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Viaje a Rusia «Llamadme Alejandra» 1. Ekaterimburgo

De todos los viajes organizados con El País Viajes y B the Travel Brand, el que me ha llevado a Rusia (#EPVRusia) con un grupo de viajeros quizás sea el más especial e irrepetible: desde luego, habrá más ocasiones para seguir los pasos de los zares, tal y como narro en  mi novela Llamadme Alejandra, pero no viviremos otro centenario del fusilamiento de los zares allí, camino a Siberia, en Ekaterimburgo, en el mismo lugar en el que se despertaron en mitad de la noche convencidos de que los llevaban a otra casa más segura, la tercera o cuarta del recorrido demencial en el que se habían sumido.

 El 16 de julio de 2018 me encontraba en esa ciudad rusa en pleno crecimiento, la tercera en tamaño de Rusia, con sus sorprendentes rascacielos en construcción. Limítrofe entre Asia y Europa, esos días se convertía en el centro de la peregrinación nacional de fieles ortodoxos que se convocaban en la Catedral sobre la Sangre Derramada. En el país existen tres iglesias con ese nombre, las tres erigidas donde asesinaron a un Romanov: y en los sótanos, ahora cripta, de esta delicada edificación blanca y dorada murieron siete de ellos: un dictador, su ambiciosa mujer y sus cinco hijos. O, según otras versiones, un padre de familia, débil, incapaz de afrontar la inmensa tarea a la que estaba destinado, su esposa, sobreprotectora e insegura y cinco adolescentes indefensos. Y, según otra más (las visiones sobre los últimos Romanov son infinitas), siete mártires ejemplares y venerables.

En 1918, cuando la familia imperial y unos pocos criados llegaron a esta ciudad en los Urales los encerraron en la casa Ipatiev, bajo la custodia del soviet de la zona. Vista como una enorme zona de explotación de minerales, piedras semipreciosas y madera, a la provincia uraliana no solo viajaban los desterrados y criminales (que, en todo caso, continuarían aún más hacia el este), sino también comerciantes, ingenieros y ambiciosos hombres de negocios que se alimentaban de la incesante ansia de lujo de la Rusia más occidental.

La casa Ipátiev era una de las mejores de aquella ciudad relativamente joven, y en la que solo destacaban el teatro y un par de edificios públicos: construida en 1880, había pertenecido a varios notables de Ekaterimburgo: un funcionario de altas miras, Redikortsev, un comerciante de oro, Sharáviev, y finalmente el ingeniero Ipatiev, a quien se la incautaron los soviéticos.

La casa, de dos pisos y un semisótano, como es aquí costumbre, fue amueblada con gusto, las paredes cubiertas de papel pintado, y un huerto interior tras la valla. Ya no existe: Boris Yeltsin, que nació en Ekaterimburgo, y que goza de una controvertida populalidad aún hoy día, ordenó que la derruyeran en 1977, quizás en un intento porque el creciente culto a los Romanov perdiera intensidad. No lo consiguió, como se puede ver en las últimas fotos que acompañan este texto.

Como la casa Ipatiev no se conserva, salvo por algunas fotografías, lo más cercano a una mansión de época que podemos visitar en la ciudad es la casa Sevastiánov. No esperen una reproducción exacta: la deslumbrante casa Sevastiánov es anterior y más ambiciosa. Su estilo, llamado «ecléctico» por no llamarlo «póngame un poco de todo y ya iremos viendo» se ha convertido en algo único, y al mismo tiempo, típicamente ruso. Paseamos por la obra de un narcisista millonario, que llenó su casa de hermosos suelos y de verjas de hierro forjado, que la pintó para que fuera vista desde la distancia y que, como los nobles, incluyó un pequeño teatro para sus representaciones privadas. La casa, que cumple ahora funciones públicas, se encuentra en un lugar privilegiado junto al río, y al cabo de un par de días en Ekaterimburgo parece menos llamativa, incluso entrañable en su extravagancia.

Las leyendas sobre Sevastiánov (y hay muchas) dicen que quiso dorar la cúpula de su casa, y que se lo prohibieron esgrimiendo que era un derecho reservado a las iglesias, en las que se usaba el oro para atraer la mirada de Dios.

