Viaje a la Patagonia II: Cabo de Hornos y Wulaia
El segundo día de ruta (puedes ver el día anterior del viaje con Cruceros Australis aquí) no aporta únicamente un recorrido por el canal Murray, o la bahía Nassau, sino un viaje por la historia y por algunos de los descubrimientos geográficos más importantes de varios siglos: el desplazamiento de hoy se salpica de nombres míticos, tan conocidos que parece irreal encontrarlos por el camino. ¿Existe de verdad, más allá de la literatura, de las películas en las que exploradores y piratas lo mencionan, el Cabo de Hornos? Existe, sí. Y, aunque me parezca difícil de creer, yo lo he doblado ya dos veces. Por lo tanto, como manda la tradición marina, tengo derecho a lucir un aro de oro en mi oreja izquierda.
El Cabo, en realidad, se encuentra en el punto más meridional de la Isla Hornos. Al sur de este lugar se extiende el Pasaje de Drake, también llamado el Mar de Hoces, y más allá, la Antártida. En el este bate el Oceáno Atlántico, que se funde por el oeste con el Pacífico. Un fin del mundo, sorprendentemente frecuentado durante siglos, desde comenzó a usarse en el siglo XVII (Francisco de Hoces lo había descubierto en en 1525) hasta que el Canal de Panamá ahorró millas de navegación y peligros de naufragio.
La estrechez de los pasos, la furia de los vientos, que no encuentran obstáculo alguno, y giran sin ningún aviso, las olas, que pueden alcanzar alturas imprevistas, y la presencia de hielos convirtieron estas aguas en un desafío para los marinos. Doblar el Cabo de Hornos continúa siendo un reto aún hoy, y el pequeño Ventus Australis lo afrontó con decisión y valor.
Desembarcamos muy de mañana en la Isla Hornos: el montículo de más de 400 metros de altura no ofrece una playa, sino un embarcadero instalado en un pliegue de las rocas, la Caleta León, y resulta interesante pensar en cómo se decidió en algún momento que ese rinconcito de una isla aparentemente inexpugnable sería el adecuado. Si os apetece ver una buena ficción sobre este tema, os recomiendo la película Master and Commander. El personaje de Aubrey en esta aventura se basa en un marino real, Lord Thomas Cochrane, cuyo periplo es interesantísimo.
Los yámanas, por supuesto, conocían estas aguas, que recorrían en sus canoas, desde tiempos inmemoriales, pero fue en el siglo XIX cuando Robert Fitz Roy, en el primer viaje del Beagle, desembarcó en la isla. Fitz Roy es otro personaje histórico apasionante, con mal final, pero con una vida realmente increíble.
Autora española sigue los pasos de Robert Fitz Roy en Isla Hornos un par de siglos más tarde.
En memoria de todos estos pioneros, y de infinidad de marinos anónimos, se elevan aquí varios monumentos. Uno de ellos se dedica al marineno desconocido. La escultura del albatros, una de las aves de la zona, lleva la firma del artista José Balcells, recuerda a quienes murieron en estas aguas. Y en recuerdo de Fitz Roy hay otro memorial.
Sé lo que estáis pensando. Nada favorece tanto como un chaleco salvavidas.
La Armada chilena mantiene aquí un faro, una casita para el farero y su familia, y una capillita dedicada a la Estrella de los mares, la Virgen del Carmen (mi patrona: yo nací el 16 de julio). El oficial que está al cargo de la isla vive aquí con su familia, su esposa y una niña. Son amabilísimos, y reciben cálidamente a los viajeros. A su vez, la isla forma parte del Parque Nacional de Cabo de Hornos y ofrece interesante información sobre metereología, flora y fauna.
Si la mañana se escapa bajo el cielo azul y los vientos gélidos de la Isla, la tarde nos lleva a la bahía Wulaia; si antes seguíamos los pasos del primer viaje del Beagle, aquí, en el oeste de la isla Navarino, amarró ese barco mítico en su segundo viaje, en el que un muy joven y muy original Charles Darwin recogía evidencias que le llevarían a esbozar una teoría revolucionaria sobre el origen de la humanidad.
En la caleta se conservan los restos de una vieja granja, uno de los infructuosos intentos de colonizar estas tierras, que durante siglos fueron patrimonio de los yaganes o yaghanes. Apenas quedan los muros que marcaban los establos y el lavadero de lana. El edificio más moderno que se eleva al fondo era una estación de radio, y ahora sirve como un centro de información sobre los pueblos indígenas.
Pese a que ahora nuestra manera de abordar la historia sea ligeramiente distinta, resulta difícil dar un paso sin encontrar las huellas de un pasado colonizador y de una visión parcial del mundo. Para la mentalidad decimonónica, los fueguinos no eran considerados seres humanos completos, sino salvajes que necesitaban de la redención civilizadora. Quizás conozcáis la historia de Jemmy Button, el indígena yagán adolescente que fue llevado a Inglaterra, y presentado ante el rey Guillermo IV. Vestido como un caballero, vacunado, y con un pequeño barniz de modales, Fitz Roy lo devolvió aquí, a su tierra, tres años más tarde. El intento civilizador due un auténtico fracaso, se mire por donde se mire. Uno de los indígenas arrebatados murió de viruela, y cuando el resto regresó no sabían muy bien a qué mundo pertenecían.
En 1855 una misión anglicana intentó radicarse en esta misma bahía. Pretendían implantar la agricultura y evangelizar a los yaganes. Button aún vivía, y cuando los misioneros fueron masacrados y la misión saqueada testificó que no había sido su pueblo, sino los indios ona, los responsables. Las transcripciones del jucio resultan lamentables y vergonzosas.De principio a fin, toda esta iniciativa fue una idea desgraciada tanto para los nativos como para los europeos.
El ascenso hacia la cumbre nos permite imaginar cómo Darwin debió deslumbrarse ante la riqueza y la variedad de la vegetación: a mi espalda podéis ver un arbol de Pan de Indios. Esas pequeñas bolitas naranjas son comestibles.
A menudo tengo la sensación de ser observada. Quizás aquí habiten invisibles dragones…
Los castores, que fueron importados para criarlos por su piel, y que lograron sobrevivir porque la calidad de la misma cayó en picado al llegar aquí (listos animalitos adaptativos) suponen una importante plaga para el entorno: son imparables y muy invasivos. Esta presa ha sido creada por ellos, y en todos los troncos se encuentran evidencias de su afán roedor.
Un lugar de belleza serena e infinita, donde la meditación sobre nuestra escasa importancia se impone, queramos o no. Existe una perversa tentación a creer que la naturaleza se rige por normas justas y más compasivas que los humanos. Aquí se pone en evidencia que eso no es así, nunca ha sido así. No hay justicia, ni siquiera orden. Solo una extraña lógica de causa y efecto, y no siempre. Como en la poesía, como en la vida.
Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez.