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Una aventura en las tierras del norte

Visité Bath por primera vez en 2001 porque uno de mis libros así lo requería. Estaba documentándome para Querida Jane, querida Charlotte, (sí, sé que está agotado y que alcanza cifras astronómicas en reventa, pero lo reeditaré ampliado y corregido muy pronto) y era imposible hablar de Jane Austen sin una mención a esta preciosa ciudad. 

Quise entonces escribir sobre ella con alguna otra excusa. Sus calles doradas, las aguas cobrizas que se convierten en un verde sólido, la luz que emana de la arenisca y su gracilidad la convierten en una ciudad única. Sin embargo, no sospechaba entonces que la visitaría en tantas ocasiones en las siguientes décadas, y mucho menos acompañada de viajeros apasionados de la Austen, como ahora hago con B the Travel Brand y Viajes El País. El siguiente está planeado para el 9 de octubre de 2020, y como se llena muy rápidamente puede ya reservarse aquí.

Sin embargo, seguía queriendo escribir sobre Bath, y sobre la impresión que viví aquella primera vez. Y entonces encontré la manera perfecta para hacerlo.

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Aunque en estos viajes asociamos Bath a su esplendor en el siglo XVIII y XIX como resort y balneario de moda, impulsado por los arquitectos Wood padre e hijo y el árbitro de la moda Beau Nash, su historia se remonta a tiempos mucho más remotos. Los celtas ya conocían los beneficios de las aguas de este lugar rodeado de suaves colinas y surcado por el río Avon. En este mismo sitio en el que me encuentro, muy cerca del manantial de aguas termales, erigieron un templo en honor a la diosa Sulis

Sulis era una diosa muy particular: por un lado, encontramos una diosa del inframundo, protectora de las aguas que manaban del interior de la tierra, y que facilitaba que los ofendidos, que le dejaban las maldiciones para sus enemigos, consiguieran su venganza. Por otro lado, se la consideraba una diosa que alimentaba y daba vida y que devolvía la salud a los enfermos.

Los romanos, con su habitual eclecticismo, asociaron a Sulis con Minerva, otra diosa virgen, sanadora y capaz de empuñar las armas. Y  retomaron  la tradición de los baños, que se construyeron en torno al templo bajo el reinado del emperador Claudio. 

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Por lo tanto, ¿cómo no hacer que Marco, mi joven héroe protagonista de El chico de la flecha, y El misterio del arca visite Aquae Sulis, esa ciudad en el remoto norte famosa por sus sanaciones y sus aguas milagrosas? Así nace La suerte está echada, Una aventura en las tierras del norte, Anaya Infantil y juvenil, la tercera (y última) parte de esta trilogía para jóvenes ambientada en la Hispania Romana del siglo I. D.C. 

la suerte está echada

No todos los editores hubieran apostado por una novela histórica romana para adolescentes, pero Pablo Cruz lo hizo. Y la acogida de los profesores de clásicas, de historia, de lengua, literatura… ha sido desbordante. El chico de la flecha se encuentra en la prestigiosa Lista de Honor OEPLI 2017, y El misterio del arca obtuvo el Premio Letras del Mediterráneo 2018. A principios de 2020 retomaré los encuentros con institutos y colegios para seguir hablando de Marco, de Junia y de Aselo.

Después del inesperado éxtio del que las entregas anteriores han gozado (he perdido la cuenta de cuántas ediciones llevamos de El chico de la flecha) quería poner fin a la trilogía por todo lo alto. Marco ha crecido, y en esta ocasión el enemigo al que se enfrenta es mucho más poderoso que él y que su tío Julio, tan sabio y calmado. Y esta aventura no solo le llevará a ese norte britano desconocido, sino a otro lugar que me ha fascinado desde niña y en el que la faz de la tierra cambió en el 79 D.C…

Podéis leer la introducción y el primer capítulo de esta novela aquí. Si trabajas en un instituto o colegio con Anaya, pregúntale al comercial que te visita. Y podéis también hacer la prerreserva en vuestra librería habitual, porque La suerte está echada salé estos días a la venta, o comprarlo en los enlaces que te indican aquí.

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Para las fotos de Nika Jiménez en los Baños Romanos llevaba jersey y chaqueta blanca de Mango, falda plisada de tul y pendientes de Luxenter. El bolso es de una pasada edición de Salvador Bachiller. Había llovido durante todo el día, pero aún así parecía adecuado llevar algo blanco y luminoso bajo ese cielo. Es la sensación que tengo siempre antes de que salga un nuevo libro.

Madrid en agosto

Se dice que fue Francisco Silvela, Presidente del Consejo de Ministros, Ministro de la Gobernación y notable intelectual de finales del siglo XIX el que acuñó la frase: Madrid, en agosto, con dinero y sin familia, Baden-Baden. No sabemos qué opinaría de ello su mujer, Amalia Loring, ni sus hijos, pero no debía ser el único que pensara así, porque la frase ha llegado hasta hoy. 

Cosas por hacer en Madrid hay siempre; pese a ser una ciudad que prefiere perseguir el futuro, por escurridizo que sea, a dotar de dignidad el pasado, como le ocurre a muchas capitales, aún quedan un puñado de comercios centenarios (por cierto, me desconcierta mucho la actual campaña de publicidad que intenta darlos a conocer… sin mencionar el nombre de la tienda ni su ubicación). Y perduran muchas huellas castizas, incluso tradicionales, de una ciudad que siempre se ha le quedado pequeña a quienes la habitan. 

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Uno de ellos que visito y en el que compro a menudo es la Droguería Manuel Riesgo, que abrió como herboristería en 1866 y en la que desde 1926 se puede encontrar todo tipo de materiales químicos, muchos de ellos usados en Bellas Artes. Su tienda de la calle Desengaño conserva el mostrador de madera y los cajones con nombres exóticos, el suelo  de mosaico y el escaparate abombado. Sirven también online, pero claro, no es lo mismo. Sus dependientes son amabilísimos, y saben asesorar en temas tan variados como la fabricación de jabones o cosmética, el mejor producto para acabar con una plaga o cómo cuidar y restaurar los muebles de madera. 

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En un momento en que los cines cierran y sus impresionantes locales pertenecen a multinacionales o, en el mejor de los casos, programan  musicales de éxito probado, agosto no es mal momento para refugiarse del calor en las salas de los que perduran: se encontrarán casi en solitario. Si echan de menos las multitudes, las encontrarán en los cines de verano: en la comunidad, la oferta puede consultarse aquí

Si quieren venir al centro, la oferta se diversifica. Por ejemplo, el Palacio de Cibeles, con su cúpula bajo las estrellas, albergará no solo cine, sino también celebraciones temáticas asociadas a las películas en Cibeles de Cine hasta el 12 de septiembre. Además, si no quieren cumplir al pie de la letra el «sin familia», hay actividades para niños y mayores. El más popular cine al aire libre del Parque de la Bombilla también abre este año. Toda la información sobre el resto de los cines de verano está aquí. Yo aprovecho estos días para ver los estrenos que se me escaparon durante el año, o para entregarme a algunos clásicos en pantalla grande, uno de los lujos que nos hemos dejado por el camino de la programación individualizada. 

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Si  quieren pasar por el Museo Chicote, por eso del agasajo postinero con la crema de la intelectualidad, háganlo mejor cuando cae la tarde. Eso no lo indica el chotis de Agustín Lara, pero ya saben que él lo escribió sin conocer Madrid, de manera que no se fíen. No les garantizo que se encuentran con la intelectualidad, pero el lugar es una delicia, saben la medida exacta de los cócteles, y conserva un pedazo de historia de la ciudad, de la cual solo parte se narra en Arde Madrid. Para hacer tiempo hasta entonces, la Gran Vía ofrece una cara bonita recién restaurada, y desde Chicote se puede seguir la huella de Hemingway (más bien, de la estancia de Hemingway en 1937 y 1938) y de Martha Gellhorn hasta el Tryp Gran Vía y el desaparecido Hotel Florida… aunque de eso hablaremos en otra ocasión.  

Hoy recomiendo tomar algo en otra bonita terraza antes de llegar a Callao, la del hotel Hyatt Centric Gran Vía Madrid: la Diana Cazadora que la protege la convierte en una parada obligatoria para quienes buscamos rastros de un Madrid Mitológico, pero hay otro recordatorio del pasado: la viga atravesada por un obús que buscaba alcanzar el cercano Edificio Telefónica durante la Guerra Civil, y que ha sido conservada e intervenida tras la última restauración del hotel. No será la copa más barata del verano, («con dinero, Baden-Baden») pero las vistas y la ocasión merecen la pena. Disfruten, hagan de este agosto un mes muy largo, muy lento, inolvidable.

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 El vestido de lino es de Mango, y puede comprarse aquí. El bolso de bambú, inspirado en las cestas de picnic japonesas tradicionales que se usan durante el Hanami, es de Salvador Bachiller. Los pendientes de perlas podéis encontrarlos aquí, en Tatiana Riego. Las fotos fueron sacadas por Nika Jiménez durante un paseo por Madrid

De dónde vengo, a dónde voy.

Todos los artistas que alguna vez me han interesado han invertido gran parte de su tiempo en plantearse no solo quiénes son, sino cómo experimentan  cambios a lo largo del tiempo. Quizás por eso siempre me he sentido más cercana a los individuos que a los grupos o a los colectivos, donde me parece imposible encontrar un consenso identitario. Soy una escritora sin generación, una vasca sin cuadrilla. 

Así, he sentido debilidad por quienes debían estudiarse por etapas más que por características, por quienes cubrían áreas amplias en perjuicio de especializarse. Desde un Shakespeare capaz de saltar de la comedia a la tragedia, a un Lope de Vega en plena manía, un Picasso cuya evolución resulta mareante o una Margaret Atwood poeta, novelista y visionaria, o una Ana María Matute que irrumpió con Olvidado Rey Gudú cuando se había decidido que era inequívocamente realista. Un Bowie o un Bunbury, un Leonard Cohen o un Franco Battiatto o, aunque no me apasione tanto, Lady Gaga. Tilda Swinton o Helena Bonhan-Carter. 

Hay mucho valor en el atrevimiento de iniciar algo que se desvíe de lo ya esperado, un desprecio por el sonrojo que producen las antiguas fotografías, o los trabajos de los que nos desprendemos como de camisas de serpientes. La insatisfacción es un reconocimiento explícito al constante cambio en el que nos encontramos, un pulso  a la vejez y la estabilidad. Si, como Punset repetía hasta la extenuación, lo único seguro en la vida humana es el cambio y a la vez, es lo que más temor le inspira, las preguntas que aseguran un avance artístico son las esenciales. 

Pero el cambio se resiste a las etiquetas, y el éxito se basa hoy en día en resúmenes previsibles, en saber de antemano qué se consume, en leer aquello que nos da la razón y en una evasión inmediata. Eso ocurre en lo más sencillo y básico, en el consumo inmediato, pero se extiende también a lo que debería proteger el pensamiento: la política, la literatura, el periodismo. No hay espacios grises, no hay matices. Blanco, negro, la nada. Una línea recta de pensamiento que se pierde en el infinito, sin cambios ni alteraciones. 

Cada cierto tiempo noto que la piel se me ha quedado pequeña. Es una sensación desagradable al principio, y muy inquietante después. Lo que antes me satisfacía ya no basta, yo misma no me reconozco en lo que antes me producía alegría. Salgo a caminar y descubro detalles nuevos en las calles que conozco, como si hubiera atravesado un nivel superior del juego. Deja de interesarme lo que antes me parecía importante, y aunque tengo confianza en que vendrá algo nuevo no sé qué llegará, ni cuándo. 

En esos momentos leo a quienes sé que experimentaron procesos parecidos, escucho su música, intento encontrar espejos en la nada. Nos sobran los genios para darnos ejemplo; Orson Welles y Scorsese, Von Tries o Francis Picabia. Ferrán Adriá.  Intento tener paciencia, aprendo, una vez más, una lección de humildad ante todo lo que no sé y todo aquello que nunca sabré. Confío en que pasará, como otras veces, y que mi intuición tiene algo que decir, aunque sean balbuceos. El hielo frágil da miedo. Cuando estoy a punto de dar un salto nuevo y arriesgado sé que hay vuelta atrás, claro, siempre, la hay; pero poco aprenderé de ese retroceso. Imagino que entenderéis mejor por qué hablo de esto cuando aparezca mi próximo libro en unos meses: pero quizás sirva de algo a alquien leerlo ahora. 

Al menos, a mí me sirve escribirlo. 

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Ya me habéis visto el bolso de bambú de Salvador Bachiller, pero continuará siendo un básico durante los siguientes meses. No lo veo en la web, pero sin duda lo repondrán de cara al buen tiempo. La falda negra es de Mango, como la chaqueta. A mi entender, las chaquetas blancas con absolutamente traicioneras, porque crean un efecto óptico de ensanchar y acortar, a diferencia de los abrigos, que al menos, no achatan la figura. Pero son preciosas, y la tendencia oversize actual da mucho juego. Hay que tomarse, eso sí, un poco de tiempo para comprobar cuál es la más favorecedora. 

Rompo esa monotonía bicolor con una blusa estampada, color caldera, de Anonyme Designers. He descubierto hace poco esta marca, y me encanta la calidad de los tejijdos, y el patronaje, muy preciso. La blusa es de las llamadas bow neck, las de lazo de toda la vida. No permite mucha alegría en collares, pero casa muy bien con los pendientes de Uno de 50 en forma de pluma de la colección Phases of Love. Los zapatos son el modelo Nieves de Tine-Tess, una firma española que sigue mantiendo gran parte del proceso artesanal (y se nota). La gargantilla de plata la compré en Noruega hace casi 20 años, pero llevo aún una prenda más antigua: un cinturón de ante con dibujos tribales que se remonta a 1989, cuando estaba en el instituto…  Viejo, nuevo. lo que descubro, lo que fui. Las fotos las sacó Nika Jiménez en la calle Serrano de Madrid

La tercera Brontë

La posteridad ha sido generosa con las Hermanas Brontë: son, con diferencia, la familia más conocida y estudiada de la literatura universal. Hay tantas teorías sobre su talento, sus relaciones personales, y la autoría real de las obras que cuesta distinguir la fantasía de la realidad  y de los deseos de los lectores. Como ocurre siempre con personajes tan populares, se convierten en pantallas sobre las que proyectar nuestras emociones y preferencias.

La atención se la reparten Charlotte, la autora de Jane Eyre, y Emily, la de Cumbres Borrascosas. La tercera hermana, Anne, excelente poeta y autora de Agnes Grey, pasa casi inadvertida. Las razones son múltiples: Charlotte, la hermana superviviente, la compiladora y editora de las obras de su familia, sentía una admiración mucho mayor por Emily que por Anne. Además, la temática de Anne coincidía con la suya. Emily, la más original, la de una prosa más potente y evocadora, oscurece fácilmente a cualquier autor de su época, y en eso Anne no resulta una excepción.

En el viaje que organicé el pasado mes de Octubre a la tierra donde vivieron las Brontë no quise olvidarme de ella, ni del entorno en el que desarrolló su vida y su obra. Anne fue, de las tres hermanas institutrices, la que mantuvo un trabajo más estable, y mejores relaciones con sus alumnos y señores. Tímida, trabajadora y discreta, era la más bonita, y de trato más amable, frente a la inteligencia y ambición arrolladoras de Charlotte, y la reserva impenetrable de Emily. Anne pasó algún tiempo de su vida en la costa de York, y eso me sirvió como excusa para llevarme a mis viajeros a Whitby.

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¿Por qué a Whitby? Porque si queremos comprender parte del espíritu gótico que se manifiesta en las novelas de las Brontë este puerto de mar permite un vistazo a lo que las rodeaba en aquella época. En lo alto de la ciudad se erige una abadía, ahora en ruinas, que durante el s.VII fue regida por una dama noble, Santa Hilda. Aunque esta monja benedictina no vivió en las impresionentes ruinas que ahora vemos, que pertenecen a la de la abadía que se alzó en el s. XII, sí que contempló el mismo paisaje que nosotros vemos en la actualidad: la bahía, el mar bifurcado, el cielo y el río Esk. La abadía quedó en ruinas tras la desamortización de Enrique VIII, pero siguió sirviendo como referencia para los marinos que buscaban el refugio de la costa.

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Durante el siglo XIX veraneó en Whitby un escritor nacido exactamente el mismo año en que las Brontë publicaban sus obras; mientras buscaba un éxito que le evitaba, trabajó como secretario del actor Henry Irving, con el que se obsesionó. Se llamaba Bram Stoker, y se haría finalmente famoso por escribir Drácula.

La goleta rusa que trae el cuerpo de Drácula a Inglaterra llega, en mitad de una tormenta, a Whitby, donde Lucy, medio poseída ya, aguarda en el cementerio y observa cómo un perro gigante salta del barco y corre hacia la abadía. Incluso en los días soleados, el viento no cesa en la ladera. Por cierto, Bram imaginaba el aspecto de su Conde transilvano como una mezcla entre el rostro de Henry Irving y Franz Liszt. Guapos, altos, de rostro anguloso, melena al viento y aspecto atormentado. Muy poco que ver con el aspecto real de Vlad Tepes.

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Desde el promontorio opuesto  se puede ver bien la abadía y su perfil entre el río y el mar. Aquí, una noche endemoniada, Stoker se sentó en un banco que aún se conserva, y bajo una tormenta eléctrica imaginó la llegada del Démeter.

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Muy cerca de Whitby se encuentra Scarborough: la famosa feria medieval que dio origen a la canción de Are you going to Scarborough Fair? había dejado paso en el siglo XIX a una zona de veraneo estival, un spa. Anne Brontë pasó aquí algunas temporadas, porque la familia Robinson, para la que trabajaba se instalaba un mes en verano y dos semanas en Navidad. Esta costa abrupta de mar plano ofrecía un paisaje muy diferente al de los páramos de su infancia.

Anne llegaba a casa de los Robinson joven y desanimada: sus anteriores señores la habían despedido porque no había impuesto suficiente disciplina entre los niños. Dispuesta a que no le ocurriera lo mismo, se esforzó convertirse en una institutriz modelo, y lo consiguió. Pasados unos años, su hermano Branwell entró en la misma casa para ocuparse de la educación del niño de los Robinson. Muy en su estilo, y para desgracia de Anne, Branwell inició una relación clandestina con la señora de la casa, Lydia Robinson. Cuando fue descubierto y despedido, Anne decidió renunciar a su puesto, por vergüenza y por solidaridad con su hermano.