La Catedral Sobre la Sangre Derramada goza de ese privilegio, y deslumbra bajo el sol de julio por fuera… y por dentro. La noche en la que se cumple el centenario, los campamentos anexos se encuentran ya llenos: miles de personas, muchas de ellas mujeres, se congregan en los alrededores de ese lugar, a la espera de las Vísperas y del resto de las celebraciones.

No hay turistas: somos casi los únicos extranjeros que se mezclan con las peregrinas, que, con atuendo muy humilde, largas faldas, camisetas y pañuelo en la cabeza, rezan y cantan, mientras diferentes autoridades eclesiáticas se turnan para salmodiar los nombres de los Romanov, cuyas fotos rodean la iglesia en enormes paneles. Al sol, en fila en los jardines, los sacerdotes confiesan a los fieles. De vez en cuando llega un grupo nuevo de peregrinos, con sus iconos y banderines. El resto les hace sitio.

La iglesia se divide en dos partes: la superior, de cúpulas y paredes muy altas, se encuentra adornada con frescos religiosos, mezclados con escenas de la familia Romanov recreadas a partir de fotografías o de grabaciones. La mezcla entre la realidad y el culto, la historia y el misticismo apabulla y desconcierta a la vez. Para los educados en la religión católica todo despierta un eco familiar y al mismo tiempo exótico, primitivo. No parece que en este lugar haya transcurrido cien años desde la matanza, y mucho menos de brutales cambios sociales.

En la cripta inferior parece que la cabeza casi roce el techo; el olor a cera quemada y a incienso se mezcla con el sudor humano y la humedad del lugar. Allí, frente al iconostasio, alzado donde el muro del sótano sirvió como paredón, los sacerdotes continúan cantando y pasando el relevo al siguiente grupo. Las miradas de la familia más fotografiada de su época (la preciosa Tatiana, los ojos insondables de Alexei) vigilan desde las paredes. Esto no es Europa. No es Asia, tampoco. Entramos en otro lugar, en otra época, en este primer día del viaje, en el que yo cumplo 44 años.

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Descartad todo tópico sobre el frío siberiano: la temperatura era muy agradable, menos a mediodía, cuando el sol caía a plomo. Los peregrinos aprovechaban esos momentos asfixiantes para caminar y mortificar así más el cuerpo.

Escogí un vestido ligero, pero de manga larga, que permitiera protegerse del sol, y fuera lo suficientemente recatado para la iglesia. No me cubrí el cabello con un pañuelo porque las normas no eran tan estrictas aquí, pero sí con un canotier. Los pendientes largsa y asimetricos son de Mango, y el bolso de bambú, de absoluta tendencia, puede comprarse en varios acabados diferentes en Salvador Bachiller.

Las cuñas son de yute de Caravaca de la Cruz, de la marca María Victoria. Y las fotos fueron tomadas en las diferentes localizaciones por Nika Jiménez.

Menorca, un paseo

A Menorca los romanos la llamaron la menor, Minórica, para distinguirla de Mallorca, la mayor, y esa sensación de isla pequeña, la que se encuentra más al norte y más al este, permanece en esta tierra, a la que el turismo, por fortuna, llegó tarde y con menor ímpetu que en las otras Baleares. Eso no significa que no se encuentren en ella el clima, el mar, la gastronomía o los planes que atraen de las otras islas: pero, a su manera, más discreta, menos explosiva, ha sabido mantener precisamente esa gastronomía (quesos y embutidos con los que se saltan las lágrimas), su cultura (una floreciente sociedad megalítica salpicó de dólmenes y construcciones prehistóricas el terreno) e incluso imponer su moda. Las abarcas menorquinas se exportan a medio mundo, y cuando hablo de ellas me acuerdo con especial afecto de Ría, que el año pasado celebró su 50 aniversario con una abarca diseñada por mí.

Este año, en el mes de Mayo, el evento Hats and Horses, que recogía la tradición isleña de las carreras de caballos, y el espíritu internacional que siempre ha tenido, me pidió que fuera su madrina en esa primera edición, de manera que fue una excusa perfecta para pasear primero por el hipódromo y luego por la isla. Me alegra mucho saber que en 2019 Hats and Horses regresará de nuevo. El empeño de Ari Vilalta, que une a un trabajo incesante una manera distinta de entender la comunicación y la difusión de los valores de un territorio ha logrado que eso sea así: de manera que si podés escaparos por un fin de semana a Menorca, no os lo perdais.

