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Intimidad

Cuando estaba escribiendo Llamadme Alejandra, la novela con la que gané el Premio Azorín 2017, encontré que la documentación pública sobre ellos era muy extensa, pero la privada no se quedaba atrás. Cartas, diarios y declaraciones de los supervivientes me permitían acceder a las ideas y la mentalidad de esta familia muy observada y poco entendida. Y una clave de toda la novela pasaba por comprender la preocupación de la zarina por que nadie vulnerara su intimidad.

Quien haya visitado los fastuosos palacios de San Petersburgo sabrá que las dimensiones y el protocolo estaban pensados para empequeñecer al individuo y ensalzar a los zares. Pero Alejandra, tímida hasta lo patológico, rehuía la compañía incluso en sus alojamientos privados. Todos los que no fueran su marido, sus hijos y unos amigos contados (a menudo no muy bien escogidos) le sobraban. 

Esa reivindicación de la privacidad resulta poco entendida en según qué círculos incluso ahora: la familia extensa y la sociedad protegen, pero también anulan la individualidad. Preservan de la soledad y sirven como un eje social, pero también controlan y censuran toda desviación de sus propias normas. Quien haya querido imponer su voluntad en una nueva familia y se haya encontrado con un silencio gélido o el vacío entenderá lo extraña que resultaba la necesidad de intimidad de la zarina a finales del siglo XIX. La corte esperaba de ella que se mostrara, que repartiera regalos y privilegios, que se exhibiera en su esplendor y, si podía, que diera algún escándalo. 

Mientras tanto Alejandra prefería mantenerse alejada, vestir de manera sencilla (fue criticada por sus gustos un poco burgueses) y entregarse a una cierta tristeza que le era natural por carácter. Con los años, sería criticada por entrometerse en el gobierno, por su amistad con Rasputín y prácticamente por cualquier movimiento. Desconocían el dolor y la angustia por la enfermedad de su hijo, su creciente neurosis y miedo al futuro y toda esa parte íntima que les hubiera permitido comprenderla o al menos entender un poco mejor su comportamiento. 

Quien haya tenido la experiencia de vestirse de novia podrá entender, al menos por un día, otro punto importante de las mujeres de esta época: la falta de movilidad (pese a que Alejandra no era amiga del corsé), la necesidad de al menos dos personas para vestirse, para peinarse, la presencia constante de extraños en sus espacios más privados. La obligación de mostrarse siempre impecable, de dar una lección moral y de estatus. La dificultad para cuestiones que damos por sentadas en la actualidad, como ir al baño, correr o subir unas escaleras. 

La belleza de esas prendas nos reconcilia con esas limitaciones: pero lo cierto es que Alejandra mostraba muy poco interés por la moda o la ropa. Era muy hermosa, alta, y un maniquí perfecto, pero fue su hermana Elizabeth la que destacó por su elegancia. Mucho más espiritual e insatisfecha, Alejandra de Rusia, Alix de Hesse, decía de corazón que hubiera cambiado de buena gana el lujo y el esplendor que le rodeaba por una vida familiar, sencilla y anónima. 

Y después de un día envuelta en tules, en joyas y en exquisitas estancias, es un poco más sencillo comprenderla. 

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En esta sesión, los créditos son algo más largos de lo habitual: las fotografías son de Aleksandra Kawalec, y el vestido de Laura Escribano Atelier. En este caso es el vestido Charlotte, con encajes antiguos en 3D y rebrodé montados sobre tul de algodón. Conocí la labor de Laura por pura casualidad, en su instagram, y me encantó su sentido de la belleza y la manera originalísima en la que empleaba tejidos antiguos, algunos de ellos de más de cien años, para vestir a sus muy especiales novias. Las joyas son de la siempre exquisita Verdeagua Style. El calzado es el modelo Makika, de Clara Rosón, maquillaje de Cristina Lobato, y peluquería de Goya Asenjo. finalmente, el making off es de Artesanos al detalle

San Petersburgo: nunca la vida fue tan dulce

Una de las preguntas que me han hecho más a menudo con motivo de Llamadme Alejandra y del centenario del fusilamiento de los últimos zares y su familia es si no lo habían anticipado. Si, desde los despachos y los palacios en los que se movían, nadie les alertó del peligro que corrían y de la revolución que se avecinaba.

La respuesta es ambigua: sí, por supuesto, estaban al tanto de que existía un malestar en algunos sectores de su nación, pero convivían con él desde generaciones atrás. El abuelo de Nicolás II, Alejandro II, había muerto desangrado tras un atentado donde ahora se alza la Iglesia de la Sangre Derramada. Su tío Sergio, que era, además de un apoyo esencial, su cuñado por matrimonio con una hermana de Alix, falleció despedazado por un artefacto en Moscú. Ministros, amigos y familiares habían sido asesinados o escaparon de disntintos intentos.

Pero evaluar el peligro real resulta mucho más complicado, salvo que se haga, como nosotros, a posteriori. Por un lado, contaban con esa consideración casi medieval de monarcas investidos por Dios. Estaban convencidos de la devoción del pueblo, y creían que el problema radicaba en esa clase intermedia, desde la nobleza a los intelectuales, que les separaba de ellos. Midieron lamentablemente mal los riesgos que corrían, y no puede desecharse el dato sorprendente de que su familia, que gobernaba media Europa, tomó la decisión consciente de no auxiliarlos.

Como Europa y Estados Unidos antes de la Gran Recesión que comenzó en 2008, parte de Rusia vivía en una espiral de gasto desenfrenado, de fiestas, lujo y huida hacia el vacío. La I Guerra Mundial apenas habían afectado a las capas altas de la sociedad, más allá de las necesarias declaraciones patrióticas. Los rusos blancos que luego escaparon sobre todo a Francia recordaban con nostalgia que nunca la vida fue tan dulce como en San Petersburgo antes de la Revolución.

Por supuesto que estaban alertados de que un cambio se avecinaba: como lo estuvimos nosotros en una sociedad infinitamente más informada, democrática y alfabetizada. Pero, como nosotros, no podian creer que aquello que pisaban tan firmemente se deshiciera como hielo primaveral. Y, en un paseo por San Petersburgo, por lo que perdura de esa ciudad de canales venecianos y de palacios parisinos, de catedrales romanas y de trazado holandés, se comprende que los rusos que pagaron con su vida ese desconocimiento creyeran que se encontraban amparados por su apellido, por su fortuna o incluso sus criados. Los restos de la pobreza y de la miseria desaparecen. El testimonio de cómo vivieron las clases altas permanece durante generaciones tras su muerte.

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Aunque el evento al que acudí en esta bella ciudad era de carácter privado, me permitió comprobar que pese a la distancia en el tiempo, la capacidad de goce y de disfrutar por todo lo alto continúa intacta, y que a veces esa dulzura de vivir no radica en el nuevo dinero, sino en la compañía y el entorno.  

Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el Hotel Lotte de San Petersburgo y sus inmediaciones, frente a la catedral de San Isaac. El vestido de estampado de leopardo, con escote en V, es de Dolores Promesas Heaven. El clutch de terciopelo rosa llleva el inconfundible sello de Mibúh.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 6 San Petersburgo

Todo viaje llega a su fin, por mucho que Paul Auster defendiera que los viajeros no saben cuando regresarán a su hogar, y por lo tanto nos redujera a todos a la categoría de turistas. En esta última parte del Viaje a Rusia en el que seguíamos los pasos de mi novela Llamadme Alejandra San Petersburgo nos acoge y nos despide.

 La Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada de San Petersburgo despierta ecos pasados: ya estuvimos en Ekaterimburgo en otra Iglesia sobre la Sangre Derramada (puedes verlo aquí): se alzaron donde hubieran asesinado a un Romanov, y si en los Urales eran Nicolás II, Alejandra y su familia, en San Petersburgo fue su abuelo, Alejandro II. Por otro lado, esta preciosa catedral ecléctica, muy cerca de la Perspectiva Nevski, parece una copia moderna de San Basilio, en Moscú (puedes comprobarlo aquí).

Alejandro II fue asesinado en 1881; paradójicamente, le llamaban El libertador, porque había acabado con la servidumbre en Rusia, pero su pensamiento y sus actuaciones represivas y conservadoras generaron un enorme malestar entre intelectuales y estudiantes. Cuentan que una gitana le había vaticinado que moriría con unas botas rojas, algo que parecía absurdo. ¿Unas botas rojas? Pero, de alguna manera, así fue. El uno de marzo un anarquista arrojó una bomba al paso de su comitiva; el zar resultó ileso, pero quiso comprobar los daños de la explosión y bendecir al conductor, que estaba gravemente herido. En ese momento, un segundo terrorista le lanzó una segunda bomba directamente a los pies. Con las piernas destrozadas y un rastro de sangre que se prolongo hasta el Palacio de Invierno, el zar murió poco desangrado poco después, ante los ojos aterrorizados del pequeño Nicolás II, que recordaba a menudo aquella escena.

La Iglesia se elevó en ese mismo lugar poco tiempo después, y se completó en el reinado de Nicolás II: sus mosaicos se extienden desde el suelo al techo, con escenas religiosas y biográficas. Pese al colorido y las formas bulbosas del exterior, el dorado y la altura de las cúpulas demuestran que buscaban una espiritualidad muy diferente a la de San Basilio, y la estética, mucho más moderna, resulta menos extraña al ojo occidental.

Lo siniestro de su historia no puede ocultar la belleza del edificio, en ese exceso de color y lujo al que creemos que ya casi nos hemos acostumbrado, pero que no deja de sorprendernos en cada edificio.

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El  vestido midi beige que llevo es de Mango, como el bolso con una red de cuerdas trenzadas. Las alpargatas son de Casteller.

Una visita a San Petersburgo no estaría completa sin un recorrido por los canales. Bien en barca o en trineo, cuando estaban congelados, estas vías de agua resultaban más prácticas para desplazarse que los atiborrados puentes y vías. Las fachadas y las dimensiones cobran otro sentido cuando se observan desde el agua; fue una ciudad concebida para la fantasía, el lujo y la navegación.

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Por último, y ya que el palacio de Tsarkoye Selo donde vivieron los últimos zares se encuentra ahora bajo reconstrucción y reforma, deseaba visitar el que muchos consideran el más bello de los palacios de verano, el de Catalina. Si bien lo inició esta zarina, la segunda esposa de Pedro el Grande, quien lo retomó y lo cubrió de oro fue su hija Isabel, la bella, la alegre, la gastadora.

Y gastó, vaya si gastó. Desde el salón de embajadores, que dejaba boquiabiertos a los dignatarios extranjeros (ahora lo logra con los turistas) a sus galerías de tesoros, a los comedores a… Pero si se llama Palacio de Catalina, se debe a que Catalina la Grande, en el siglo XVIII, lo remató y convirtió en su preferido. Ella le dio ese aire rococó que aún hoy conserva, y que ha sobrevivido a dos guerras mundiales.

Es un buen momento para abandonar Rusia con ese mismo aire de irrealidad con el que este viaje comenzó: un mundo ya hueco y casi acabado cuando los ultimos zares vivían en él, aunque no lo supieran aún, y aún así, hermoso, un sueño de lujo que finalizó abruptamente, un país a medio camino entre el pasado y el presente, Occidente y Oriente. Una fascinación que solo aumenta cuanto más se conoce el país y su historia, y que si a mí me acompañó durante los años de la redacción de mi novela, espero que al lector le siga también durante mucho tiempo.

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Un palacio exige un look con un punto regio. El bolso cesta blanco es de Mango. La falda de mil volantes rojos de tul lleva el nombre de Wild Pony, y las cuñas de ante rosa las hizo Kanna. Como las anteriores de Casteller, estoy orgullosa de lucirlas como embajadora del Yute de Caravaca. El top de seda y espejuelos tiene como mil años, lo compré en una tienda de productos hindúes, y lo he llevado en bodas, para salir por la noche con vaqueros, y con todo lo que se me ha ocurrido. Las fotos, como todas las que aparecen en los posts de este viaje organizado por El País Viajes y B the Travel Brand, las ha sacado Nika Jiménez.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 5 San Petersburgo

La manera, rápida y eficaz, que escogimos para viajar de Moscú a San Petersburgo fue el tren de alta velocidad. Las etapas anteriores (puedes leerlas aquí) recorrían la parte tradicional de Rusia: aquello que Alejandra, la última zarina, creía reconocer y entender mejor que las intrigas de la corte moderna. En esta fase llegamos a una capital creada de la nada por el capricho de otro Romanov, Pedro el Grande, que de un plumazo decidió anular las costumbres y los lugares sagrados de sus antepasados y creó en mitad de las marismas norteñas una ciudad de mármol, oro y piedras preciosas con lo mejor de Europa.

Cuando llegamos, la ciudad se estaba preparando para una demostración militar y varios submarinos y acorazados se encontraban en los distintos brazos de agua. Visitamos en primer lugar la Fortaleza de San Pedro y San Pablo; una isla, un bastión, una catedral y una prisión al mismo tiempo. Visible desde el Palacio de Invierno, esta edificación ha protagonizado varios de los momentos más importantes de la historia rusa desde el siglo XVIII. En su catedral se encuentra enterrada la familia real desde Pedro el Grande hasta los últimos zares y sus hijos, en una capilla aparte. En las imágenes puede verse el sepulcro de María Feodorovna, la temible suegra de Alejandra, que tras varias vicisitudes (ella sobrevivió varios años a la masacre y murió en el extranjero) enterraron finalmente con su familia.

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Para la llegada a San Petersburgo llevé un vestido de rayas multicolores de Compañía Fantástica. Como esa mañana llovió, y también por la misma regla de decoro del resto de las iglesias, añadí esta gabardina blanca de Mango.

Cerrado ya el círculo de muerte de los Romanov (el lugar del fusilamiento y las fosas en Ekaterimburgo, las beatificaciones de Moscú y ahora sus tumbas) tocaba dirigirnos a algo menos siniestro; el esplendor y la vida que Alejandra tan mal asumía. Resulta obligado darse un paseo, por rápido que sea, por el Hermitage (o Ermitage, a la francesa), el gigantesco complejo que incluye el Palacio de Invierno frente al Neva, la galería de Arte actual, el pequeño Hermitage, el Gran Hermitage, el… hablamos no solo del lugar donde los actos más solemnes de la dinastía tenían lugar (aunque solían vivir en palacios menores, más manejables y cómodos), sino de uno de los museos más hermosos y amplios del mundo.

La galería de retratos de los zares, la capilla donde Nicolás y Alejandra se casaron, el salón de Malaquita, las escaleras de mármol, las gigantescas arañas de cristal… y oro, oro por todas partes. En las molduras, las manillas, los espejos, los muebles. Aquí resulta más sencillo entender la sensación de angustia y de aislamiento que debió sufrir Alejandra, que provenía de una educación y de una moral luterana, opuesta a todo lo que vemos, y en cambio, lo mucho que debió disfrutar Maria, que fue durante esa época la auténtica reina de ese Palacio de Invierno excesivo, con tantas obras de arte adquiridas a lo largo de los siglos que casi no se sabe dónde mirar.

Todo lo que se pueda ansiar está allí: Leonardo y Zurbarán, Rafael y Rubens. Arqueología y arte moderno; la sensación de repasar de nuevo, página a página, las enciclopedias de arte de la infancia. Pese a las seis horas que le dedicamos, la queja es la misma que en otros museos de primer orden: que haría falta una estancia de días, reposada, destinada únicamente a quedarse inmóvil ante esas obras.

Aún quedaba tiempo para visitar el que fue el palacio preferido del responsable de todo esto, Pedro el Grande: Peterhof. Las fotografías de los jardines y las fuentes fueron tomadas allí.

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Peterhof fue la diversión en muchos sentidos de Pedro el Grande: lo edificó a unos treinta kilómetros de San Petersburgo, es decir, lejos para que le dejaran en paz y cerca por si ocurría alguna emergencia. Frente al Golfo de Finlandia, desde el palacio, que se encuentra en una pequeña colina, se divisa el juego de fuentes, los caminos del jardín y al fondo el mar.

Y sí, es una divertimento: fuentes y glorietas de estilo barroco, chorros de agua que podían activar a voluntad para que el cortesano o la señorita de turno se empapara (para según qué cosas, el zar no era muy sofisticado), sombra, flores, luz, y como casi todos esos grandes monarcas, un pequeño refugio: una casita situada frente al mar donde él descansaba y su segunda esposa, Catalina, la amada, la de origen humilde, cocinaba para él, como ansiaría María Antonieta siglos más tarde.

Idéntica actitud a la de Alejandra en 1900: la nostalgia, no sabemos si sincera o no, de quienes buscan una vida sencilla cuando lo tienen todo, cuando el resto de quienes les rodean se conformarían con una brizna de ese pan de oro, de esas fuentes monumentales, de esas mesas en las que los manjares desaparecían casi sin ser probados… 

Las cómodas sandalias de cuña son de Casteller. Los pendientes, que quedaban perdidos entre tanto oro, de Mango. El bolso de bambú, obligado esta temporada, de Salvador Bachiller. Y la maravilla de vestido artesano es de una marca que acabo de descubrir que se llama Lupitas y que rescata la tradición artesana mexicana. Cada pieza es única. En mi caso sustituyeron los bordados coloridos que identificamos con esas prendas por un color dorado que no podía encajar, ni a propósito, mejor con el entorno.