Scarborough aparece en su novela La inquilina de Windfell Hall, donde describe con todo detalle también la imparable adicción de su hermano al alcohol. Pese a todo, Anne fue feliz allí. Cuando enfermó en 1849, pidió que la llevaran a Scarborough, donde quizás el aire marino le ayudara a recuperarse. Fue inútil su voluntad de vivir: la tuberculosis la devastó en tres meses. Murió junto al mar en mayo de 1849, y Charlotte sopesó la situación. Su padre, el viejo reverendo Patrick, no parecía en condiciones de afrontar un viaje de más de 100 kms para enterrar a la tercera de sus hijas que moría en menos de un año. Anne fue enterrada en el cementerio de Santa María, sobre el mar, bajo el castillo.

Allí continúa su lápida, erosionada por la sal y el viento, y allí van a visitarla lectores y admiradores, que mantienen siempre flores sobre su tumba.

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La chaqueta de cuadros de cuadros y el vestido rosa de seda son de Mango. También lo son los pendientes.Los zapatos de tacón bajo y cuadrado son de Salvador Bachiller. El bolso granate, con su característico lazo, es el modelo clásico Marina Bow Bag de Sienna Jones. Me hice con el cinturón vintage en mi último viaje a Nueva York. Las fotos las tomó Nika Jiménez. Ya hemos convocado el próximo Viaje Hermanas Brontë para octubre del 2019. Podéis reservar vuestra plaza en la tienda más cercana de B theTravel Brand  o aquí, en El País Viajes.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 5 San Petersburgo

La manera, rápida y eficaz, que escogimos para viajar de Moscú a San Petersburgo fue el tren de alta velocidad. Las etapas anteriores (puedes leerlas aquí) recorrían la parte tradicional de Rusia: aquello que Alejandra, la última zarina, creía reconocer y entender mejor que las intrigas de la corte moderna. En esta fase llegamos a una capital creada de la nada por el capricho de otro Romanov, Pedro el Grande, que de un plumazo decidió anular las costumbres y los lugares sagrados de sus antepasados y creó en mitad de las marismas norteñas una ciudad de mármol, oro y piedras preciosas con lo mejor de Europa.

Cuando llegamos, la ciudad se estaba preparando para una demostración militar y varios submarinos y acorazados se encontraban en los distintos brazos de agua. Visitamos en primer lugar la Fortaleza de San Pedro y San Pablo; una isla, un bastión, una catedral y una prisión al mismo tiempo. Visible desde el Palacio de Invierno, esta edificación ha protagonizado varios de los momentos más importantes de la historia rusa desde el siglo XVIII. En su catedral se encuentra enterrada la familia real desde Pedro el Grande hasta los últimos zares y sus hijos, en una capilla aparte. En las imágenes puede verse el sepulcro de María Feodorovna, la temible suegra de Alejandra, que tras varias vicisitudes (ella sobrevivió varios años a la masacre y murió en el extranjero) enterraron finalmente con su familia.

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Para la llegada a San Petersburgo llevé un vestido de rayas multicolores de Compañía Fantástica. Como esa mañana llovió, y también por la misma regla de decoro del resto de las iglesias, añadí esta gabardina blanca de Mango.

Cerrado ya el círculo de muerte de los Romanov (el lugar del fusilamiento y las fosas en Ekaterimburgo, las beatificaciones de Moscú y ahora sus tumbas) tocaba dirigirnos a algo menos siniestro; el esplendor y la vida que Alejandra tan mal asumía. Resulta obligado darse un paseo, por rápido que sea, por el Hermitage (o Ermitage, a la francesa), el gigantesco complejo que incluye el Palacio de Invierno frente al Neva, la galería de Arte actual, el pequeño Hermitage, el Gran Hermitage, el… hablamos no solo del lugar donde los actos más solemnes de la dinastía tenían lugar (aunque solían vivir en palacios menores, más manejables y cómodos), sino de uno de los museos más hermosos y amplios del mundo.

La galería de retratos de los zares, la capilla donde Nicolás y Alejandra se casaron, el salón de Malaquita, las escaleras de mármol, las gigantescas arañas de cristal… y oro, oro por todas partes. En las molduras, las manillas, los espejos, los muebles. Aquí resulta más sencillo entender la sensación de angustia y de aislamiento que debió sufrir Alejandra, que provenía de una educación y de una moral luterana, opuesta a todo lo que vemos, y en cambio, lo mucho que debió disfrutar Maria, que fue durante esa época la auténtica reina de ese Palacio de Invierno excesivo, con tantas obras de arte adquiridas a lo largo de los siglos que casi no se sabe dónde mirar.

Todo lo que se pueda ansiar está allí: Leonardo y Zurbarán, Rafael y Rubens. Arqueología y arte moderno; la sensación de repasar de nuevo, página a página, las enciclopedias de arte de la infancia. Pese a las seis horas que le dedicamos, la queja es la misma que en otros museos de primer orden: que haría falta una estancia de días, reposada, destinada únicamente a quedarse inmóvil ante esas obras.

Aún quedaba tiempo para visitar el que fue el palacio preferido del responsable de todo esto, Pedro el Grande: Peterhof. Las fotografías de los jardines y las fuentes fueron tomadas allí.

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Peterhof fue la diversión en muchos sentidos de Pedro el Grande: lo edificó a unos treinta kilómetros de San Petersburgo, es decir, lejos para que le dejaran en paz y cerca por si ocurría alguna emergencia. Frente al Golfo de Finlandia, desde el palacio, que se encuentra en una pequeña colina, se divisa el juego de fuentes, los caminos del jardín y al fondo el mar.

Y sí, es una divertimento: fuentes y glorietas de estilo barroco, chorros de agua que podían activar a voluntad para que el cortesano o la señorita de turno se empapara (para según qué cosas, el zar no era muy sofisticado), sombra, flores, luz, y como casi todos esos grandes monarcas, un pequeño refugio: una casita situada frente al mar donde él descansaba y su segunda esposa, Catalina, la amada, la de origen humilde, cocinaba para él, como ansiaría María Antonieta siglos más tarde.