Un paseo por el centro de Mahón despierta ecos del Mediterráneo y de su esencia, de los colores desvaídos de otras islas que acumularon invasiones e historia, y de palacios de corte sobrio e impresionante. En las bajada y las cuestas, de repente, aparece, al fondo, el mar, entre matas de buganvillas y de capuchinas, iglesias, balconadas y callejuelas. Muros muy gruesos que aseguran el frescor y el silencio, calles adoquinadas y una oferta hotelera cuidosa, que mima y mira más al viajero que al turista. El hotel que os recomiendo es el Hotel Boutique Sant Roc, que es también Spa. Recién inaugurado en el centro de la ciudad, con un gusto exquisito que mezcla la tradición de un venerable edificio con el diseño, la última fotografía está tomada allí, en mi habitación.

Un paseo por Menorca invita a terrazas y a sentarse a ver anochecer en un banco, en una plaza, mientras los pájaros bajan y se deshacen en cantos. Es una tierra vieja, para la que el tiempo no posee la menor importancia, y tiene mucho por enseñarnos.

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Para las fotos de Nika Jiménez llevé un vestido de lino floreado, de tirante fino, de Mango, y una gabardina de verano de la misma firma, que me ha acompañado en todos mis viajes estos tres pasados meses. El bolso de mimbre es de Salvador Bachiller, el collar de piedras naturales y perlas de Verdeagua Style, y la peluquería y el maquillaje se la debo a Tacha. Para el resto bastó la luz de la tarde, el aire y el mar de la isla.

Caminos que se cruzan

La química no solo se produce entre personas: hay veces en las que algo tan abstracto como una marca, o tan general como una marca representa valores más cercanos que los que otras personas encarnan.

En tiempos de fugacidad y de demanda veloz, con comida rápida, moda de consumo apresurado y ¿por qué no decirlo? de libros de usar y tirar, los vínculos y las conexiones van más allá de los productos y tienen que ver con la filosofía con la que se vive y se elabora algo querido.

Hay siempre un vínculo entre el arte y la artesanía que tiene que ver con el primor, con el deseo de realizar algo único y la relación íntima entre las manos o la mente de quien crea algo y su creación. De eso habla #Craftyourway, la campañana de Pikolinos en la que participo, y en la que varios artistas contamos qué es importante para nosotros.

Yo hablo, por ejemplo, de cómo en lo que hago, sea escribir, o difundir, o impartir una conferencia, me preocupo por el cuidado por la calidad y de cómo  intento, más allá de las modas y de las tendencias, sobrevivir en el tiempo. De cómo se haga lo que se haga, resulta importante  no perder la esencia. De lo esencial (a ellos he dedicado varios libros) de encontrarnos a gusto  y cómodos en nuestra propia piel, en nuestras propias ideas.

Por otro cauce y de otra manera, el fundador de Pikolinos, Juan Perán, se preocupó por lo mismo; desde que era un adolescente que aprendió a cortar las piezas de piel, y decidió que para él, fueran zapatos de mujer o de hombre, lo esencial sería la comodidad, la calidad y un estilo propio. Cualquiera que haya sacado un sueño adelante, sea una empresa o una novela, una oposición o una vocación muy ansiada, sabe que el camino se retuerce, y que se precisa de una voluntad férrea, de muchos años y de mucho trabajo oculto para conseguirlo. De eso se trata en #Craftyourway; de que no hay atajos, de que el sendero es el que es y las recompensas (eso es lo mejor) saben bien precisamente por eso.

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Los zapatos de corte mocasín de las primeras imágenes son el modelo Aragon Ocean. Las sandalias troqueladas que llevo en El Retiro son las Saint Martin Marfil; y las sandalias doradas finales son las Denia Stone. Las fotos fueron tomadas en las distintas localizaciones de Madrid en las que se grabó el spot, (el restaurante Bump Green, el parque de El Retiro y la librería Los Editores) por Nika Jiménez.

