Mascarada
Ahora que falta una semana exacta para el viaje que me llevará con mi grupo de viajeros a Rusia, desde la desnuda Siberia a los palacios más hermosos de San Petersburgo, como si pudiéramos de verdad entrar y salir en las páginas de mi novela Llamadme Alejandra, me pareció interesante mostraros qué debía sentirse ante una invitación real a un baile o una mascarada.
Alguna vez he comentado que acudí a mis primeros años de colegio en el Palacio de los Marqueses de Urquijo, en Llodio, ahora llamado Palacio de Lamuza y en lamentable estado de dejadez. Allí, en septiembre de 1918, a los dos meses del asesinato de los zares, sus primos los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia asistían a una fiesta vasca, con las más ricas familias de la zona vestidas de aldeanos vascos. Ese palacio se había pensado como residencia de verano; también por esos años el Palacio de los Marqueses de Cerralbo daba algunos de los bailes más celebrados de Madrid.
Convertido ahora en uno de mis museos preferidos, el Palacio albergaba la extensa y ecléctica colección de arte y arqueología del Marqués. El piso superior se estructuraba en torno al salón de baile, al que se accedía por una espectacular escalinata. Tanto el marqués de Cerralbo como el de Urquijo habían recibido el marquesado de manos de reyes, en uel primer caso de Carlos I y en el otro de Amadeo de Saboya; se habían involucrado en política, eran senadores, y habían aumentado su fortuna con negocios prosperos. Dentro de una sociedad que contemplaba la desigualdad como algo completamente asumido, y con las diferencias propias de su rango, los marqueses vivían en un mundo casi tan cerrado y aislado como el que podría haber sido el de los zares.
En ocasiones, los zares recibían a los boyardos, o a miembros del pueblo que habían destacado por su heroísmo. También cada cierto tiempo atendían peticiones de cualquier súbdito; la imposición de manos para curar enfermedades era una práctica popular, y a cada rey se le atribuía una cualidad diferente. Y, por útimo, la presentación en sociedad de jovencitas de buena familia, pero sin fortuna, que fueran apadrinadas por la reina o la zarina era otra manera de acceder a esos exclusivos mundos. Fuera de eso, y descontada la servidumbre y los cocineros, doncellas, criados, lacayos, conductores o fregonas necesarias para mantener ese estilo de vida, el acceso del pueblo llano a estas fiestas se encontraba tajantemente descartada, salvo en los cuentos de hadas.
Las cortes católicas organizaban mascaradas el Martes de Carnaval, antes de que el Miércoles de Ceniza marcara una temporada de austeridad. Por otro lado, los zares organizaron varios bailes de disfraces, alguno de los cuales han pasado a la historia, como el de 1903 en le Palacio de Invierno, cuyas fotos de fastuosos trajes de época podéis ver aquí. El último gran baile de la corte Romanov tuvo lugar el 23 de febrero de 1913. Después, la guerra y la Revolución se lo llevó todo.
El vestido de Y si fuera ella que ahora resulta espectacular, resultaría demasiado sencillo para un evento de esas características. Ese lila, casi violeta, era un color muy de moda entonces, como lo está esta temporada; con este corte, su manga ligeramente jamón y la botonadura negra, podría pasar perfectamente por un vestido de mañana, de los que la zarina usaba en la intimidad, sin corsé, ni crinolina ni, encajes añadidos o joyas. Los zapatos son unos salones plateados de Lodi. Las fotos las tomó Nika Jiménez en el Museo Cerralbo.