Las fotos, como siempre, de Nika Jiménez. No tengo que repetir que este viaje se inspira en mi novela Llamadme Alejandra, y que se organiza en colaboración con B the TravelBrand y El País Viajes. Estamos preparando ya los dos siguientes a Inglaterra (Las Hermanas Brontë y Jane Austen) en octubre, y la información para apuntarse está aquí.

 

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 3. Moscú

La distancia entre Ekaterimburgo (donde estuvimos aquí, hace nada de la mano de El País Viajes y de B the Travel Brand) y Moscú se recorre en pocas horas de vuelo, y en varios siglos de lucha ideológica: enfrentamientos entre tribus invasoras y pueblos asentados, entre la Nueva y la Vieja Fe, entre los europeístas que creían que la esperanza de Rusia radicaba en su acercamiento a Occidente y los tradicionalistas eslavos que encontraban en las raíces más conservadoras y más rurales del país una identidad que ha sido cuestionada desde sus inicios.

Moscú alberga extrañas contradicciones, y la afluencia de turismo no las ha atenuado. Como ocurre en cualquier lugar que debe venderse al extranjero, los matices desaparecen para que el ojo ajeno pueda reconocerlo rápidamente y llevarse una imagen sencilla y coherente.

Durante el primer día en Moscú nos mostraron el esfuerzo de transformación que se llevó a cabo durante los años posteriores a la Revolución Rusa: eliminaron y borraron del mapa la mayoría de los aristócratas y de los familiares zares, algunos de los cuales llevaron una existencia pintoresca e incluso miserable en Europa y en América. La imparable emigración a las ciudades de obreros muy escasamente cualificados y de campesinos que no se adaptaban a la velocidad requerida a los cambios políticos requirió inversiones monumentales. Algunas, como el metro, obedecían a la necesidad de rápidos movimientos, baratos y seguros. 

Otras, como las Siete Hermanas de Stalin, los siete monstruosos rascacielos de innegable influencia occidental que se erigieron en la ciudad, gritaban el orgullo y la tecnología de una nueva potencia.

Años más tarde, cuando las prioridades cambiaron, el orgullo continuó: algunas de las estaciones de metro fueron revestidas de materiales ricos y de mensajes propagandísticos. Con el mismo lenguaje del lujo de los palacios se tiñó el espacio donde los ciudadanos pasaban horas bajo tierra. Mosaicos y dorados, lámparas de delicado cristal y una estética de exaltación socialista que ahora resulta kitch, y conmovedora, y casi primitiva. Sea como sea, la visita a las estaciones de metro de Moscú no se parece a nada. Entre los vagones y los viajeros, el turista podría bailar, beber champagne, sentirse en una novela de Turguenev o de Tolstoi,  que pese a su genio no hubieran imaginado nunca nada parecido.

 Rojo y bello proceden de la misma raíz en ruso. La Plaza Roja abruma porque es enorme y de pronto muy pequeña, porque San Basilio parece de juguete y al mismo tiempo mucho más real que cualquier iglesia que hayamos visto, y porque sus colores no resultan del todo serios. ¿Es Rusia, la real, tan similar a la imaginaria? Cada una de sus preciosas cúpulas hubieran podido nacer de la imaginación de un pastelero. Pero su interior, oscuro, recogido, los iconostasios de las múltiples capillas sumidas en el silencio y en la calma, son el de una preciosa catedral. En algunos de los laberínticos pasillos se escucha la liturgia ortodoxa, cantada y elevada por la acústica de las paredes. Y los colores (ese azul carísimo, las estrellas doradas, los berbellones) permiten entender un poco mejor esa contradicción histórica. No hay nada viejo, no hay nada nuevo en Rusia. Solo historia y preguntas.

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El vestido de lino que llevé ese día en Moscú es una variante del que posiblemente haya sido el vestido del verano: se ha visto en infinidad de versiones, pero no acababa de encontrar la idónea para mí, hasta que di con éste: blanco, con un bonito escote en la espalda y algo de vuelo en la falda, y de la nueva temporada de Mango. Puede comprarse aquí. También los pendientes de nácar son de Mango, pero debido a su tamaño decidí llevar solo uno. Las alpargatas de Casteller, además de su línea limpia, fueron comodísimas durante todo un día de subidas, bajadas, ajetreo y calor. No en vano soy embajadora del Yute de Caravaca. Y, por último, el bolso de bambú ligero, original y que a mí me recuerda a uno de los autómatas de Theo Jansen  en miniatura, es de Salvador Bachiller. Puede encontrarse en las tiendas físicas. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez.

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 4 Moscú

Este viaje no pretende ofrecer una visión exhaustiva de Rusia. Ni siquiera de Moscú. Pero, apoyado en mi novela Llamadme Alejandra, hay algunos aspectos que pasan inadvertidos durante otros viajes, y que durante el EPVRusia buscamos y tratamos. Podeis ver cómo fueron las etapas anteriores en las tres entradas anteriores del blog.

Los zares preferían mantener a los enemigos de la familia relativamente cerca: a veces  decidían no asesinarlos (aunque ganas no les faltaban) pero consideraban que necesitarían de su presencia o aliados más tarde, cuando las aguas se hubieran calmado. Ya encontrarían maneras de librarse de ellos.

Pedro el Grande, que odiaba cordialmente Moscú, hasta el punto de construir una capital que en nada recordara a esta ciudad de madera y de estiércol, de fieles a la Vieja Religión y de  conspiraciones en cada callejuela, no fue una excepción: encerró en un convento de por vida a su primera esposa, a la que nunca quiso; Eudoxia Lopujina. Era una zarina como los tiempos requerían: de buena familia, conservadora, analfabeta y peligrosa no tanto por ella misma, sino por haber dado a luz a un varón y por oponerse a las reformas europeístas de su marido.

Ni Pedro ni su segunda esposa, Catalina, la asesinaron: sí a su hijo, el zarevich Alexis. Ella deambuló de convento en convento, con una vida de relativa comodidad y lujo dentro de que no podía abandonar sus paredes; era un riesgo razonable cuando se pertenecía a la nobleza.