La extravagancia del rojo

Los sueños siempre tienen algo de extravagancia. La infancia, que es el espacio en el que se originan la mayoría de ellos, también ofrece ese momento de juego y de posibilidades, de desear que lo de arriba esté abajo y lo de abajo arriba, y que no exista nada serio, que la ropa sea una mezcla de prendas mágicas y de disfraz.
No sabía qué me esperaba en el evento de Hats and Horses en Menorca, salvo que si lo organizaba Ari Vilalta me lo pasaría bien. No imaginaba que tendría ese ligero sabor británico, algo que por otra parte podría haberme supuesto, si mezclábamos caballos y sombreros.
El programa Flash Moda, de RTVE, que ayer cubría en su programa este evento, me preguntaba qué encontraba de especial en este tipo de celebraciones. Mi respuesta es la misma que daba en el primer párrafo: que me permiten convertirme en otra persona, jugar en otro ambientes, vestirme como no suelo hacerlo. En un país en el que todo nos define (las marcas que usamos, nuestra ciudad de nacimiento, nuestros estudios), un país con un eterno miedo al ridículo y al qué dirán, a mí me permiten escaparme a un terreno imaginario en el que puedo tomar el té vestida de rojo con un caballo que habla y que tiene que dejarme porque corre en unos minutos su carrera. Y entonces las plumas de mi sombrero me advierten de que ya he echado azúcar al té, y el pez de mi collar me riñe y me dice que más me vale estar más atenta, que la vida se escapa a toda prisa y no voy a ser una niña para siempre.
 
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El precioso vestido rojo que inspira este texto es de Wild Pony, y su fruncido y tejido ligero lo convierten en perfecto para un día un poco especial, o para convertirlo solo con lucirlo. Las sandalias metalizadas son de Mango.
El clutch lo compré en Nueva Delhi, en un viaje, y el collar de vidrio balear lleva también muchos años conmigo. El sombrero que luzcoo más correctamente, la pamela, de rafia y plumas negras, lleva la firma de Eflamencas, y la peluquería y la belleza ese día fueron responsabilidad de Tacha Beauty . Las fotos las tomó Nika Jiménez en el Hipódromo de Menorca.

Mascarada

Ahora que falta una semana exacta para el viaje que me llevará con mi grupo de viajeros a Rusia, desde la desnuda Siberia a los palacios más hermosos de San Petersburgo, como si pudiéramos de verdad entrar y salir en las páginas de mi novela Llamadme Alejandra, me pareció interesante mostraros qué debía sentirse ante una invitación real a un baile o una mascarada.

Alguna vez he comentado que acudí a mis primeros años de colegio en el Palacio de los Marqueses de Urquijo, en Llodio, ahora llamado Palacio de Lamuza y en lamentable estado de dejadez. Allí, en  septiembre de 1918, a  los dos meses del asesinato de los zares, sus primos los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia asistían a una fiesta vasca, con las más ricas familias de la zona vestidas de aldeanos vascos. Ese palacio se había pensado como residencia de verano; también por esos años el Palacio de los Marqueses de Cerralbo daba algunos de los bailes más celebrados de Madrid.

Convertido ahora en uno de mis museos preferidos, el Palacio albergaba la extensa y ecléctica colección de arte y arqueología del Marqués. El piso superior se estructuraba en torno al salón de baile, al que se accedía por una espectacular escalinata. Tanto el marqués de Cerralbo como el de Urquijo habían recibido el marquesado de manos de reyes, en uel primer caso de Carlos I y en el otro de Amadeo de Saboya; se habían involucrado en política, eran senadores, y habían aumentado su fortuna con negocios prosperos. Dentro de una sociedad que contemplaba la desigualdad como algo completamente asumido, y con las diferencias propias de su rango, los marqueses vivían en un mundo casi tan cerrado y aislado como el que podría haber sido el de los zares.

 En ocasiones, los zares recibían a los boyardos, o a miembros del pueblo que habían destacado por su heroísmo. También cada cierto tiempo atendían peticiones de cualquier súbdito; la imposición de manos para curar enfermedades era una práctica popular, y a cada rey se le atribuía una cualidad diferente. Y, por útimo, la presentación en sociedad de jovencitas de buena familia, pero sin fortuna, que fueran apadrinadas por la reina o la zarina era otra manera de acceder a esos exclusivos mundos. Fuera de eso, y descontada la servidumbre y los cocineros, doncellas, criados,  lacayos, conductores o fregonas necesarias para mantener ese estilo de vida, el acceso del pueblo llano a estas fiestas se encontraba tajantemente descartada, salvo en los cuentos de hadas.

