construir en 1896. La costumbre de enviar a presos a los lugares más alejados de la civilización no era nueva: piensen en Napoleón en Santa Helena, en los condenados enviados al destierro penal en  América, a la Guayana o a Australia. La literatura nos habla del Conde de Montecristo, pero también de Manon Lescaut, desterrada y fallecida en la Luisiana. 

El penal de Ushuaia se establece por razones menos romáticas: el gran número de emigrantes que recibía Argentina en esos años hizo que los índices de criminalidad desbordaran las pequeñas cárceles de Buenos Aires: en 1902 adquirió un carácter de instalación definitiva, y los cinco pabellones, ahora dedicados a diversos museos, se mantuvieron en activo hasta 1947. El aislamiento, el frío, el mar y los uniformes desalentaban que los presos intentaran escapar: no había a dónde. Un pequeño trenecito, el más austral del mundo  servía en su momento para que los presos que demostraban mejor conducta se trasladaran a los campamentos forestales cercanos, donde trabajaban en la tala y la construcción. Aún continúa en funcionamiento, si deseamos hacer el breve recorrido.

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¿Habéis estado alguna vez en una cárcel? Yo he pisado tres, mazmorras aparte; en una ocasión, en España, como parte de un programa que acercaba la literatura a las cárceles, y dos aquí, en Ushuaia. Además de un fascinante Museo Antártico Jose María Sobral, que merecería una musealización mejor, y que se encuentra en el pabellón IV, la visita al Museo del Presidio resulta obligada: escalofriante, heladora, a veces morbosa, pero obligada. 

Los presos destinados a Ushuaria estaban considerados como muy peligros,  reincidentes y, en su mayoría, irrecuperables. Eso abarcaba desde asesinos en serie a presos políticos. Las condiciones de vida, si ya se hacían duras para colonos y guardas, convertían el día a día de los presos en una condena añadida. Los trabajos forzados eran parte de su redención: también se les ofrecía enseñanza primaria, y formación en oficios y talleres. Su conducta determinaba si podrían salir del penal para trabajar al aire libre como leñadores o albañiles, un destino duro, pero muy apreciado: por esos trabajos recibían una pequeña remuneración que podían remitir a sus familiares o rescatar al final de su pena.

Y, por supuesto, las medidas que adoptaba uno u otro director incidirían directamente en el respeto a los derechos humanos mostrado: se constatan los malos tratos y las torturas, en particular durante los años 30. No obstante, basta con pasarse por los pabellones, algunos de los cuales no han sido restaurados, para hacerse a la idea del horror que suponía acabar allí. Durante el mandato de Perón la cárcel fue definitivamente cerrada.

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¿Y quiénes acababan allí? Presos comunes reicidentes, pero con mayor frecuencia asesinos y psicópatas, como el asesino en serie Mateo Banks. El más conocido y quizás el más pertubador de todos ellos fue el Petiso Orejudo, un niño asesino de niños.  Anarquistas, algunos de ellos con delitos de sangre, como Gino Gatti; intelectuales y políticos, como Pedro Bidegain, o Néstor Ignacio Aparicio. Y, aunque no está probado, algunos dicen que el mismo Carlos Gardel pagó pena allí de adolescente, bajo otro nombre.

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El aire vuelve a ser un privilegio tras unas pocas horas en esas celdas y esos pasillos, salpicados con antiguos braseros. Hay un cielo azul sobre las casas de chapa, un horizonte de nieve y de agua, y, muy pronto, la salida a mar abierto, al Canal, luego, y a Cabo de Hornos.

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El paseo marítimo de Ushuaia muestra toda una serie de lápidas, bustos y recuerdos a los pioneros de la exploración ártica, y a las impresionantes expediciones que partían desde esas tierras a lo desconocido. Por suerte, en los últimos años se han reivindicado de nuevo esos nombres, y esos esfuerzos, a veces tan absurdos, pero tan hipnotizantes. y de ahí al barco, al Ventus Australis, y al inicio del viaje por mar.

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Respecto a la indumentaria, estos viajes se llevan a cabo durante la primavera y el verano austral, es decir, el otoño y el invierno en el hemisferio norte. Aún así, nos encontramos muy al sur, rodeados de nieve y hielo. La protección solar y alguna prenda de abrigo resultan imprescindibles. Yo llegué allí a mediados de noviembre, y tuve la suerte de contar con días claros y luminosos, pero frescos. Durante el paseo por Ushuaia bastaba con un vestido kimono, de La Fée Maraboutée. A bordo resultaba ya necesario un plumífero, sobre todo si se deseaba ver el atardecer en esas tierras extrañas. Escogí uno de Henry Arroway, ligero, cálido, y aislante. No es la más barata de las opciones, pero en prendas de abrigo la calidad prima por encima de cualquier otra consideración, y por cierto, ahora podéis comprarlas rebajadas. Del resto del equipaje os hablaré en entregas posteriores.  Las fotos, como siempre, son de Nika Jiménez.