El convento que vimos en Moscú conserva una historia a mi juicio aún más interesante, relacionada también con Pedro el Grande. Como suele ocurrir con algunas de estas personalidades, no estaba destinado a ser zar; por edad, le precedían otros hermanos y una hermanastra formidable, Sofía, que no estaba dispuesta a renunciar ni al poder ni a su influencia. Tras varios años como autócrata, y unas feroces represiones fratricidas, Sofía fue aislada, reducida e inmovilizada. La obligaron a vivir el resto de su existencia en el Convento o Monasterio Novodévichi.

Que era una fortaleza, protegida por murallas inexpugnables, el propio río y las guarniciones reales. Cuando en 1698 sus partidarios intentaron rescatarla, Pedro colgó sus cadáveres en los muros para que Sofía pudiera verlos pudrirse desde su celda. Impresiona ver cómo siglos más tarde algunos retratos la muestran como una mujer masculina, velluda y fea; una mujer que aspirara al poder debía ser una aberración física.

RTVE, que siempre ha seguido con interés mi trayectoria, nos dedicó un corte que se emitió en el Telediario, con el buen hacer ya habitual de Érika Reija. Puede verse en Televisión a la Carta aquí.

 Y faltaba el Kremlin, al que creo que con una pincelada haremos más justicia que con una descripción exhaustiva. El conjunto de palacios, iglesias, catedrales y torres mezcla la historia más reciente (vimos parte del parque automovilístico de los ministerios salir disparados a las 18:01, con sus autoridades a bordo), con las Catedrales que todos los zares debían visitar al menos una vez en su vida. La sucesión de cúpulas doradas, de frescos y de advocaciones aumentaban de siglo en siglo, porque era obligación de los monarcas aportar su catedral o iglesia personal. Yo me quedé con la de la Dormición, donde todos ellos fueron coronados, hacia la que se dirigió nerviosa y cubierta de pesadísimos brocados Alejandra para formar parte de ese ritual que ni siquiera conocía un par de años antes. Podéis ver la escalera de entrada y los arcos decorados; el resto está siendo restaurado. Y también recorrimos la de Arcángel San Miguel, cuyo interior visitamos, donde los zares moscovitas están enterrados.

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La ventaja del vestido negro que llevé ese día es que no se arrugaba, era lo suficientemente elástico como para resultar cómodo, de una longitud que permitía la entrada en edificios civiles y religiosos y el escote podía regularse para que fuera completamente cerrado o casi un palabra de honor. Es de Mango y puede comprarse aquí. En la misma marca se encuentran los pendientes de rafia, muy ligeros, y el bolso cofre de bambú, con un doble cierre que lo hacía bastante seguro. No hay que repetir que, aunque nosotros no sufrimos ningun robo, es una zona perfecta para carteristas. Las alpargatas de cuña, negras y de crochet, siguen siendo un recordatorio de que soy embajadora del Yute de Caravaca, y que podremos encontrar  pocos calzados mejores para el verano. (Ah, y el gorro blanco, una broma: los viajeros se empeñaron en que me lo probara en una tienda, allí se quedó).

 Las fotos son de Nika Jiménez. Recordar que este viaje y otros que realizaré en breve se organizan de la mano de El País Viajes y B the TravelBrand, en su sección Viajes con expertos.

Viaje a Rusia»Llamadme Alejandra» 2. Ekaterimburgo

El segundo día de este viaje a Rusia centrado en mi novela Llamadme Alejandra  (podéis leer sobre el primero aquí) tuvimos la oportunidad de conocer algo de esta región de los Urales, puerta hacia Siberia, y con recursos minerales tan ricos que el agua resulta escasamente potable, dado su alto contenido en metal y en sales.

Durante siglos las minas, los minerales preciosos y las diversas maderas atrajeron aquí a empresarios y a emprendedores. Las inmensas llanuras se alternan con bosques de pinos y de abedules, rectos y elevados. En muchas ocasiones eran espacios comunales donde los campesinos podían llevar al ganado, recoger setas, bayas o madera. Rebosaban vida y actividad hasta hace muy poco tiempo. Y, por desgracia, fueron también escenarios de una brutalidad indescriptible. 

De camino hacia Ganina Yama, en las afueras de Ekaterimburgo, nos detuvimos en dos lugares emblemáticos: en uno de ellos se recuerda a las víctimas de las purgas de comunismo, en concreto las realizadas por Stalin. Un equipo de expertos exhumaba en aquellos momentos tumbas en el bosque a nuestras espaldas, porque los fusilamientos clandestinos dejaron un reguero de víctimas aún no localizadas ni identificadas. Nos encontramos allí, donde varios muros recuerdan los nombres de los represaliados y la fecha de su nacimiento y de su muerte, con algunos descendientes que, desde el otro extremo de Rusia, les llevaban flores.

La segunda parada tenía un tono más festivo: nos movemos en la frontera entre Asia y Europa, pero esa línea no es recta ni clara, de manera que se marca mejor con monolitos y marcas que con una barrera. En uno de ellos, monumental, y tallado en el mejor granito uraliano, nos detuvimos, con, literalmente, un pie en un continente y otro en el contiguo.

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He mencionado antes Yanina Gama.¿Qué lugar es ése? Mi novela Llamadme Alejandra comienza en esa aciaga noche del 16 al 17 de Julio en la que los últimos zares y su familia fueron fusilados. Cuando amanecía el 17 de julio, un siglo exacto antes de nuestra llegada allí, todo había acabado, y los asesinos se enfrentaban al problema de cómo librarse de los cadáveres.

Como cuenta el informe Yurovsky que incluyo en la narración, los soldados cargaron los cuerpos en una furgoneta para enterrarlos en el bosque, pero una serie de errores los encontró con el día encima en un bosque lleno de gente, y sin saber qué hacer. Arrojaron los cuerpos a una mina abandonada, que era, en realidad, una especie de fosa poco profunda: Yanina Gama. Las explotaciones mineras se realizaban al aire libre, no bajo tierra, como las extracciones de carbón. 

En Yanina Gama se eleva un monasterio ortodoxo compuesto por diversas capillas de madera, en torno a la fosa donde se libraron de los cuerpos, donde ahora crecen lirios blancos. La bordea un mirador. Los fieles se habían reunido allí, y cantaban la liturgia de esa fecha santa. Fotografías de la familia real, esculturas e iconos presidían el recinto, mucho mayor de lo que yo me imaginaba, y convertían aquel espacio de muerte en uno de culto, con una emoción contenida muy diferente a la experimentada el día anterior en la Catedral del Salvador sobre la Sangre Derramada, más serena, más sencilla. 

Por casualidad nos encontramos allí con una de las descendientes de la familia Romanov, la Gran Duquesa María Vladimírovna Romanova, nacida y residente en Madrid, que había viajado allí para las celebraciones. Muy amablemente nos saludó y dijo unas preciosas palabras: nos recordó que el zar Nicolás II había indicado en una carta que si lo peor ocurría no buscaban otra cosa que no fuera la reconciliación y el perdón. Y que este lugar, tan triste, había logrado convertirse en un símbolo de paz y de espiritualidad. Creo que, pese a las manipulaciones de la memoria, la intención de algunos o la parcialidad de otros, así ha sido. No se respiraba allí horror ni espíritu de venganza. Han construido un espacio para la reflexión y el silencio. 

La última parada de esa etapa tan siniestra era el lugar donde los cuerpos acabaron el 18 de julio, y donde reposaron ocultos por muchos años. Los miembros del Soviet sabían que los cadáveres estaban mal enterrados; durante la siguiente noche los sacaron de la mina e intentaron llevárselo a otro lugar. Los errores llegaron entonces a la categoría de chapuza: dieron con terreno muy blando sobre el que los camiones se hundían, y al final los quemaron parcialmente y los enterraron en dos fosas, lo que luego dio pie a la creencia de que Alexei y una de las niñas quizás hubieran logrado huir, porque sus cuerpos faltaban. A continuación colocaron unas traviesas de tren encima, como si fuera un paso, rodaron varias veces sobre ellas con los vehículos… y allí, en el camino de Koptiaki, se los tragó el olvido.

Ahora una cruz y una pequeña instalación recuerdan la fosa. Tan parecida a las que hemos visto al principio de la ruta en el bosque, zares, campesinos, ricos, pobres, todos asesinados y, si hay suerte, recuperados del silencio tanto tiempo después. 

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Aunque no obedezca a la idea que tenemos de un monasterio, Yanina Gama, abierto al sol y el bosque, lo era. Y en un día de celebración como era éste, nos pidieron que nos cubriéramos la cabeza y que lleváramos falda más o menos larga. Me sorprendió ver a la Gran Duquesa con un velo negro muy sutil, similar a las mantillas españolas, lo que me lleva a pensar que el requerimiento es más simbólico que real.  Algunas de las viajeras vistieron pantalones y nadie comentó nada.

Yo opté por un vestido camisero de Atelier Felicity, con un pañuelo estampado con citas de La caída de la casa Usher, de Poe, y un bolso de Salvador Bachiller de la línea Bowling Enea Hueso.

El regreso a Ekaterimburgo fue breve; en realidad, sorprende ver lo cerca que ocurrió todo de la casa Ipatiev. Los cuerpos de los Romanov reposan ahora en Moscú, los veremos más adelante, pero sus fantasmas continúan por allí, en el bosque. 

La ciudad, por el contrario, muestra una energía y una pujanza que nada tiene que ver con el pasado ni con la tradición. Quedan muy poquitas casas tradicionales, de madera o ladrillo, arrasadas por las necesidades de una población en aumento desmedido. El resto de la ciudad (el museo Yeltsin, el paseo junto al río, donde los jóvenes se dan cita y los niños corren o montan en caballos amaestrados, o se sacan fotografías con muñecos de peluche gigantes) podría pertenecer a cualquier otra urbe moderna. En un recodo del río la casa Sevastyanov saluda ya como una vieja amiga. Los rusos de Ekaterimburgo son muy jóvenes, y les sobra qué hacer: lo ocurrido hace un siglo forma parte de su historia, sí, pero, sumidos en otro mundo y en el desconcierto de cómo leer y reinterpretar a día de hoy esa historia contada de manera muy diferente en pocos años, no parecen demasiado preocupados por ella. 

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El día de viaje y desplazamientos pedía vaqueros, que en este caso combiné con un top de mil rayas y volante asimétrico de Compañía Fantástica. La cesta blanca y los pendientes son de Mango. Las sandalias pertenecen a Pikolinos. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez. Y el viaje continúa…

Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 1. Ekaterimburgo

De todos los viajes organizados con El País Viajes y B the Travel Brand, el que me ha llevado a Rusia (#EPVRusia) con un grupo de viajeros quizás sea el más especial e irrepetible: desde luego, habrá más ocasiones para seguir los pasos de los zares, tal y como narro en  mi novela Llamadme Alejandra, pero no viviremos otro centenario del fusilamiento de los zares allí, camino a Siberia, en Ekaterimburgo, en el mismo lugar en el que se despertaron en mitad de la noche convencidos de que los llevaban a otra casa más segura, la tercera o cuarta del recorrido demencial en el que se habían sumido.

 El 16 de julio de 2018 me encontraba en esa ciudad rusa en pleno crecimiento, la tercera en tamaño de Rusia, con sus sorprendentes rascacielos en construcción. Limítrofe entre Asia y Europa, esos días se convertía en el centro de la peregrinación nacional de fieles ortodoxos que se convocaban en la Catedral sobre la Sangre Derramada. En el país existen tres iglesias con ese nombre, las tres erigidas donde asesinaron a un Romanov: y en los sótanos, ahora cripta, de esta delicada edificación blanca y dorada murieron siete de ellos: un dictador, su ambiciosa mujer y sus cinco hijos. O, según otras versiones, un padre de familia, débil, incapaz de afrontar la inmensa tarea a la que estaba destinado, su esposa, sobreprotectora e insegura y cinco adolescentes indefensos. Y, según otra más (las visiones sobre los últimos Romanov son infinitas), siete mártires ejemplares y venerables.