Las cortes católicas organizaban mascaradas el Martes de Carnaval, antes de que el Miércoles de Ceniza marcara una temporada de austeridad. Por otro lado, los zares organizaron varios bailes de disfraces, alguno de los cuales han pasado a la historia, como el de 1903 en le Palacio de Invierno, cuyas fotos de fastuosos trajes de época  podéis ver aquí. El último gran baile de la corte Romanov  tuvo lugar el 23 de febrero de 1913. Después, la guerra y la Revolución se lo llevó todo.

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El vestido de Y si fuera ella que ahora resulta espectacular, resultaría demasiado sencillo para un evento de esas características. Ese lila, casi violeta, era un color muy de moda entonces, como lo está esta temporada; con este corte, su manga ligeramente jamón y la botonadura negra, podría pasar perfectamente por un vestido de mañana, de los que la zarina usaba en la intimidad, sin corsé, ni crinolina ni, encajes añadidos o joyas. Los zapatos son unos salones plateados de Lodi. Las fotos las tomó Nika Jiménez en el Museo Cerralbo.

 

Un día cualquiera

Hoy es un día cualquiera, un día corriente, un día que acabará con el cansancio de siempre, no más, no menos. No te enamorarás, no te mudarás, no te despedirán, no perderás a nadie, no habrá necesidad de tomar decisiones importantes, aunque cada pequeño problema parezca enorme y relevante y provoque tensiones y pausas y dudas. Nada destacará este día del de ayer, nada del de mañana.

Saldrá el sol, y no te gustará, y se pondrá, y tampoco, pero a lo largo del día habrá un momento de temperatura perfecta, un café, un segundo para cerrar los ojos y sentirse bien. Un dolor de cabeza, o de estómago, una punzada de ansiedad, la anticipación de un miedo que no está, pero se anuncia.
Hoy es un día cualquiera que se une a esos que desconciertan por lo rápido que pasan, porque se haya dejado atrás la semana, un mes, un año. Es un día como tantos, martes, jueves, uno de comida corriente y cena tardía.
Y esto es, al fin y al cabo, la vida. De esto se compone la felicidad pequeña, la cotidiana; de que las líneas no se tuerzan demasiado, de que no nos arrojen encima más de lo que podemos soportar; deque haya una ilusión y una esperanza en el horizonte, no mañana, no pasado, pero por ahí, en algún lugar del futuro.

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El pantalón envolvente verde que determina el look es de Mango y puede comprarse aquí. Los salones de aire clásico son de Paco Gil. La camisa de rayas es un básico que esta temporada encontrareis en casi todas las marcas con ligeras variaciones de diseños. El bolsito triangular de brocado lleva muchos años en mi armario, como un viejo amigo. Las fotos las sacó Nika Jiménez.

Las Artes del Yute

Cuando me nombraron Embajadora del Yute de Caravaca sabía que me vinculaba a un sector de gran arraigo en la provincia de Murcia, a una tradición artesanal que se remontaba a siglos, y a un sector de la moda, el del calzado, que debe innovar constantemente no solo en diseños, sino también en tecnología. Ligereza, ergonomía y salud son palabras que manejan constantemente. Además, el yute es un producto que procede de la naturaleza y acaba en la naturaleza, y por lo tanto, muy sostenible.

En el II Festival de las Artes del Yute, Youte, al que acudí este pasado fin de semana, continué aprendiendo más: ya en 1556 una ordenanza de zapateros regulaba el dumping, la bajada de precios desleal para la competencia. Es decir, que el trabajo primero del cáñamo para la elaboración de las suelas del calzado, y después, cuando éste fue prohibido, del yute, ha producido trabajo en la región durante generaciones; y lo sigue haciendo, porque a diferencia de otras industrias, esta no se ha descentralizado.