Idéntica actitud a la de Alejandra en 1900: la nostalgia, no sabemos si sincera o no, de quienes buscan una vida sencilla cuando lo tienen todo, cuando el resto de quienes les rodean se conformarían con una brizna de ese pan de oro, de esas fuentes monumentales, de esas mesas en las que los manjares desaparecían casi sin ser probados… 

Las cómodas sandalias de cuña son de Casteller. Los pendientes, que quedaban perdidos entre tanto oro, de Mango. El bolso de bambú, obligado esta temporada, de Salvador Bachiller. Y la maravilla de vestido artesano es de una marca que acabo de descubrir que se llama Lupitas y que rescata la tradición artesana mexicana. Cada pieza es única. En mi caso sustituyeron los bordados coloridos que identificamos con esas prendas por un color dorado que no podía encajar, ni a propósito, mejor con el entorno.

Las fotos, como siempre, de Nika Jiménez. No tengo que repetir que este viaje se inspira en mi novela Llamadme Alejandra, y que se organiza en colaboración con B the TravelBrand y El País Viajes. Estamos preparando ya los dos siguientes a Inglaterra (Las Hermanas Brontë y Jane Austen) en octubre, y la información para apuntarse está aquí.

 

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 3. Moscú

La distancia entre Ekaterimburgo (donde estuvimos aquí, hace nada de la mano de El País Viajes y de B the Travel Brand) y Moscú se recorre en pocas horas de vuelo, y en varios siglos de lucha ideológica: enfrentamientos entre tribus invasoras y pueblos asentados, entre la Nueva y la Vieja Fe, entre los europeístas que creían que la esperanza de Rusia radicaba en su acercamiento a Occidente y los tradicionalistas eslavos que encontraban en las raíces más conservadoras y más rurales del país una identidad que ha sido cuestionada desde sus inicios.

Moscú alberga extrañas contradicciones, y la afluencia de turismo no las ha atenuado. Como ocurre en cualquier lugar que debe venderse al extranjero, los matices desaparecen para que el ojo ajeno pueda reconocerlo rápidamente y llevarse una imagen sencilla y coherente.

Durante el primer día en Moscú nos mostraron el esfuerzo de transformación que se llevó a cabo durante los años posteriores a la Revolución Rusa: eliminaron y borraron del mapa la mayoría de los aristócratas y de los familiares zares, algunos de los cuales llevaron una existencia pintoresca e incluso miserable en Europa y en América. La imparable emigración a las ciudades de obreros muy escasamente cualificados y de campesinos que no se adaptaban a la velocidad requerida a los cambios políticos requirió inversiones monumentales. Algunas, como el metro, obedecían a la necesidad de rápidos movimientos, baratos y seguros. 

Otras, como las Siete Hermanas de Stalin, los siete monstruosos rascacielos de innegable influencia occidental que se erigieron en la ciudad, gritaban el orgullo y la tecnología de una nueva potencia.

Años más tarde, cuando las prioridades cambiaron, el orgullo continuó: algunas de las estaciones de metro fueron revestidas de materiales ricos y de mensajes propagandísticos. Con el mismo lenguaje del lujo de los palacios se tiñó el espacio donde los ciudadanos pasaban horas bajo tierra. Mosaicos y dorados, lámparas de delicado cristal y una estética de exaltación socialista que ahora resulta kitch, y conmovedora, y casi primitiva. Sea como sea, la visita a las estaciones de metro de Moscú no se parece a nada. Entre los vagones y los viajeros, el turista podría bailar, beber champagne, sentirse en una novela de Turguenev o de Tolstoi,  que pese a su genio no hubieran imaginado nunca nada parecido.

 Rojo y bello proceden de la misma raíz en ruso. La Plaza Roja abruma porque es enorme y de pronto muy pequeña, porque San Basilio parece de juguete y al mismo tiempo mucho más real que cualquier iglesia que hayamos visto, y porque sus colores no resultan del todo serios. ¿Es Rusia, la real, tan similar a la imaginaria? Cada una de sus preciosas cúpulas hubieran podido nacer de la imaginación de un pastelero. Pero su interior, oscuro, recogido, los iconostasios de las múltiples capillas sumidas en el silencio y en la calma, son el de una preciosa catedral. En algunos de los laberínticos pasillos se escucha la liturgia ortodoxa, cantada y elevada por la acústica de las paredes. Y los colores (ese azul carísimo, las estrellas doradas, los berbellones) permiten entender un poco mejor esa contradicción histórica. No hay nada viejo, no hay nada nuevo en Rusia. Solo historia y preguntas.

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El vestido de lino que llevé ese día en Moscú es una variante del que posiblemente haya sido el vestido del verano: se ha visto en infinidad de versiones, pero no acababa de encontrar la idónea para mí, hasta que di con éste: blanco, con un bonito escote en la espalda y algo de vuelo en la falda, y de la nueva temporada de Mango. Puede comprarse aquí. También los pendientes de nácar son de Mango, pero debido a su tamaño decidí llevar solo uno. Las alpargatas de Casteller, además de su línea limpia, fueron comodísimas durante todo un día de subidas, bajadas, ajetreo y calor. No en vano soy embajadora del Yute de Caravaca. Y, por último, el bolso de bambú ligero, original y que a mí me recuerda a uno de los autómatas de Theo Jansen  en miniatura, es de Salvador Bachiller. Puede encontrarse en las tiendas físicas. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez.

Viaje a Rusia»Llamadme Alejandra» 2. Ekaterimburgo

El segundo día de este viaje a Rusia centrado en mi novela Llamadme Alejandra  (podéis leer sobre el primero aquí) tuvimos la oportunidad de conocer algo de esta región de los Urales, puerta hacia Siberia, y con recursos minerales tan ricos que el agua resulta escasamente potable, dado su alto contenido en metal y en sales.

Durante siglos las minas, los minerales preciosos y las diversas maderas atrajeron aquí a empresarios y a emprendedores. Las inmensas llanuras se alternan con bosques de pinos y de abedules, rectos y elevados. En muchas ocasiones eran espacios comunales donde los campesinos podían llevar al ganado, recoger setas, bayas o madera. Rebosaban vida y actividad hasta hace muy poco tiempo. Y, por desgracia, fueron también escenarios de una brutalidad indescriptible. 