En 1918, cuando la familia imperial y unos pocos criados llegaron a esta ciudad en los Urales los encerraron en la casa Ipatiev, bajo la custodia del soviet de la zona. Vista como una enorme zona de explotación de minerales, piedras semipreciosas y madera, a la provincia uraliana no solo viajaban los desterrados y criminales (que, en todo caso, continuarían aún más hacia el este), sino también comerciantes, ingenieros y ambiciosos hombres de negocios que se alimentaban de la incesante ansia de lujo de la Rusia más occidental.

La casa Ipátiev era una de las mejores de aquella ciudad relativamente joven, y en la que solo destacaban el teatro y un par de edificios públicos: construida en 1880, había pertenecido a varios notables de Ekaterimburgo: un funcionario de altas miras, Redikortsev, un comerciante de oro, Sharáviev, y finalmente el ingeniero Ipatiev, a quien se la incautaron los soviéticos.

La casa, de dos pisos y un semisótano, como es aquí costumbre, fue amueblada con gusto, las paredes cubiertas de papel pintado, y un huerto interior tras la valla. Ya no existe: Boris Yeltsin, que nació en Ekaterimburgo, y que goza de una controvertida populalidad aún hoy día, ordenó que la derruyeran en 1977, quizás en un intento porque el creciente culto a los Romanov perdiera intensidad. No lo consiguió, como se puede ver en las últimas fotos que acompañan este texto.

Como la casa Ipatiev no se conserva, salvo por algunas fotografías, lo más cercano a una mansión de época que podemos visitar en la ciudad es la casa Sevastiánov. No esperen una reproducción exacta: la deslumbrante casa Sevastiánov es anterior y más ambiciosa. Su estilo, llamado «ecléctico» por no llamarlo «póngame un poco de todo y ya iremos viendo» se ha convertido en algo único, y al mismo tiempo, típicamente ruso. Paseamos por la obra de un narcisista millonario, que llenó su casa de hermosos suelos y de verjas de hierro forjado, que la pintó para que fuera vista desde la distancia y que, como los nobles, incluyó un pequeño teatro para sus representaciones privadas. La casa, que cumple ahora funciones públicas, se encuentra en un lugar privilegiado junto al río, y al cabo de un par de días en Ekaterimburgo parece menos llamativa, incluso entrañable en su extravagancia.

Las leyendas sobre Sevastiánov (y hay muchas) dicen que quiso dorar la cúpula de su casa, y que se lo prohibieron esgrimiendo que era un derecho reservado a las iglesias, en las que se usaba el oro para atraer la mirada de Dios.

La Catedral Sobre la Sangre Derramada goza de ese privilegio, y deslumbra bajo el sol de julio por fuera… y por dentro. La noche en la que se cumple el centenario, los campamentos anexos se encuentran ya llenos: miles de personas, muchas de ellas mujeres, se congregan en los alrededores de ese lugar, a la espera de las Vísperas y del resto de las celebraciones.

No hay turistas: somos casi los únicos extranjeros que se mezclan con las peregrinas, que, con atuendo muy humilde, largas faldas, camisetas y pañuelo en la cabeza, rezan y cantan, mientras diferentes autoridades eclesiáticas se turnan para salmodiar los nombres de los Romanov, cuyas fotos rodean la iglesia en enormes paneles. Al sol, en fila en los jardines, los sacerdotes confiesan a los fieles. De vez en cuando llega un grupo nuevo de peregrinos, con sus iconos y banderines. El resto les hace sitio.

La iglesia se divide en dos partes: la superior, de cúpulas y paredes muy altas, se encuentra adornada con frescos religiosos, mezclados con escenas de la familia Romanov recreadas a partir de fotografías o de grabaciones. La mezcla entre la realidad y el culto, la historia y el misticismo apabulla y desconcierta a la vez. Para los educados en la religión católica todo despierta un eco familiar y al mismo tiempo exótico, primitivo. No parece que en este lugar haya transcurrido cien años desde la matanza, y mucho menos de brutales cambios sociales.

En la cripta inferior parece que la cabeza casi roce el techo; el olor a cera quemada y a incienso se mezcla con el sudor humano y la humedad del lugar. Allí, frente al iconostasio, alzado donde el muro del sótano sirvió como paredón, los sacerdotes continúan cantando y pasando el relevo al siguiente grupo. Las miradas de la familia más fotografiada de su época (la preciosa Tatiana, los ojos insondables de Alexei) vigilan desde las paredes. Esto no es Europa. No es Asia, tampoco. Entramos en otro lugar, en otra época, en este primer día del viaje, en el que yo cumplo 44 años.

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Descartad todo tópico sobre el frío siberiano: la temperatura era muy agradable, menos a mediodía, cuando el sol caía a plomo. Los peregrinos aprovechaban esos momentos asfixiantes para caminar y mortificar así más el cuerpo.

Escogí un vestido ligero, pero de manga larga, que permitiera protegerse del sol, y fuera lo suficientemente recatado para la iglesia. No me cubrí el cabello con un pañuelo porque las normas no eran tan estrictas aquí, pero sí con un canotier. Los pendientes largsa y asimetricos son de Mango, y el bolso de bambú, de absoluta tendencia, puede comprarse en varios acabados diferentes en Salvador Bachiller.

Las cuñas son de yute de Caravaca de la Cruz, de la marca María Victoria. Y las fotos fueron tomadas en las diferentes localizaciones por Nika Jiménez.

Mascarada

Ahora que falta una semana exacta para el viaje que me llevará con mi grupo de viajeros a Rusia, desde la desnuda Siberia a los palacios más hermosos de San Petersburgo, como si pudiéramos de verdad entrar y salir en las páginas de mi novela Llamadme Alejandra, me pareció interesante mostraros qué debía sentirse ante una invitación real a un baile o una mascarada.