La parte más tecnologizada del proceso pude verla en la visita a dos fábricas muy distintas: la de Kanna, que produce también calzado de invierno, y la de María Victoria, que me enseñó en el muestrario los diferentes gustos que los clientes internacionales muestran. La más artesanal pude verla en directo, mientras las expertas cosían con punto de ojal las alpargatas que los niños habían diseñado para un concurso dirigido a ello. En apenas un día, cosieron la suela y la tela de 110 pares de alpargatas de tamaños muy diferentes.

El Festival, que reunía algunas de las marcas más destacadas de la región, que exhibían y vendían sus productos a precios más reducidos, tenía lugar en un palacio abandonado durante siglos, el Patio Monumental de los Jesuitas, con música en vivo, y rincones donde los zapatos y los complementos aparecían entre las piedras centenarias. Un paraíso para los amantes del calzado: alpargatas para todos los gustos. Con la guía de Salva Gómez, las fue viendo todas: las clásicas valencianas, y las más sofisticadas de lentejuelas, raso o desflecadas. Planas o de cuña. Las de novia, o de crochet, o de cuero. Abiertas o cerradas.

El yute no se acaba en el calzado: Inés, de Montesinos Vilar, me enseño cómo sobre el más fino trenzado de yute, con una horma de cabeza, una plancha y exquisito mimo podía crear tocados y sombreros. Así elaboró el panamá Melocotones Helados, una pieza única que recoge todo el mundo de esta sensible artesana y parte del mío literario.

El resto de las empresas que visité son Kanna, Maypol, Casteller, Clara Durán, Carmen Saiz, Maria VictoriaConchisa, Lofs, centrada en calzado tecnológico, Senda Shoes, Esparteñas Helena, y DFelino, dedicadas sobre todo al calzado. Las otras firmas se centran en bolsos y complementos y son Anna&Robert, con carteras y bolsos, Montesinos Vilar (la de los fabulosos tocados), Rocai Spirit, monederos y bolsos, y Colton Foter, pajaritas. Recordad estos nombres, porque me vereis mencionarlos en adelante.

Queda mucho por hacer por el Made in Spain y por el calzado español. Falta conocerlo y valorarlo, saber qué historias se esconden detrás y el mundo que muchas firmas están creando. Mi compromiso con él y con otras industrias tan interesantes, y con tanto arraigo como esta, ha sido siempre constante. Ahora, lo renuevo y espero mostrar y difundir, como Embajadora, sus productos, su filosofía y su trayectoria.

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Las fotos fueron tomadas en Caravaca de la Cruz, en los distintos puestos del Festival del Yute, y en las fábricas antes mencionadas, por Nika Jiménez. El vestido amarillo con estampado de mariposas (que, muy acertadamente, en mi Instagram calificaron de Macondiano, porque recuerda a las mariposas amarillas que acompañan a uno de los personajes de Cien años de Soledad) es de Dolores Promesas Heaven, así como la falda azul con la que recogí mi certificado y el vestido de gasa estampado que aparece en las imágenes. En el clutch de terciopelo verde con un camaleón habréis reconocido a Mibúh. Las alpargatas de ante y doradas que llevo con el vestido macondiano son de María Victoria y las que acompaño con la falda azul, de Maypol.

Los zapatos cómodos se hicieron para caminar, y el sendero es largo. Allá vamos.

El cuento del lino

Hace años escribí un largo artículo sobre el lino, con motivo de un sonado caso de corrupción en subvenciones europeas, uno más de tantos. Leí entonces mucho sobre esta planta, el Linum Usitatissimum, de la familia Linácea, sobre sus flores azules y sus fibras capaces de repeler y de absorber la humedad. Sobre su historia, que saltaba sobre Europa, pasaba por Egipto, donde las momias de los faraones descansaban entre el más fino lino, y se remontaba a Turquía, 7000 años antes de Cristo.

Como el algodón, esta fibra había acompañado al ser humano desde épocas muy tempranas junto con otras fibras de origen animal, las pieles, o la lana, o la seda; y las historias y los cuentos sobre el duro proceso que conllevaba obtenerlo habían crecido: quizás la más conocida sea el cuento El lino, de Hans Christian Andersen. Una historia muy hermosa, algo melancólica, como todas las del danés, que nos muestra que el lino también se usaba para fabricar papel, sobre el que escribir a su vez las palabras que desafiaran al tiempo. En otras versiones, la niña a la que embauca Rumpelstinkin hila lino, y no paja, para convertirla en oro. Para muchos pueblos era, precisamente, otra forma de oro.