De camino hacia Ganina Yama, en las afueras de Ekaterimburgo, nos detuvimos en dos lugares emblemáticos: en uno de ellos se recuerda a las víctimas de las purgas de comunismo, en concreto las realizadas por Stalin. Un equipo de expertos exhumaba en aquellos momentos tumbas en el bosque a nuestras espaldas, porque los fusilamientos clandestinos dejaron un reguero de víctimas aún no localizadas ni identificadas. Nos encontramos allí, donde varios muros recuerdan los nombres de los represaliados y la fecha de su nacimiento y de su muerte, con algunos descendientes que, desde el otro extremo de Rusia, les llevaban flores.

La segunda parada tenía un tono más festivo: nos movemos en la frontera entre Asia y Europa, pero esa línea no es recta ni clara, de manera que se marca mejor con monolitos y marcas que con una barrera. En uno de ellos, monumental, y tallado en el mejor granito uraliano, nos detuvimos, con, literalmente, un pie en un continente y otro en el contiguo.

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He mencionado antes Yanina Gama.¿Qué lugar es ése? Mi novela Llamadme Alejandra comienza en esa aciaga noche del 16 al 17 de Julio en la que los últimos zares y su familia fueron fusilados. Cuando amanecía el 17 de julio, un siglo exacto antes de nuestra llegada allí, todo había acabado, y los asesinos se enfrentaban al problema de cómo librarse de los cadáveres.

Como cuenta el informe Yurovsky que incluyo en la narración, los soldados cargaron los cuerpos en una furgoneta para enterrarlos en el bosque, pero una serie de errores los encontró con el día encima en un bosque lleno de gente, y sin saber qué hacer. Arrojaron los cuerpos a una mina abandonada, que era, en realidad, una especie de fosa poco profunda: Yanina Gama. Las explotaciones mineras se realizaban al aire libre, no bajo tierra, como las extracciones de carbón. 

En Yanina Gama se eleva un monasterio ortodoxo compuesto por diversas capillas de madera, en torno a la fosa donde se libraron de los cuerpos, donde ahora crecen lirios blancos. La bordea un mirador. Los fieles se habían reunido allí, y cantaban la liturgia de esa fecha santa. Fotografías de la familia real, esculturas e iconos presidían el recinto, mucho mayor de lo que yo me imaginaba, y convertían aquel espacio de muerte en uno de culto, con una emoción contenida muy diferente a la experimentada el día anterior en la Catedral del Salvador sobre la Sangre Derramada, más serena, más sencilla. 

Por casualidad nos encontramos allí con una de las descendientes de la familia Romanov, la Gran Duquesa María Vladimírovna Romanova, nacida y residente en Madrid, que había viajado allí para las celebraciones. Muy amablemente nos saludó y dijo unas preciosas palabras: nos recordó que el zar Nicolás II había indicado en una carta que si lo peor ocurría no buscaban otra cosa que no fuera la reconciliación y el perdón. Y que este lugar, tan triste, había logrado convertirse en un símbolo de paz y de espiritualidad. Creo que, pese a las manipulaciones de la memoria, la intención de algunos o la parcialidad de otros, así ha sido. No se respiraba allí horror ni espíritu de venganza. Han construido un espacio para la reflexión y el silencio. 

La última parada de esa etapa tan siniestra era el lugar donde los cuerpos acabaron el 18 de julio, y donde reposaron ocultos por muchos años. Los miembros del Soviet sabían que los cadáveres estaban mal enterrados; durante la siguiente noche los sacaron de la mina e intentaron llevárselo a otro lugar. Los errores llegaron entonces a la categoría de chapuza: dieron con terreno muy blando sobre el que los camiones se hundían, y al final los quemaron parcialmente y los enterraron en dos fosas, lo que luego dio pie a la creencia de que Alexei y una de las niñas quizás hubieran logrado huir, porque sus cuerpos faltaban. A continuación colocaron unas traviesas de tren encima, como si fuera un paso, rodaron varias veces sobre ellas con los vehículos… y allí, en el camino de Koptiaki, se los tragó el olvido.

Ahora una cruz y una pequeña instalación recuerdan la fosa. Tan parecida a las que hemos visto al principio de la ruta en el bosque, zares, campesinos, ricos, pobres, todos asesinados y, si hay suerte, recuperados del silencio tanto tiempo después. 

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Aunque no obedezca a la idea que tenemos de un monasterio, Yanina Gama, abierto al sol y el bosque, lo era. Y en un día de celebración como era éste, nos pidieron que nos cubriéramos la cabeza y que lleváramos falda más o menos larga. Me sorprendió ver a la Gran Duquesa con un velo negro muy sutil, similar a las mantillas españolas, lo que me lleva a pensar que el requerimiento es más simbólico que real.  Algunas de las viajeras vistieron pantalones y nadie comentó nada.

Yo opté por un vestido camisero de Atelier Felicity, con un pañuelo estampado con citas de La caída de la casa Usher, de Poe, y un bolso de Salvador Bachiller de la línea Bowling Enea Hueso.

El regreso a Ekaterimburgo fue breve; en realidad, sorprende ver lo cerca que ocurrió todo de la casa Ipatiev. Los cuerpos de los Romanov reposan ahora en Moscú, los veremos más adelante, pero sus fantasmas continúan por allí, en el bosque. 

La ciudad, por el contrario, muestra una energía y una pujanza que nada tiene que ver con el pasado ni con la tradición. Quedan muy poquitas casas tradicionales, de madera o ladrillo, arrasadas por las necesidades de una población en aumento desmedido. El resto de la ciudad (el museo Yeltsin, el paseo junto al río, donde los jóvenes se dan cita y los niños corren o montan en caballos amaestrados, o se sacan fotografías con muñecos de peluche gigantes) podría pertenecer a cualquier otra urbe moderna. En un recodo del río la casa Sevastyanov saluda ya como una vieja amiga. Los rusos de Ekaterimburgo son muy jóvenes, y les sobra qué hacer: lo ocurrido hace un siglo forma parte de su historia, sí, pero, sumidos en otro mundo y en el desconcierto de cómo leer y reinterpretar a día de hoy esa historia contada de manera muy diferente en pocos años, no parecen demasiado preocupados por ella. 

