Lejana y sola.
Las calles de las ciudades tienen otro aspecto cuando se pasea sola. No cuando se va de un lado a otro, con prisa y un objetivo, el trabajo, una cita, unas compras, sino cuando se deambula sin prisa y sin más. Todo desalienta a que una mujer haga algo parecido: el pánico a la soledad que se nos ha inoculado desde pequeños -un individuo es siempre más difícil de manipular, más contradictorio y más crítico-; el miedo a la intimidación física, cuando no a la agresión; la sensación de que no es lo correcto, o de que seremos detectadas o intimidadas.
La relación entre las mujeres y gran parte de los espacios público se lleva a cabo a hurtadillas, a toda velocidad, y, muchas veces, porque no queda más remedio.
Muchas mujeres desconocen la sensación de felicidad que supone un rato de soledad fuera de su propia casa. Algunas, genuinamente, no pueden sentirlo porque se sienten observadas, inadecuadas o ridículas si están solas. Ir sola de compras, o al cine, o a dar un paseo, a un museo o una exposición, a un parque a leer o a tejer, a tomarse un café o un vino. Nada de esto está prohibido, ni siquiera particularmente mal visto: la mayor parte de esas actividades ni siquiera son peligrosas, pero nunca se alientan. Chicas en grupo, chicas en pareja, amigas, clase, pandilla. No se sabe dónde comienza la percepción real de que algo puede ocurrirles y dónde el muy eficaz control social. Dónde la voluntad y dónde aquello que nos han dicho que debemos sentir.
Hay redes sociales que favorecen la soledad, y otras que precisan de otros agentes. Las centradas en la palabra tiene que ver con el ingenio individual y el deseo de imponer una opinión a otras. Las que giran en torno a la imagen exigen casi siempre al menos otra persona para tomarlas. Imagenes de diversión o de gamberradas, de parejas idílicas o de amigas sin un roce.
En las otras, las que involucran un espejo o una comida a solas, un paisaje que abruma con su belleza, o una fotografía de indumentaria, planea una sospecha de narcisismo. El ocio y la mujer, la soledad saboreada y la mujer, el poder, en definitiva, de la mujer en solitario, desprovista de apellidos, pareja, o influencias, es otra de las sutiles barreras que aún delimitan el amplio terreno de la libertad.
Las calles de Córdoba, como las de muchas otras ciudades, se encuentran cubiertas por un diabólico empedrado que desalienta cualquier zapato de tacón o de suela fina. Años de práctica me han llevado a desarrollar un sistema propio de navegación y de previsión de daños según camino, una habilidad que comparto con muchas otras mujeres y que nos permite ver el suelo como un elemento tridimensional, más que como un plano. Sea como sea, los zapatos son de Sacha London. El vestido de un precioso terciopelo devorado, en tonos azules y granates, lleva la etiqueta de La Fée Maraboutée. El bolso de terciopelo pertenece a mi colección, y tiene los suficientes años como para haberse puesto de moda de nuevo. Las fotos fueron tomadas por Nika Jiménez en la Judería de Córdoba.