Pero el lino, ay, el suave lino, el fresco y etéreo tejido de reyes se arruga como una pesadilla. Y esa es la razón por la que, por lo general, en una vida presidida por viajes y por maletas y por poca atención a la plancha lo evito. La mezcla con tejidos sintéticos le resta parte de sus virtudes, añade electricidad estática y le quita belleza.

Hasta que llegó el cupro: un tejido ecológico que procede del reciclaje del algodón o del lino, que permite lavado a 40º, que casi no se arruga, y que mezclado con el lino le brinda un brillo similar a la seda. Lo descubrí con la firma María Marenco.  Su diseñadora, Sayo Boyer, toma como referencia los procesos artesanales, lo cual explica ese interés por lo esencial, y la alta costura francesa. Vestidos y prendas muy pensadas que, a mi juicio, comprenderán y apreciarán mejor quizás las mujeres ya no tan jóvenes, porque son sutiles y sin artificios,. El vestido que llevo, el modelo Helena, en crudo, combina la belleza del lino convencional con las ventajas del cupro, y es tan sobrio y femenino como creo que serían las antiguas túnicas de lino. 

El cuento del lino habla de las muchas vidas del lino, y de cómo, en el fondo, la existencia nunca acaba. Es una bonita metáfora del reciclaje, una historia bella sobre la reinvención. Algo de lo que, a estas alturas, casi todas las mujeres sabemos bastante.

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Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el maravilloso Museo Cerralbo. Nunca me canso de recomendar la visita a esta pequeña joya de coleccionista que se encuentra en Madrid, tan abrumador en contenido como hospitalario para el visitante. Los zapatos en oro rosa y bronce son de Lodi.

Yo misma compraré las flores

«La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores». Así comienza una de las novelas más conocidas de Virginia Woolf, popularizada después por la película Las Horas. La señora Dalloway será la anfitriona de una fiesta esa noche, y el hecho de salir ella misma a comprar la flores es una triple declaración de intenciones: tras una grave enfermedad se encuentra con suficientes fuerzas como para asomarse sola a la calle. Como pedía la época, es una ama de casa minuciosa y preocupada, pendiente de los detalles que delatarían su posición económica y su lugar en la sociedad. Y, por último, es un ser consagrado a lo accesorio, a lo inútil: no puede rebajarse a nada físico (para eso está el servicio), sino a la belleza, al último retoque.

 Esa novela casi ha cumplido un siglo (se publicó en 1925) y durante esos 93 años la percepción de las mujeres respecto a su tiempo libre y sus obligaciones han variado enormemente; sin embargo, la sensación de alegría cuando se logra algo de tiempo robado para una misma continúa siendo la que ese primer párrafo describe; la conciencia por un instante de la vida en su complejidad e intensidad, la capacidad para contemplar los detalles que la prisa ha arrebatado. El lujo del tiempo libre aplicado, como una capa de oro, sobre la realidad cotidiana. Incluso para las mujeres acomodadas, a las que su dinero o el de su familia coloca en la obligación de ser elementos decorativos, el disponer del tiempo a su capricho no resulta fácil. La libertad para perderlo continúa siendo un privilegio en una sociedad obsesionada con la productividad y que no tolera bien que las mujeres puedan divertirse solas, o en grupo, o sencillamente, puedan no hacer nada.

De vez en cuando, cuando la tristeza me abruma, cuando el trabajo ya no acaba sino que se enlaza con el siguiente, cuando me siento insignificante e inútil frente al peso de la vida salgo con la intención de comprar yo misma las flores.

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El vestido estampado, con un estampado de cierto aire vintage, es éste de Mango. Con la primavera extraña que padecemos, es perfecto por tejido y colores. Los salones, de Sacha London, rompen el aire clásico con un acabado metalizado azul. El bolsito blanco, en esa línea saco que se está viendo tanto esta temporada, es nuevamente de Mango.