Alguna vez he comentado que acudí a mis primeros años de colegio en el Palacio de los Marqueses de Urquijo, en Llodio, ahora llamado Palacio de Lamuza y en lamentable estado de dejadez. Allí, en  septiembre de 1918, a  los dos meses del asesinato de los zares, sus primos los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia asistían a una fiesta vasca, con las más ricas familias de la zona vestidas de aldeanos vascos. Ese palacio se había pensado como residencia de verano; también por esos años el Palacio de los Marqueses de Cerralbo daba algunos de los bailes más celebrados de Madrid.

Convertido ahora en uno de mis museos preferidos, el Palacio albergaba la extensa y ecléctica colección de arte y arqueología del Marqués. El piso superior se estructuraba en torno al salón de baile, al que se accedía por una espectacular escalinata. Tanto el marqués de Cerralbo como el de Urquijo habían recibido el marquesado de manos de reyes, en uel primer caso de Carlos I y en el otro de Amadeo de Saboya; se habían involucrado en política, eran senadores, y habían aumentado su fortuna con negocios prosperos. Dentro de una sociedad que contemplaba la desigualdad como algo completamente asumido, y con las diferencias propias de su rango, los marqueses vivían en un mundo casi tan cerrado y aislado como el que podría haber sido el de los zares.

 En ocasiones, los zares recibían a los boyardos, o a miembros del pueblo que habían destacado por su heroísmo. También cada cierto tiempo atendían peticiones de cualquier súbdito; la imposición de manos para curar enfermedades era una práctica popular, y a cada rey se le atribuía una cualidad diferente. Y, por útimo, la presentación en sociedad de jovencitas de buena familia, pero sin fortuna, que fueran apadrinadas por la reina o la zarina era otra manera de acceder a esos exclusivos mundos. Fuera de eso, y descontada la servidumbre y los cocineros, doncellas, criados,  lacayos, conductores o fregonas necesarias para mantener ese estilo de vida, el acceso del pueblo llano a estas fiestas se encontraba tajantemente descartada, salvo en los cuentos de hadas.

Las cortes católicas organizaban mascaradas el Martes de Carnaval, antes de que el Miércoles de Ceniza marcara una temporada de austeridad. Por otro lado, los zares organizaron varios bailes de disfraces, alguno de los cuales han pasado a la historia, como el de 1903 en le Palacio de Invierno, cuyas fotos de fastuosos trajes de época  podéis ver aquí. El último gran baile de la corte Romanov  tuvo lugar el 23 de febrero de 1913. Después, la guerra y la Revolución se lo llevó todo.

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El vestido de Y si fuera ella que ahora resulta espectacular, resultaría demasiado sencillo para un evento de esas características. Ese lila, casi violeta, era un color muy de moda entonces, como lo está esta temporada; con este corte, su manga ligeramente jamón y la botonadura negra, podría pasar perfectamente por un vestido de mañana, de los que la zarina usaba en la intimidad, sin corsé, ni crinolina ni, encajes añadidos o joyas. Los zapatos son unos salones plateados de Lodi. Las fotos las tomó Nika Jiménez en el Museo Cerralbo.

 

Colores elegidos

La naturaleza no cuenta con colores adecuados o prohibidos: el más abundante, el azul, en el cielo y en el agua, resulta escaso en flores o frutos. El verde cubre campos que se convertirán en dorados y ocres, y los púrpuras aparecen en el brezo, las flores de la digital y la buganvilla.

Sin embargo, desde el inicio de la sociedad humana el color se convirtió en un patrimonio de clase: los tejidos para el pueblo llano se teñían con los tintes más baratos, pardos y verdes, que eran, además de fáciles de obtener de cortezas y hierbas, sufridos y fáciles de mantener.  Determinados tejidos con hilos de oro, los rojos intensos, o los violetas quedaban reservados, por ley y por precio, a las clases dirigentes o al emperador.

Resulta curiosamente democrático el que el color escogido este año por Pantone sea el Ultraviolet 18-3838. En tiempos recientes lo asocian a la imaginación, la modernidad y la brillantez. En otro momentos era un color carísimo, que se extraía de las conchas que se recogían en lugares concretos del Mediterráneo: las vulgares cañaíllas que comemos con gusto escondían la púrpura de Tiro, el tinte más caro de la historia, reservado a quienes regían el destino del imperio romano. Incluso cuando se descubrió la anilina, por puro azar, por cierto, y por lo tanto, se abarató significativamente ese tinte, las emperatrices con más influencia del momento, Eugenia de Montijo y Sissi de Austria, que competían en belleza, retomaron el violeta como color de moda, ya teñido con una sustancia sintética.

La última zarina rusa, de la que hablo en Llamadme Alejandra, cosechó todo tipo de críticas por tapizar su gabinete privado con metros y metros de tela en este color. Alejandra, que no atinaba nunca del todo con la moda del momento, fue percibida como anticuada y aburguesada: el violeta había tenido su momento treinta años antes.

Y este año, en el que el feminismo ha gritado alto y al unísono, en el que el color que lo representa ha sido nombrado color del año. El violeta relegado a los nazarenos, al alivio de luto y a la curia eclesiástica regresa a las calles para tomarlas.

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La camisa de lino negro y el pantalón violeta de talle alto son de Mango. Prendas anchas, pero bien estructuradas, que favorecen mucho más de lo que a priori parecería. Podéis encontrar el bolso de charol y terciopelo, con la banda dorada, en Agudiza el ingenio, una marca español que mezcla acción y comunicación. El que yo llevo se llama Afrochic Jirafa Azul. Y los salones negros, con su original estampado de limones, es de mi querido Paco Gil, cuya fantástica colección podéis ver aquí. Las fotos fueron tomadas en Frutas Nieves, en General Díaz Porlier, Madrid, por Nika Jiménez.