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El día de viaje y desplazamientos pedía vaqueros, que en este caso combiné con un top de mil rayas y volante asimétrico de Compañía Fantástica. La cesta blanca y los pendientes son de Mango. Las sandalias pertenecen a Pikolinos. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez. Y el viaje continúa…

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 1. Ekaterimburgo

De todos los viajes organizados con El País Viajes y B the Travel Brand, el que me ha llevado a Rusia (#EPVRusia) con un grupo de viajeros quizás sea el más especial e irrepetible: desde luego, habrá más ocasiones para seguir los pasos de los zares, tal y como narro en  mi novela Llamadme Alejandra, pero no viviremos otro centenario del fusilamiento de los zares allí, camino a Siberia, en Ekaterimburgo, en el mismo lugar en el que se despertaron en mitad de la noche convencidos de que los llevaban a otra casa más segura, la tercera o cuarta del recorrido demencial en el que se habían sumido.

 El 16 de julio de 2018 me encontraba en esa ciudad rusa en pleno crecimiento, la tercera en tamaño de Rusia, con sus sorprendentes rascacielos en construcción. Limítrofe entre Asia y Europa, esos días se convertía en el centro de la peregrinación nacional de fieles ortodoxos que se convocaban en la Catedral sobre la Sangre Derramada. En el país existen tres iglesias con ese nombre, las tres erigidas donde asesinaron a un Romanov: y en los sótanos, ahora cripta, de esta delicada edificación blanca y dorada murieron siete de ellos: un dictador, su ambiciosa mujer y sus cinco hijos. O, según otras versiones, un padre de familia, débil, incapaz de afrontar la inmensa tarea a la que estaba destinado, su esposa, sobreprotectora e insegura y cinco adolescentes indefensos. Y, según otra más (las visiones sobre los últimos Romanov son infinitas), siete mártires ejemplares y venerables.

En 1918, cuando la familia imperial y unos pocos criados llegaron a esta ciudad en los Urales los encerraron en la casa Ipatiev, bajo la custodia del soviet de la zona. Vista como una enorme zona de explotación de minerales, piedras semipreciosas y madera, a la provincia uraliana no solo viajaban los desterrados y criminales (que, en todo caso, continuarían aún más hacia el este), sino también comerciantes, ingenieros y ambiciosos hombres de negocios que se alimentaban de la incesante ansia de lujo de la Rusia más occidental.

La casa Ipátiev era una de las mejores de aquella ciudad relativamente joven, y en la que solo destacaban el teatro y un par de edificios públicos: construida en 1880, había pertenecido a varios notables de Ekaterimburgo: un funcionario de altas miras, Redikortsev, un comerciante de oro, Sharáviev, y finalmente el ingeniero Ipatiev, a quien se la incautaron los soviéticos.

La casa, de dos pisos y un semisótano, como es aquí costumbre, fue amueblada con gusto, las paredes cubiertas de papel pintado, y un huerto interior tras la valla. Ya no existe: Boris Yeltsin, que nació en Ekaterimburgo, y que goza de una controvertida populalidad aún hoy día, ordenó que la derruyeran en 1977, quizás en un intento porque el creciente culto a los Romanov perdiera intensidad. No lo consiguió, como se puede ver en las últimas fotos que acompañan este texto.

Como la casa Ipatiev no se conserva, salvo por algunas fotografías, lo más cercano a una mansión de época que podemos visitar en la ciudad es la casa Sevastiánov. No esperen una reproducción exacta: la deslumbrante casa Sevastiánov es anterior y más ambiciosa. Su estilo, llamado «ecléctico» por no llamarlo «póngame un poco de todo y ya iremos viendo» se ha convertido en algo único, y al mismo tiempo, típicamente ruso. Paseamos por la obra de un narcisista millonario, que llenó su casa de hermosos suelos y de verjas de hierro forjado, que la pintó para que fuera vista desde la distancia y que, como los nobles, incluyó un pequeño teatro para sus representaciones privadas. La casa, que cumple ahora funciones públicas, se encuentra en un lugar privilegiado junto al río, y al cabo de un par de días en Ekaterimburgo parece menos llamativa, incluso entrañable en su extravagancia.

Las leyendas sobre Sevastiánov (y hay muchas) dicen que quiso dorar la cúpula de su casa, y que se lo prohibieron esgrimiendo que era un derecho reservado a las iglesias, en las que se usaba el oro para atraer la mirada de Dios.

La Catedral Sobre la Sangre Derramada goza de ese privilegio, y deslumbra bajo el sol de julio por fuera… y por dentro. La noche en la que se cumple el centenario, los campamentos anexos se encuentran ya llenos: miles de personas, muchas de ellas mujeres, se congregan en los alrededores de ese lugar, a la espera de las Vísperas y del resto de las celebraciones.

No hay turistas: somos casi los únicos extranjeros que se mezclan con las peregrinas, que, con atuendo muy humilde, largas faldas, camisetas y pañuelo en la cabeza, rezan y cantan, mientras diferentes autoridades eclesiáticas se turnan para salmodiar los nombres de los Romanov, cuyas fotos rodean la iglesia en enormes paneles. Al sol, en fila en los jardines, los sacerdotes confiesan a los fieles. De vez en cuando llega un grupo nuevo de peregrinos, con sus iconos y banderines. El resto les hace sitio.

La iglesia se divide en dos partes: la superior, de cúpulas y paredes muy altas, se encuentra adornada con frescos religiosos, mezclados con escenas de la familia Romanov recreadas a partir de fotografías o de grabaciones. La mezcla entre la realidad y el culto, la historia y el misticismo apabulla y desconcierta a la vez. Para los educados en la religión católica todo despierta un eco familiar y al mismo tiempo exótico, primitivo. No parece que en este lugar haya transcurrido cien años desde la matanza, y mucho menos de brutales cambios sociales.