Las alpargatas rojas

De todos los cuentos infantiles, tradicionales o de hadas que he estudiado (y han sido muchos, para Primer amor y después para Los malos del cuento) hay uno del que quería hablar en estos días reivindicativos y revueltos: Las zapatillas rojas.
Como de casi todas las historias tradicionales, se conservan numerosas versiones. La más conocida es la que recopiló Hans Christian Andersen, tan bella su prosa, pero tan triste, y tan moralista… Quizás lo hayáis leído con zapatillas de ballet, chapines, zapatos… pero siempre es calzado, siempre es rojo y siempre es una niña (Karen, Anna, María) la protagonista.
La historia se resume así: Karen, que ha sido una niña pobre, fantase con unos zapatitos de baile rojos. En una sociedad conservadora, jerárquica y controladora, como lo han sido todas, ese capricho, y más en una niña, y no digamos ya en una niña pobre, resulta sospechoso, y asociado a diferentes pecados: la vanidad, la codicia, el afán de protagonismo, el libertinaje (bailar estaba estrictamente restringido a fechas y lugares determinados) y, de fondo, la lujuria.
Pero la suerte de la niña cambia. Sus padres mueren y es adoptada, o su madrina, o un golpe de suerte le permite elegir un calzado de su elección: y en lugar de escoger unos sólidos botos, o unos honestos zuecos, o un zapato cerrado y práctico, la jovencita compra unos zapatos de lujo, a veces dicen que de charol, otras de seda y otras de piel delicada. Unos zapatitos o zapatillas, para bailar y divertirse, de un lustroso color rojo, que apenas asomaran, sensuales, bajo las enaguas, cuando bailara y se moviera.
Y entonces llega el castigo. La niña se pone los zapatos, y baila, y baila, pero cuando desea parar, no puede. Una maldición ha caído sobre ella: quiera o no, y ante la mirada aprobadora del resto del pueblo, que cree que está recibiendo su merecido, recorre las calles, desesperada, en busca de ayuda. Algunos se ofrecen a cortarle los pies para que deje de bailar, otros a matarla. Según las versiones, Karen pierde los pies, en otras, muere agotada, en otras, más clementes, entra en la iglesia, reza, o se arrepiente, o un brujo le retira la maldición y aprende de sus errores.
 No te metas en líos, niña, dice la moraleja. Obedece, no destaques, no ansíes ni desees nada, reprime tus deseos de bailar, de gustar, de llamar la atención, o te meterás en líos, y será únicamente por tu culpa. Y ahí estaran las miradas de los otros para controlarte y criticarte, para juzgarte o para ofrecerse a destruirte.
Y yo te digo: baila, niña. Escoge los zapatos más altos, los más brillantes, los más rojos, los que desees. Y los quieres de otro color, pídelos. No tengas miedo, no dejes de bailar una sola noche por el qué dirán, no les entregues a ellos la calle, ni el salón de baile, ni el privilegio de divertirte. Ríete, y diviértete, porque muchas han luchado para que eso sea así, y para que puedas bailar hasta caer rendida. Como quieras y con quien quieras. El final del cuento, digan otros lo que digan, lo narras tú.
  
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 Mis zapatillas mágicas son unas maravillosas alpargatas rojas, con un nombre enigmático, POQ, que esconde el de Pastora Ortiz Quevedo, cuyo Instagram podéis encontrar aquí. Son altas y cómodas, su tejido es suave y mimoso, y con borlas que se mueven cuando camino. En ellas Pastora manifiesta una declaración de amor al trabajo ancestral del cosido a mano, puntada a puntada. Como aquellas del calzado que Karen miraría en el escaparate del cuento.
Con una vida entera dedicada al calzado, su aspiración es la de situar al espadril (otro de los nombres para alpargata) a la misma altura que cualquier otro calzado de lujo. Cada POQ es exclusivo, se ha hecho a mano con producción nacional, y quizas pertenezca a una de sus colecciones limitadas. Las mías son las Amokoi Pompon. Para bailar, para destacar, para hacer lo que se me antoje.
 Tampoco es para pasar inadvertida la falda de volantes, de Wild Pony, con su delicado plisado de tul y su constante movimiento.
Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en el Museo Cerralbo, en su precioso jardín aún con camelias en flor. Visitadlo, es un paraíso (casi) secreto.
Y ahora, a bailar.