El viaje de «Memorias de África» (3)
Una de las constantes que he encontrado en este viaje que intenta aproximarse a Karen Blixen ha sido la dificultad para separar lo que narra la película Memorias de África del libro en el que está inspirada (dos libros, en realidad, Out of África y Sombras en la hierba), y el libro de los hechos históricos y documentales probados. De hecho, ese nombre evoca inmediatamente una atmósfera y un estilo mucho más populares de lo que pensaba, y que desde 1985 no han perdidoi vigencia. Si en su momento arrasó en los Oscars, condicionó la moda durante varias temporadas y consagró a los actores, en la actualidad se encuentra sólidamente implantada como un recuerdo colectivo.
Es más, durante el viaje muchas de las alusiones y de las explicaciones que nos ofrecen parten directamente de la ficción cinematográfica, que se da por cierta; olvidamos de esa manera que la propia autora narra en primera persona una visión muy sesgada y particular de los hechos, con el foco tercamente colocado donde desea. Es su privilegio como autora, pero no significa que sea la verdad, ni siquiera que se acerque a ella. Otra capa de distancia y de interpretación subjetiva se debe añadir cuando hablamos de la película, a su vez condicionada por la mirada de un gran director.
Las vistas de esta jornada se nos harán particularmente familiares por la película de Sydney Pollack, y los amantes del cine la reconocerán: vuelvan a mirar el cartel de la película. O, si lo desean, repasen determinadas escenas.
La camisa amarilla, las gafas y los pendientes son de Mango. Las sandalias de tiras, de Pikolinos. Las fotografías, de Nika Jiménez.
Nos estamos acercando a la Laguna Naivasha, donde habitan hipopótamos y otras criaturas acuáticas. La alerta por estos animales condiciona nuestros movimientos: cuando cae la tarde no podemos salir del recinto del hotel bajo ninguna condición, y un guarda nos escolta hasta nuestras habitaciones, que se encuentran en cabañas, tanto al anochecer como al amanecer.
Como curioso contraste, a unos metros de nuestras ventanas las cebras pastan con la confianza de quien se sabe a salvo.
Y unos metros más allá se encuentra el Lago Naivasha, de cuyo fondo surgen árboles como en un escenario lunar. Los bultos de los hipopótamos, ya aletargados, oscilan entre nuestras barcas: continúan con su oscilación entre el agua y la superficie. Navegamos entre ellos y por las aguas tranquilas, muy azules, hasta Crescent Island. El paseo nos permite ver águilas pescadoras, pájaros diversos, y, en la distancia, el perfil de algunas jirafas en la orilla.
¿Por qué incluyo Crescent Island, tan alejada geográficamente del área donde vivió Karen, en este viaje? Precisamente como concesión al universo visual que sobre ella creó Pollack: fue aquí donde Robert Redford y Meryl Streep rodaron gran parte de las escenas que han condicionado nuestra visión de Kenia, y, por supuesto, del romance entre Blixen y Finch-Hatton. En este territorio acotado y seguro el equipo no sufriría ningún peligro, ni se dispararían los seguro de las estrellas. Aquí se rodaron, por ejemplo, las escenas en las que Karen corre al encuentro de la avioneta de su amante.
El islote, una penísula, en realidad, se encuentra libre de carnívoros. En nuestro paseo por tierra firme vemos algún facocero, cebras, impalas y el esbelto perfil de las jirafas: algunos de estos animales fueron traídos a la isla precisamente para el rodaje. Después los dejaron vivir aquí, y la falta de amenazas y el tránsito los humanos los han vuelto apacibles y poco impresionables.
Véase, por ejemplo, lo escasamente impresionada que se siente esta preciosa jirafa por mi interés. Estaba a tres metros de mí, me miró, y continuó pastando con olímpico desdén.
Pero dejémoslos comer tranquilos (en realidad, ellos marcan el punto en el que se sienten incómodos y se alejan, sin aspavientos), y continuemos el paseo por este lugar, uno de los pocos donde podremos caminar, en lugar de trasladarnos en un coche o supervisados.
Por cierto, esta tierra ha visto también rodajes diversos; quienes gocen ya de cierta edad recordarán a Elsa, la leona de Nacida libre. Pues bien, su autora, la naturalista Joy Adamson, se construyó una casa precisamente aquí. Aunque esa mujer, su obra y su vida bien merecen más espacio, quizás no sepáis que en 1980 murió por el ataque de un león en Samburu.
Unas horas de mala carretera nos separan de la que será el último territorio que veremos en este viaje, Masái Mara. La gran reserva de vida animal de Kenia, la que nos han mostrado infinidad de documentales, salpicada de acacias y con ríos y bebederos que atraen a hervívoros… y a sus depredadores. La caza furtiva sigue siendo una plaga en esta tierra, pese al control generalizado. Aquí viven elefantes, leones, leopardos, búfalos e hipopótamos, es decir, los cinco grandes: comparten el terreno con los Masáis y sus rebaños. En algunos de los tramos, llevamos a bordo del coche a un guarda forestal que indica las rutas en mitad de la nada, y que, sobre todo, vigila que no abramos nuevos senderos sobre la hierba o que nos acerquemos demasiado a los animales, mucho más asalvajados que en Crescent Island, y siempre alerta, porque aquí la amenaza resulta diaria. Algún ñú joven, observa a los humanos con aire desafiante, para correr luego repartiendo cornadas al aire, a algún enemigo invisible.
Y en un momento determinado, nos cruzamos con este magnífico animal, recién duchado en barro, que no parece molesto por nuestra presencia. Es más, rodea el coche, saluda y continúa, a paso lento, su camino hacia la nada.
Pero la sorpresa llega cuando nos encontramos con una familia de leones: dos machos jóvenes, dos hembras, posiblemente hermanos. Están atiborrados y perezosos, y nos permiten observarlos a corta distancia todo el tiempo que deseemos. Al cabo de un rato, su desmoronamiento es contagioso. Nada descansa con tanta dedicación como un felino, no importa cual sea tu tamaño.
Aunque hay preferencias diversas entre las viajeras, las hienas provocan un rechazo generalizado. Y verlas tan de cerca no mejora su imagen.
La luna, casi llena, comienza a alumbrar en el cielo, entre las extrañas estrellas del hemisferio sur. El sol cae en picado pero, en cambio, la luz se mantiene durante mucho más tiempo en torno a la luna, como una luciérnaga movediza. El viaje inicia su tramo final.
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