En la cripta inferior parece que la cabeza casi roce el techo; el olor a cera quemada y a incienso se mezcla con el sudor humano y la humedad del lugar. Allí, frente al iconostasio, alzado donde el muro del sótano sirvió como paredón, los sacerdotes continúan cantando y pasando el relevo al siguiente grupo. Las miradas de la familia más fotografiada de su época (la preciosa Tatiana, los ojos insondables de Alexei) vigilan desde las paredes. Esto no es Europa. No es Asia, tampoco. Entramos en otro lugar, en otra época, en este primer día del viaje, en el que yo cumplo 44 años.

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Descartad todo tópico sobre el frío siberiano: la temperatura era muy agradable, menos a mediodía, cuando el sol caía a plomo. Los peregrinos aprovechaban esos momentos asfixiantes para caminar y mortificar así más el cuerpo.

Escogí un vestido ligero, pero de manga larga, que permitiera protegerse del sol, y fuera lo suficientemente recatado para la iglesia. No me cubrí el cabello con un pañuelo porque las normas no eran tan estrictas aquí, pero sí con un canotier. Los pendientes largsa y asimetricos son de Mango, y el bolso de bambú, de absoluta tendencia, puede comprarse en varios acabados diferentes en Salvador Bachiller.

Las cuñas son de yute de Caravaca de la Cruz, de la marca María Victoria. Y las fotos fueron tomadas en las diferentes localizaciones por Nika Jiménez.

Menorca, un paseo

A Menorca los romanos la llamaron la menor, Minórica, para distinguirla de Mallorca, la mayor, y esa sensación de isla pequeña, la que se encuentra más al norte y más al este, permanece en esta tierra, a la que el turismo, por fortuna, llegó tarde y con menor ímpetu que en las otras Baleares. Eso no significa que no se encuentren en ella el clima, el mar, la gastronomía o los planes que atraen de las otras islas: pero, a su manera, más discreta, menos explosiva, ha sabido mantener precisamente esa gastronomía (quesos y embutidos con los que se saltan las lágrimas), su cultura (una floreciente sociedad megalítica salpicó de dólmenes y construcciones prehistóricas el terreno) e incluso imponer su moda. Las abarcas menorquinas se exportan a medio mundo, y cuando hablo de ellas me acuerdo con especial afecto de Ría, que el año pasado celebró su 50 aniversario con una abarca diseñada por mí.

Este año, en el mes de Mayo, el evento Hats and Horses, que recogía la tradición isleña de las carreras de caballos, y el espíritu internacional que siempre ha tenido, me pidió que fuera su madrina en esa primera edición, de manera que fue una excusa perfecta para pasear primero por el hipódromo y luego por la isla. Me alegra mucho saber que en 2019 Hats and Horses regresará de nuevo. El empeño de Ari Vilalta, que une a un trabajo incesante una manera distinta de entender la comunicación y la difusión de los valores de un territorio ha logrado que eso sea así: de manera que si podés escaparos por un fin de semana a Menorca, no os lo perdais.

Un paseo por el centro de Mahón despierta ecos del Mediterráneo y de su esencia, de los colores desvaídos de otras islas que acumularon invasiones e historia, y de palacios de corte sobrio e impresionante. En las bajada y las cuestas, de repente, aparece, al fondo, el mar, entre matas de buganvillas y de capuchinas, iglesias, balconadas y callejuelas. Muros muy gruesos que aseguran el frescor y el silencio, calles adoquinadas y una oferta hotelera cuidosa, que mima y mira más al viajero que al turista. El hotel que os recomiendo es el Hotel Boutique Sant Roc, que es también Spa. Recién inaugurado en el centro de la ciudad, con un gusto exquisito que mezcla la tradición de un venerable edificio con el diseño, la última fotografía está tomada allí, en mi habitación.

Un paseo por Menorca invita a terrazas y a sentarse a ver anochecer en un banco, en una plaza, mientras los pájaros bajan y se deshacen en cantos. Es una tierra vieja, para la que el tiempo no posee la menor importancia, y tiene mucho por enseñarnos.

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Para las fotos de Nika Jiménez llevé un vestido de lino floreado, de tirante fino, de Mango, y una gabardina de verano de la misma firma, que me ha acompañado en todos mis viajes estos tres pasados meses. El bolso de mimbre es de Salvador Bachiller, el collar de piedras naturales y perlas de Verdeagua Style, y la peluquería y el maquillaje se la debo a Tacha. Para el resto bastó la luz de la tarde, el aire y el mar de la isla.

El Jardín Secreto

No es la primera vez que hablo de rincones privado en Madrid justo antes de unas vacaciones. La razón: me horrorizan los lugares saturados, ruidosos, o a los que la moda del momento ha impuesto una lista de espera. Eso no significa que haya por qué renunciar al centro de la ciudad, o a una estética cuidada, o condenaros a lugares solitarios.

En otra ocasión os hablé del Invernadero que Salvador Bachiller, una firma que asociamos habitualmente a bolsos, zapatos o maletas, había abierto en Gran Vía. En los últimos años ha incorporado menaje, complementos y tecnología, y, por supuesto, los gastrobares.

En las dos últimas plantas de su edificio de Montera 37 se sitúa su Salón de té y su Jardín Secreto. El Jardín no es ni más ni menos que un invernadero con una terraza que se abre bajo el cielo de Madrid, en su zona más castiza. La decoración, cuidada hasta el extremo, puede comprarse un par de plantas más abajo, y ojo: es difícil evitar la tentación de llevarse a casa la loza, la cubertería, o la cristalería

Respecto a la carta, la componen platos rápidos, pensados para compartir y picotear, y aún así, sorprendentemente sanos. Smoothies y batidos, tés, (servidos en las mismas tazas que tengo en casa), ensaladas, hamburguesas… Compartí unos nachos con crema y una hamburguesa de pescado. Las raciones resultan generosas  (yo no fui capaz de pedir postre) pero no pesadas. Y después queda la tertulia, a la que invitan esos rincones, los columpios o la pérgola, o un paseo; Sol o Gran Vía se encuentran, aunque en esa terraza con flores y gorriones no lo parezca, a un paso.

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El jersey crudo con manga abullonada es de Mango, y podéis encontrar algunos de ese mismo estilo aquí. Los pendientes turquesa son de Tatiana Riego. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el Jardin Secreto.

Ningún limón resultó dañado durante la elaboración de este artículo.